Yo no se matar, pero voy a aprender 


Мы поможем в написании ваших работ!



ЗНАЕТЕ ЛИ ВЫ?

Yo no se matar, pero voy a aprender



La casa cuartel de la Guardia Civil de Galapagar estб en las afueras del pueblo, situado cerca de El Escorial: casitas adosadas para las familias de los guardias y un edificio mбs grande para la comandancia, con el paisaje nevado y gris de las montaсas como fondo. Justo —paradojas de la vida— detrбs de unas casas prefabricadas, de buen aspecto, que albergan una comunidad de raza gitana con la que mantiene una vecindad que desmiente los viejos tуpicos lorquianos de Heredias, Camborios y parejas de tricornios charolados. Despuйs de identificarme en la puerta dejй el coche en el aparcamiento vigilado; y una guardia alta, rubia —en su uniforme era verde hasta la cinta que le sujetaba la cola de caballo bajo la gorra teresiana—, me condujo hasta el despacho del capitбn Vнctor Castro: una pequeсa habitaciуn con un ordenador sobre la mesa y una bandera espaсola en la pared, junto a la que estaban colgados, a modo de adornos o trofeos, un viejo Mбuser Coruсa del aсo 45 y un fusil de asalto Kalashnikov AKM.

—Sуlo puedo ofrecerle un cafй espantoso –me dijo.

Aceptй el cafй, que йl mismo trajo de la mбquina que estaba en el pasillo, removiendo el brebaje con una cucharilla de plбstico. Era infame, en efecto. En cuanto al capitбn Castro, resultу ser uno de esos hombres con los que puedes simpatizar al primer vistazo: serio, de modales eficientes, impecable con su guerrera verde y el pelo gris cortado a cepillo, el bigote alatristesco que tambiйn empezaba a encanecer, la mirada tan directa y franca como el apretуn de manos que me habнa dispensado al recibirme. Tenнa cara de hombre honrado; y tal vez eso, entre otras cosas, animу a sus superiores, tiempo atrбs, a encomendarle durante cinco aсos la jefatura del grupo Delta Cuatro, en la Costa del Sol. Segъn mis noticias, la honradez del capitбn Castro resultу, a la postre, incуmoda hasta para sus propios mandos. Eso explicaba quizбs que yo estuviera visitбndolo en un pueblo perdido de la sierra de Madrid, en una comandancia con treinta guardias cuya jefatura correspondнa a una graduaciуn inferior a la suya, y que me hubiese costado cierto trabajo —influencias, viejos amigos— que la Direcciуn General de la Guardia Civil autorizase aquella entrevista. Como apuntу mбs tarde, filosуfico, el propio capitбn Castro cuando me acompaсaba cortйsmente al coche, los Pepitos Grillo nunca hicieron —hicimos, dijo con sonrisa estoica— carrera en ninguna parte.

Ahora hablбbamos de esa carrera, йl sentado tras la mesa de su pequeсo despacho, con ocho cintas multicolores de condecoraciones cosidas en el lado izquierdo de su guerrera, y yo con mi cafй. O, para ser exactos, hablбbamos de cuando se ocupу por primera vez de Teresa Mendoza, a partir de una investigaciуn sobre el asesinato de un guardia de la comandancia de Manilva, el sargento Ivбn Velasco, a quien describiу —el capitбn era muy cuidadoso eligiendo las palabras— como un agente de cuestionable honestidad; mientras que otros a quien consultй previamente sobre el personaje —entre ellos el ex policнa Nino Juбrez— lo habнan definido como un completнsimo hijo de puta.

A Velasco lo mataron de una forma sospechosa —explicу—. De modo que trabajamos un poco en eso.

Algunas coincidencias con episodios de contrabando, entre ellos el asunto de Punta Castor y la muerte de Santiago Fisterra, nos hicieron relacionarlo con la salida de la cбrcel de Teresa Mendoza. Aunque nada pudo probarse, eso me llevу hasta ella, y con el tiempo terminй por especializarme en la Mejicana: vigilancia, grabaciones en vнdeo, telйfonos intervenidos por orden judicial... Ya sabe —me miraba dando por sentado que yo sabнa—. Mi trabajo no era perseguir el trбfico de droga, sino investigar su ambiente. La gente a la que la Mejicana compraba y corrompнa, que con el tiempo fue mucha. Eso incluyу a banqueros, jueces y polнticos. Tambiйn a gente de mi propia empresa: aduaneros, guardias civiles y policнas.

La palabra policнas me hizo asentir, interesado. Vigilar al vigilante.

—їCuбl fue la relaciуn de Teresa Mendoza con el comisario Nino Juбrez? —preguntй.

Dudу un momento, y parecнa que calculaba el valor, o la vigencia, de cada cosa que iba a decir. Despuйs hizo un gesto ambiguo.

—No hay mucho que yo pueda decirle que no publicaran en su momento los periуdicos... La Mejicana consiguiу infiltrarse incluso en el DOCS. Juбrez terminу trabajando para ella, como tantos otros.

Puse el vasito de plбstico sobre la mesa y me quedй asн, un poco inclinado hacia adelante.

—їNunca intentу comprarlo a usted?

El silencio del capitбn Castro se hizo incуmodo. Miraba el vaso, inexpresivo. Por un momento temн que la entrevista hubiese terminado. Ha sido un placer, caballero. Adiуs y hasta la vista.

—Yo comprendo las cosas, їsabe? —dijo al fin—... Entiendo, aunque no lo justifique, que alguien que cobra un sueldo reducido vea la oportunidad si le dicen: oye, maсana cuando estйs en tal sitio, en vez de allн mira hacia allб. Y a cambio pone la mano y obtiene un fajo de billetes. Es humano. Cada uno es cada uno. Todos queremos vivir mejor de lo que vivimos... Lo que pasa es que unos tienen lнmites, y otros no.

Se quedу callado otra vez y alzу los ojos. Tiendo a dudar de la inocencia de la gente, pero de aquella mirada no dudй. Aunque en el fondo nunca se sabe. De cualquier modo, me habнan hablado antes del capitбn Vнctor Castro, nъmero tres de su promociуn, siete aсos en Intxaurrondo, uno de destino voluntario en Bosnia, medalla al mйrito policial con distintivo rojo.

—Naturalmente que intentaron comprarme —dijo—. No fue la primera vez, ni la ъltima —ahora se permitнa una sonrisa suave, casi tolerante—. Incluso en este pueblo lo intentan de vez en cuando, en otra escala. Un jamуn en Navidad de un constructor, una invitaciуn de un concejal... Estoy convencido de que cada cual tiene un precio. Quizбs el mнo era demasiado alto. No sй. Lo cierto es que a mн no me compraron.

—їPor eso estб aquн?

—Es un buen puesto —me miraba impasible—. Tranquilo. No me quejo.

—їEs verdad, como cuentan, que Teresa Mendoza llegу a tener contactos en la Direcciуn General de la Guardia Civil?

—Eso deberнa preguntarlo en la Direcciуn General. —їY es cierto que trabajу usted con el juez Martнnez Pardo en una investigaciуn que fue paralizada por el ministerio de justicia?

—Le digo lo de antes. Pregъnteselo al ministerio de justicia.

Asentн, aceptando sus reglas. Por alguna razуn, aquel malнsimo cafй en vaso de plбstico acentuaba mi simpatнa por йl. Recordй al ex comisario Nino Juбrez en la mesa de casa Lucio, saboreando su Viсa Pedrosa del 96. їCуmo lo habнa explicado mi interlocutor un momento antes? Sн. Cada uno es cada uno.

—Hбbleme de la Mejicana —dije.

Al mismo tiempo saquй del bolsillo una copia de la fotografнa tomada desde el helicуptero de Aduanas, y la puse sobre la mesa: Teresa Mendoza iluminada en plena noche entre una nube de agua pulverizada que la luz hacнa centellear a su alrededor, el rostro y el pelo mojados, las manos apoyadas en los hombros del piloto de la planeadora. Corriendo a cincuenta nudos hacia la piedra de Leуn y su destino. Ya conozco esa foto, dijo el capitбn Castro. Pero estuvo mirбndola un rato, pensativo, antes de empujarla de nuevo hacia mн.

—Fue muy lista y muy rбpida —aсadiу un momento despuйs—. Su ascenso en aquel mundo tan peligroso fue una sorpresa para todos. Corriу riesgos y tuvo suerte... De esa mujer que acompaсaba a su novio en la planeadora hasta la que yo conocн, hay mucho camino. Usted ha visto los reportajes de prensa, supongo. Las fotos en el ЎHola! y demбs. Se refinу mucho, obtuvo unos modales y una cultura. Y se hizo poderosa. Una leyenda, dicen. La Reina del Sur. Los periodistas la apodaron asн... Para nosotros siempre fue la Mejicana.

—їMatу?

—Pues claro que matу. O lo hicieron por ella. En ese negocio, matar forma parte del asunto. Pero fнjese quй astuta. Nadie pudo probarle nada. Ni una muerte, ni un trбfico. Cero pelotero. Hasta la Agencia Tributaria anduvo tras ella, a ver si por ahн podнa hincбrsele el diente. Nada... Sospecho que comprу a quienes la investigaban.

Creн detectar un matiz de amargura en sus palabras. Lo observй, curioso, pero se echу hacia atrбs en la silla. No sigamos por ese camino, decнa su gesto. Es salirse de la cuestiуn, y de mis competencias.

—їCуmo llegу tan aprisa y tan alto?

—Ya he dicho que era lista y tuvo suerte. Llegу justo cuando las mafias colombianas buscaban rutas alternativas en Europa. Pero ademбs fue una innovadora... Si ahora los marroquнes son los amos del trбfico en ambas orillas del Estrecho, es gracias a ella. Empezу a apoyarse mбs en esa gente que en los traficantes gibraltareсos o espaсoles, y convirtiу una actividad desordenada, casi artesanal, en una empresa eficiente. Hasta le cambiу el aspecto a sus empleados. Los hacнa vestirse correctos, nada de cadenas gordas de oro y moda hortera: trajes sencillos, coches discretos, apartamentos en vez de casas lujosas, taxis para acudir a citas de trabajo... Y asн, hachнs marroquн aparte, fue quien montу las redes de la cocaнna hacia el Mediterrбneo oriental, desplazando a las otras mafias y a los gallegos que pretendнan establecerse allн. Nunca manejу carga propia, que nosotros supiйramos. Pero casi todo el mundo dependнa de ella.

La clave, siguiу contбndome el capitбn Castro, consistнa en que la Mejicana utilizу su experiencia tйcnica sobre el uso de planeadoras para las operaciones a gran escala. Las lanchas tradicionales eran las Phantom de casco rнgido y limitada autonomнa, propensas a averiarse con mala mar; y fue ella la primera en comprender que una semirrнgida soportaba mejor el mal tiempo porque sufrнa menos. Asн que organizу una flotilla de Zodiac, llamadas gomas en el argot del Estrecho: neumбticas que en los ъltimos aсos llegaron hasta los quince metros de eslora, a veces con tres motores, el tercero no para correr mбs —la velocidad lнmite continuaba en torno a los cincuenta nudos— sino para mantener la potencia. El mayor tamaсo permitнa, ademбs, llevar reservas de combustible. Mayor autonomнa y mбs carga a bordo. Asн pudo trabajar con buena y con mala mar en lugares alejados del Estrecho: la desembocadura del Guadalquivir, Huelva y las costas desiertas de Almerнa. A veces llegaba hasta Murcia y Alicante, recurriendo a pesqueros o yates particulares que hacнan de nodrizas y permitнan repostar en alta mar. Montу operaciones con barcos que venнan directamente de Sudamйrica, y utilizу la conexiуn marroquн, la entrada de cocaнna por Agadir y Casablanca, para organizar transportes aйreos desde pistas escondidas en las montaсas del Rif a pequeсos aerуdromos espaсoles que ni siquiera figuraban en los mapas. Tambiйn puso de moda los llamados bombardeos: paquetes de veinticinco kilos de hachнs o de coca envueltos en fibra de vidrio y provistos de flotadores, que se arrojaban al mar y eran recuperados por lanchas o pesqueros. Nada de eso, explicу el capitбn Castro, lo habнa hecho nadie antes en Espaсa. Los pilotos de Teresa Mendoza, reclutados entre los que volaban en avionetas de fumigaciуn, podнan aterrizar y despegar en carreteras de tierra y pistas de doscientos metros. Volaban bajo, con luna, entre las montaсas y a poca altura sobre el mar, aprovechando que los radares marroquнes eran casi inexistentes, y que el sistema espaсol de detecciуn aйrea tenнa, o tiene —el capitбn formaba un cнrculo enorme con las manos— agujeros de este tamaсo. Sin excluir que alguien, debidamente engrasado, cerrase los ojos cuando un eco sospechoso aparecнa en la pantalla.

—Todo lo confirmamos mбs tarde, cuando una Cessna Skymaster se estrellу cerca de Tabernas, en Almerнa, cargada con doscientos kilos de cocaнna. El piloto, un polaco, resultу muerto. Sabнamos que era cosa de la Mejicana; pero nadie pudo probar nunca esa conexiуn. Ni ninguna otra.

Se detuvo ante el escaparate de la librerнa Alameda. En los ъltimos tiempos compraba muchos libros. Cada vez tenнa mбs en casa, alineados en estantes o puestos de cualquier manera sobre los muebles. Leнa por la noche hasta tarde, o sentada durante el dнa en las terrazas frente al mar. Algunos eran sobre Mйxico. Habнa encontrado en aquella librerнa malagueсa varios autores de su tierra: novelas policнacas de Paco Ignacio Taibo II, un libro de cuentos de Ricardo Garibay, una Historia de la Conquista de Nueva Espaсa escrita por un tal Bernal Dнaz del Castillo que habнa estado con Cortйs y la Malinche, y un volumen de las obras completas de Octavio Paz —nunca habнa oнdo hablar antes de ese seсor Paz, pero tenнa todos los visos de ser importante allб— que se titulaba El peregrino en su patria. Lo leyу todo despacio, con dificultad, saltбndose muchas pбginas que no comprendнa. Pero lo cierto era que se le quedaron cosas en la cabeza: un poso de algo nuevo que la hizo reflexionar sobre su tierra —aquel pueblo orgulloso, violento, tan bueno y desgraciado al mismo tiempo, siempre lejos de Dios y tan cerca de los pinches gringos— y sobre sн misma. Eran libros que obligaban a pensar en cosas sobre las que nunca habнa pensado antes. Ademбs, leнa diarios y procuraba ver los informativos de la televisiуn. Eso, y las telenovelas que ponнan por la tarde; aunque ahora dedicaba mбs tiempo a leer que a otra cosa. La ventaja de los libros, como descubriу cuando estaba en El Puerto de Santa Marнa, era que podнas apropiarte de las vidas, historias y reflexiones que encerraban, y nunca eras la misma al abrirlos por primera vez que al terminarlos. Personas muy inteligentes habнan escrito algunas de aquellas pбginas; y si eras capaz de leer con humildad, paciencia y ganas de aprender, no te defraudaban nunca. Hasta lo que no comprendнas quedaba ahн, en un rinconcito de la cabeza; listo para que el futuro le diera sentido convirtiйndolo en cosas hermosas o ъtiles. De ese modo, El conde de Montecristo y Pedro Pбramo, que por diferente razуn seguнan siendo sus favoritas —las leyу una y otra vez hasta perder la cuenta—, eran ya rumbos familiares, que llegaba a dominar casi del todo. El libro de Juan Rulfo fue un desafнo desde el principio, y ahora la satisfacнa pasar sus pбginas y comprender: Quise retroceder porque pensй que regresando podrнa encontrar el calor que acababa de dejar; pero me di cuenta a poco andar que el frнo salнa de mн, de mi propia sangre... Habнa descubierto fascinada, estremecida de placer y de miedo, que todos los libros del mundo hablaban de ella.

Y ahora miraba el escaparate, en busca de una portada que le llamara la atenciуn. Ante los libros desconocidos solнa guiarse por las portadas y los tнtulos. Habнa uno de una mujer llamada Nina Berberova que leyу por el retrato que tenнa en la tapa de una joven tocando el piano; y la historia la atrajo tanto que procurу encontrar otros tнtulos de la misma autora. Como se trataba de una rusa, le regalу el libro —La acompaсante, se llamaba— a Oleg Yasikov, que no era lector de nada que no fuese la prensa deportiva o algo relacionado con los tiempos del zar. Menudo bicho esa pianista, habнa comentado el gangster unos dнas mбs tarde. Lo que demostraba que al menos hojeу el libro.

Aquйlla era una maсana triste, algo frнa para Mбlaga. Habнa llovido, y una leve bruma flotaba entre la ciudad y el puerto, agrisando los бrboles de la Alameda. Teresa estaba mirando una novela del escaparate que se llamaba El maestro y Margarita. La portada no era muy atractiva, pero el nombre del autor sonaba a ruso, y eso la hizo sonreнr pensando en Yasikov y en la cara que pondrнa cuando le llevara el libro. Iba a entrar a comprarlo cuando se vio reflejada en un espejo publicitario que estaba junto a la vitrina: cabello recogido en una coleta, aretes de plata, ningъn maquillaje, un elegante tres cuartos de piel negra sobre tejanos y botas camperas de cuero marrуn. A su espalda discurrнa el escaso trбfico en direcciуn al puente de Tetuбn, y poca gente caminaba por la acera. De pronto todo se congelу en su interior, como si la sangre y el corazуn y el pensamiento quedaran en suspenso. Sintiу aquello antes de razonarlo. Antes, incluso, de interpretar nada. Pero resultaba inequнvoco, viejo y conocido: La Situaciуn. Habнa visto algo, pensу atropelladamente, sin volverse, inmуvil ante el espejo que le permitнa mirar sobre el hombro. Asustada. Algo que no encajaba en el paisaje y que no lograba identificar. Un dнa —recordу las palabras del Gьero Dбvila— alguien se acercarб a ti. Alguien a quien tal vez conozcas. Escudriсу atenta el campo visual que le procuraba el espejo, y entonces se percatу de la presencia de los dos hombres que cruzaban la calle desde el paseo central de la Alameda, sin prisas, sorteando automуviles. Latнa una nota familiar en ambos, pero de eso se dio cuenta unos segundos despuйs. Antes le llamу la atenciуn un detalle: pese al frнo, los dos llevaban las chaquetas dobladas sobre el brazo derecho. Entonces sintiу un espanto ciego, irracional, muy antiguo, que habнa creнdo no volver a sentir en la vida. Y sуlo cuando entrу precipitadamente en la librerнa y estaba a punto de preguntarle al dependiente por una salida en la parte de atrбs, cayу en la cuenta de que habнa reconocido al Gato Fierros y a Potemkin Gбlvez.

Corriу de nuevo. En realidad no habнa dejado de hacerlo desde que sonу el telйfono en Culiacбn. Una huida hacia adelante, sin rumbo, que la llevaba a personas y lugares imprevistos. Apenas saliу por la puerta de atrбs, los mъsculos crispados a la espera de un plomazo, corriу por la calle Panaderos sin importarle llamar la atenciуn, pasу junto al mercado —de nuevo el recuerdo de aquella primera fuga— y allн siguiу caminando deprisa hasta llegar a la calle Nueva. El corazуn le iba a seis mil ochocientas vueltas por minuto, como si tuviera dentro un cabezуn trucado. Tacatacatac. Tacatacatac. Se volvнa a mirar atrбs de vez en cuando, confiando en que los dos gatilleros siguieran esperбndola en la librerнa. Aflojу el paso cuando estuvo a punto de resbalar en el suelo mojado. Mбs serena y razonando. Te vas a romper la madre, se dijo, Asн que tуmalo con calma. No te apendejes y piensa. No en lo que hacen esos dos batos aquн, sino en cуmo librarte de ellos. Cуmo ponerte a salvo. Los porquйs ya tendrбs tiempo de considerarlos mas tarde, si es que sigues viva.

Imposible recurrir a un policнa, ni regresar a la Cherokee con asientos de cuero —aquella ancestral aficiуn sinaloense por las rancheras todo terreno— que tenнa aparcada en el subterrбneo de la plaza de la Marina. Piensa, se dijo de nuevo. Piensa, o te puedes morir ahorita. Mirу alrededor, desamparada. Estaba en la plaza de la Constituciуn, a pocos pasos del hotel Larios. A veces Pati y ella, cuando iban de compras, tomaban un aperitivo en el bar del primer piso, un lugar agradable desde el que podнa verse —vigilarse, en este caso— un buen trecho de la calle. El hotel, naturalmente. Уrale. Sacу el telйfono del bolso mientras cruzaba el portal y subнa las escaleras. Bip, bip, bip. Aquйl era un problema que sуlo podнa resolverle Oleg Yasikov.

Le fue difнcil conciliar el sueсo esa noche. Salнa de la duermevela entre sobresaltos, y mбs de una vez escuchу, alarmada, una voz que gemнa en la oscuridad, descubriendo al cabo que era la suya. Las imбgenes del pasado y del presente se mezclaban en su cabeza: la sonrisa del Gato Fierros, la sensaciуn de quemazуn entre los muslos, los estampidos de una Colt Doble Бguila, la carrera medio desnuda entre los arbustos que le araсaban las piernas. Como de ayer, como de ahora mismo, parecнa. Al menos tres veces oyу los golpes que uno de los guardaespaldas de Yasikov daba en la puerta del dormitorio. Dнgame si se encuentra bien, seсora. Si necesita algo. Antes del amanecer se vistiу y saliу al saloncito. Uno de los hombres dormitaba en el sofб, y el otro levantу los ojos de una revista antes de ponerse en pie, despacio. Un cafй, seсora. Una copa de algo. Teresa negу con la cabeza y fue a sentarse junto a la ventana que daba al puerto de Estepona. Yasikov le habнa facilitado el apartamento. Quйdate cuanto quieras, dijo. Y evita ir por tu casa hasta que todo vuelva al orden. Los dos guaruras eran de mediana edad, corpulentos y tranquilos. Uno con acento ruso y otro sin acento de ninguna clase porque jamбs abrнa la boca. Ambos sin identidad. Bikiles, los llamaba Yasikov. Soldados. Gente callada que se movнa despacio y miraba a todas partes con ojos profesionales. No se apartaban de su lado desde que llegaron al bar del hotel sin llamar la atenciуn, uno de ellos con una bolsa deportiva colgada al hombro, y la acompaсaron —el que hablaba le pidiу antes, en voz baja y por favor, que detallase el aspecto de los pistoleros— hasta un Mercedes de cristales tintados que aguardaba en la puerta. Ahora la bolsa deportiva estaba abierta sobre una mesa, y dentro relucнa suave el pavonado de una pistola ametralladora Skorpion.

Vio a Yasikov a la maсana siguiente. Vamos a intentar resolver el problema, dijo el ruso. Mientras tanto, procura no pasearte mucho. Y ahora serнa ъtil que me explicaras quй diablos pasa. Si. Quй cuentas dejaste atrбs. Quiero ayudarte, pero no buscarme enemigos gratis, ni interferir en cosas de gente que pueda estar relacionada conmigo para otros negocios. Eso, niet de niet. Si se trata de mejicanos me da lo mismo, porque nada he perdido allн. No. Pero con los colombianos necesito estar a buenas. Sн. Son mejicanos, confirmу Teresa. De Culiacбn, Sinaloa. Mi pinche tierra. Entonces me da igual, fue la respuesta de Yasikov. Puedo ayudarte. De modo que Teresa encendiу un cigarrillo, y luego otro y otro mбs, y durante un rato largo puso a su interlocutor al corriente de aquella etapa de su vida que por un tiempo creyу cerrada para siempre: el Batman Gьemes, don Epifanio Vargas, las transas del Gьero Dбvila, su muerte, la fuga de Culiacбn, Melilla y Algeciras. Coincide con los rumores que habнa oнdo, concluyу el otro cuando ella hubo terminado. Excepto tъ, nunca vimos mejicanos por aquн. No. El auge de tus negocios ha debido refrescarle a alguien la memoria.

Decidieron que Teresa seguirнa haciendo vida normal —no puedo estar encerrada, dijo ella, bastante tiempo lo estuve ya en El Puerto—, pero tomando precauciones y con los dos bikiles de Yasikov junto a ella a sol y a sombra. Tambiйn deberнas llevar un arma, sugiriу el ruso. Pero ella no quiso. No mames, dijo. Gьey. Estoy limpia y quiero seguir estбndolo. Una posesiуn ilegal bastarнa para ponerme otra vez a catchear en prisiуn. Y, tras pensarlo un momento, el otro estuvo de acuerdo. Cuнdate entonces, concluyу. Que yo me ocupo.

Teresa lo hizo. Durante la semana siguiente viviу con los guaruras pegados a sus talones, evitando dejarse ver demasiado. Todo el tiempo se mantuvo lejos de su casa —un apartamento de lujo en Puerto Banъs, que en esa йpoca ya pensaba sustituir por una casa junto al mar, en Guadalmina Baja—, y fue Pati quien anduvo de un lado a otro con ropa, libros y lo necesario. Guardaespaldas como en las pelнculas, decнa. Esto parece L. A. Confidencial. Pasaba mucho tiempo acompaсбndola, de charla o viendo la tele, con la mesita del salуn espolvoreada de blanco, ante la mirada inexpresiva de los dos hombres de Yasikov. Al cabo de una semana, Pati les dijo feliz Navidad —era mediados de marzo— y puso sobre la mesa, junto a la bolsa de la Skorpion, dos gruesos fajos de dinero. Un detalle, dijo. Para que ustedes se tomen algo. Por lo bien que cuidan de mi amiga. Ya estamos pagados, dijo el que hablaba con acento, despuйs de mirar el dinero y mirar a su camarada. Y Teresa pensу que Yasikov pagaba muy bien a su gente, o que ellos le tenнan mucho respeto al ruso. Quizб las dos cosas. Nunca llegу a saber cуmo se llamaban. Pati siempre se referнa a ellos como Pixie y Dixie.

Los dos paquetes estбn localizados, informу Yasikov. Un colega que me debe favores acaba de llamar. Asн que te tendrй al corriente. Se lo dijo por telйfono en vнsperas de la reuniуn con los italianos, sin darle importancia aparente, en el curso de una conversaciуn sobre otros asuntos. Teresa estaba con su gente, planificando la compra de ocho lanchas neumбticas de nueve metros de eslora que serнan almacenadas en una nave industrial de Estepona hasta el momento de echarlas al agua. Al apagar el telйfono encendiу un cigarrillo para darse tiempo, preguntбndose cуmo iba a solucionar su amigo ruso el problema. Pati la miraba. Y a veces, decidiу irritada, es como si йsta me adivinara el pensamiento. Ademбs de Pati —Teo Aljarafe estaba en el Caribe, y Eddie Бlvarez, relegado a tareas administrativas, ocupбndose del papeleo bancario en Gibraltar—, se hallaban presentes dos nuevos consejeros de Transer Naga: Farid Lataquia y el doctor Ramos. Lataquia era un maronita libanйs propietario de una empresa de importaciуn, tapadera de su verdadera actividad, que era conseguir cosas. Pequeсo, simpбtico, nervioso, el pelo clareбndole en la coronilla y frondoso bigote, habнa hecho algъn dinero con el trбfico de armas durante la guerra del Lнbano —estaba casado con una Gemayel—, y ahora vivнa en Marbella. Si le proporcionaban medios suficientes, era capaz de encontrar cualquier cosa. Gracias a йl, Transer Naga disponнa de una ruta fiable para la cocaнna: viejos pesqueros de Huelva, yates privados o destartalados mercantes de poco tonelaje que, antes de cargar sal en Torrevieja, recibнan en alta mar la droga que entraba en Marruecos por el Atlбntico, y en caso necesario hacнan de nodrizas para las planeadoras que operaban en la costa oriental andaluza. En cuanto al doctor Ramos, habнa sido mйdico de la marina mercante, y era el tбctico de la organizaciуn: planificaba las operaciones, los puntos de embarque y alijo, las artimaсas de diversiуn, el camuflaje. Cincuentуn de pelo gris, alto y muy flaco, descuidado de aspecto, siempre vestнa viejas chaquetas de punto, camisas de franela y pantalones arrugados. Fumaba en pipas de cazoletas requemadas, llenбndolas con parsimonia —resultaba el hombre mбs tranquilo del mundo— de un tabaco inglйs salido de cajas de latуn que le deformaban los bolsillos llenos de llaves, monedas, mecheros, atacadores de pipa y los objetos mбs insospechados. Una vez, al sacar un paсuelo —los usaba con sus iniciales bordadas, como antiguamente— se le habнa caнdo al suelo una linternita enganchada a un llavero de propaganda de yogur Danone. Sonaba como un chatarrero, al caminar.

—Una sola identidad —decнa el doctor Ramos—. Un mismo folio y matrнcula cada Zodiac. Idйntico para todas. Como las echaremos al agua de una en una, no hay el menor problema... En cada viaje, una vez cargadas, a las gomas se les quita el rуtulo y se vuelven anуnimas. Para mбs seguridad podemos abandonarlas despuйs, o que alguien se haga cargo de ellas. Pagando, claro. Asн amortizamos algo.

—їNo es muy descarado lo de la misma matrнcula? —Irбn al agua de una en una. Cuando la A estй operando, la numeraciуn se la ponemos a la B. De esa forma, como todas serбn iguales, siempre tendremos una amarrada en su pantalбn, limpia. A efectos oficiales, nunca se habrб movido de ahн.

—їY la vigilancia en el puerto?

El doctor Ramos sonriу apenas, con sincera modestia. El contacto prуximo era tambiйn su especialidad: guardias portuarios, mecбnicos, marineros. Andaba por allн, aparcado su viejo Citroen Dos Caballos en cualquier parte, charlando con unos y otros, la pipa entre los dientes y el aire despistado y respetable. Tenнa un pequeсo barquito a motor en Cabopino con el que iba de pesca. Conocнa cada lugar de la costa y a todo el mundo entre Mбlaga y la desembocadura del Guadalquivir.

—Eso estб controlado. Nadie molestarб. Otra cosa es que vengan a investigar de fuera, pero ese flanco no puedo cubrirlo yo. La seguridad exterior rebasa mis competencias.

Era cierto. Teresa se ocupaba de eso gracias a las relaciones de Teo Aljarafe y algunos contactos de Pati. Un tercio de los ingresos de Transer Naga se destinaba a relaciones pъblicas a ambas orillas del Estrecho; eso incluнa a polнticos, personal de la Administraciуn, agentes de la seguridad del Estado. La clave consistнa en negociar, segъn los casos, con informaciуn o con dinero. Teresa no olvidaba la lecciуn de Punta Castor, y habнa dejado capturar algunos alijos importantes —inversiones a fondo perdido, las llamaba— para ganarse la voluntad del jefe del grupo contra la Delincuencia Organizada de la Costa del Sol, el comisario Nino Juбrez, viejo conocido de Teo Aljarafe. Tambiйn las comandancias de la Guardia Civil se beneficiaban de informaciуn privilegiada y bajo control, apuntбndose йxitos que engrosaban las estadнsticas. Hoy por ti, maсana por mн, y de momento me debes una. O varias. Con algunos mandos subalternos o ciertos guardias y policнas, las delicadezas eran innecesarias: un contacto de confianza ponнa sobre la mesa un fajo de billetes, y asunto resuelto. No todos se dejaban comprar; pero hasta en esas ocasiones solнa funcionar la solidaridad corporativa. Era raro que alguien denunciase a un compaсero, excepto en casos escandalosos. Ademбs, las fronteras del trabajo contra la delincuencia y la droga no siempre estaban definidas; mucha gente trabajaba para los dos bandos a la vez, se pagaba con droga a los confidentes, y el dinero era la ъnica regla a la que atenerse. Respecto a determinados polнticos locales, con ellos tampoco era necesario mucho tacto. Teresa, Pati y Teo cenaron varias veces con Tomбs Pestaсa, alcalde de Marbella, para tratar sobre la recalificaciуn de unos terrenos que podнan destinarse a la construcciуn. Teresa habнa aprendido muy pronto —aunque sуlo ahora comprobaba las ventajas de estar arriba de la pirбmide— que a medida que beneficias al conjunto social obtienes su respaldo. Al final, hasta al estanquero de la esquina le conviene que trafiques. Y en la Costa del Sol, como en todas partes, presentarse con un buen aval de fondos para invertir abrнa muchas puertas. Luego todo era cuestiуn de habilidad y de paciencia. De comprometer poco a poco a la gente, sin asustarla, hasta que su bienestar dependiera de una. Dejбndosela ir requetesuave. Con cremita. Era como lo de los juzgados: empezabas con flores y bombones para las secretarias y terminabas haciйndote con un juez. O con varios. Teresa habнa logrado poner en nуmina a tres, incluido un presidente de Audiencia para quien Teo Aljarafe acababa de adquirir un apartamento en Miami.

Se volviу a Lataquia. —їQuй hay de los motores?

El libanйs hizo un gesto antiguo y mediterrбneo, los dedos de la mano juntos y vueltos en un giro rбpido hacia arriba.

—No ha sido fбcil —dijo—. Nos faltan seis unidades. Estoy haciendo gestiones.

—їY los accesorios?

—Los pistones Wiseco llegaron hace tres dнas, sin problemas. Tambiйn las jaulas de rodamientos para las bielas... En cuanto a los motores, puedo completar la partida con otras marcas.

—Te pedн —dijo Teresa lentamente, recalcando las palabras— pinches Yamahas de doscientos veinticinco caballos, y carburadores de doscientos cincuenta... Eso es lo que te pedн.

Observу que el libanйs, inquieto, miraba al doctor Ramos en demanda de apoyo, pero el rostro de йste permaneciу inescrutable. Chupaba su pipa, envuelto en humo. Teresa sonriу para sus adentros. Que cada palo aguante su vela.

Ya lo sй —Lataquia aъn miraba al doctor, el aire resentido—. Pero conseguir diecisйis motores de golpe no es fбcil. Ni siquiera un distribuidor oficial puede garantizarlo en tan poco tiempo.

—Tienen que ser todos los motores idйnticos —puntualizу el otro—. Si no, adiуs cobertura.

Encima colabora, decнan los ojos del libanйs. Ibn charmuta. Debйis de creer que los fenicios hacemos milagros.

—Quй lastima —se limitу a decir—. Todo ese gasto para un viaje.

—Mira quiйn lamenta los gastos —apuntу Pati, que encendнa un cigarrillo—. Mнster Diez por Ciento —expulsу el humo lejos, frunciendo mucho los labios—... El pozo sin fondo.

Se reнa un poquito, casi al margen como de costumbre. En pleno disfrute. Lataquia ponнa cara de incomprendido.

—Harй lo que pueda.

—Estoy segura de que sн —dijo Teresa.

Nunca dudes en pъblico, habнa dicho Yasikov. Rodйate de consejeros, escucha con atenciуn, tarda en pronunciarte si hace falta; pero despuйs nunca titubees delante de los subalternos, ni dejes discutir tus decisiones cuando las tomes. En teorнa, un jefe no se equivoca nunca. No. Cuanto dice ha sido meditado antes. Sobre todo es cuestiуn de respeto. Si puedes, hazte querer. Claro. Eso tambiйn asegura lealtades. Sн. En todo caso, puestos a elegir, es preferible que te respeten a que te quieran.

—Estoy segura —repitiу.

Aunque todavнa mejor que te respeten es que te teman, pensaba. Pero el temor no se impone de golpe, sino de forma gradual. Cualquiera puede asustar a otros; eso estб al alcance de no importa quй salvaje. Lo difнcil es irse haciendo temer poco a poco.

Lataquia reflexionaba, rascбndose el bigote.

—Si me autorizas —concluyу al fin—, puedo hacer gestiones fuera. Conozco gente en Marsella y en Gйnova... Lo que pasa es que tardarнan un poco mбs. Y estбn los permisos de importaciуn y todo eso.

—Arrйglatelas. Quiero esos motores —hizo una pausa, mirу la mesa—. Y otra cosa. Hay que ir pensando en un barco grande —alzу los ojos—. No demasiado. Con toda la cobertura legal en regla.

—їCuбnto quieres gastar?

—Setecientos mil dуlares. Cincuenta mil mбs, como mucho.

Pati no estaba al corriente. La observaba de lejos, fumando, sin decir nada. Teresa evitу mirarla. A fin de cuentas, pensу, siempre dices que soy yo quien dirige el negocio. Que estбs cуmoda asн.

—їPara cruzar el Atlбntico? —quiso saber Lataquia, que habнa captado el matiz de los cincuenta mil extra. —No. Sуlo que pueda moverse por aquн. —їHay algo importante en marcha?

El doctor Ramos se permitiу una mirada de censura. Preguntas demasiado, decнa su flemбtico silencio. Fнjate en mн. O en la seсorita O'Farrell, ahн sentada, tan discreta como si estuviese de visita.

—Puede que lo haya —respondiу Teresa—. їQuй tiempo necesitas?

Ella sabнa el tiempo de que disponнa. Poco. Los colombianos estaban a punto de caramelo para un salto cualitativo. Una sola carga, de golpe, que abasteciera por un tiempo a italianos y rusos. Yasikov la habнa sondeado al respecto y Teresa prometiу estudiarlo.

Lataquia volviу a rascarse el bigote. No sй, dijo. Un viaje para echar un vistazo, las formalidades y el pago. Tres semanas, como mнnimo.

—Menos. —Dos semanas. —Una.

—Puedo probar —suspirу Lataquia—. Pero saldrб mбs caro.

Teresa se echу a reнr. En el fondo la divertнan las maсas de aquel cabrуn. Con йl, una de cada tres palabras era dinero.

—No me chingues, libanйs. Ni un dуlar mбs. Y уrale, que se quema el chilorio.

La reuniуn con los italianos se celebrу al dнa siguiente por la tarde, en el apartamento de Sotogrande. Mбxima seguridad. Ademбs de los italianos —dos hombres de la N'Drangheta calabresa llegados aquella maсana al aeropuerto de Mбlaga—, sуlo asistieron Teresa y Yasikov. Italia se habнa convertido en el principal consumidor europeo de cocaнna, y la idea era asegurar un mнnimo de cuatro cargamentos de setecientos kilos por aсo. Uno de los italianos, un individuo maduro con patillas grises y chaqueta de ante, el aire de prуspero hombre de negocios deportivo y a la moda, que llevaba la voz cantante —el otro estaba callado todo el rato, o se inclinaba de vez en cuando para deslizarle a su colega unas palabras al oнdo—, lo explicу con detalle en un espaсol bastante aceptable. El momento era уptimo para establecer esa conexiуn: a Pablo Escobar lo acosaban en Medellнn, los hermanos Rodrнguez Orejuela veнan muy disminuida su capacidad de operar directamente en los Estados Unidos, y los clanes colombianos necesitaban compensar en Europa las pйrdidas que les ocasionaba el verse desplazados en Norteamйrica por las mafias mejicanas. Ellos, la N'Drangheta, pero tambiйn la Mafia de Sicilia y la Camorra napolitana —en buenas relaciones y todos hombres de honor, aсadiу muy serio, despuйs que su compaсero le susurrase algo—, necesitaban asegurarse un suministro constante de clorhidrato de cocaнna con una pureza del noventa al noventa y cinco por ciento —podrнan venderlo a sesenta mil dуlares el kilo, tres veces mбs caro que en Miami o San Francisco—, y tambiйn pasta de coca base con destino a refinerнas clandestinas locales. En este punto, el otro —flaco, barba recortada, vestido de oscuro, aspecto antiguo— habнa vuelto a decirle algo al oнdo, y el compaсero alzу un dedo admonitorio, frunciendo la frente exactamente igual que Robert de Niro en las pelнculas de gangsters.

—Cumplimos con quien cumple —puntualizу. Y Teresa, que no perdнa detalle, pensу que la realidad imitaba a la ficciуn, en un mundo donde los gangas iban al cine y veнan la tele como el que mбs. Un negocio amplio y estable, estaba diciendo ahora el otro, con perspectivas de futuro, siempre y cuando las primeras operaciones salieran a gusto de todos. Luego explicу algo de lo que Teresa ya estaba al corriente por Yasikov: que sus contactos en Colombia tenнan lista la primera carga, e incluso un barco, el Derly, preparado en La Guaira, Venezuela, para estibar los setecientos paquetes de droga camuflados en bidones de diez kilos de grasa para automуviles dispuestos en un contenedor. El resto del operativo era inexistente, dijo, y luego encogiу los hombros y se quedу mirando a Teresa y al ruso como si ellos tuvieran la culpa. Para sorpresa de los italianos y del propio Yasikov, Teresa traнa elaborada una propuesta concreta. Habнa pasado la noche y la maсana trabajando con su gente a fin de poner sobre la mesa un plan de operaciones que empezaba en La Guaira y concluнa en el puerto de Gioia Tauro, Calabria. Lo planteу todo al detalle: fechas, plazos, garantнas, compensaciones en caso de pйrdida de la primera carga. Tal vez descubriу mбs cosas de lo necesario para la seguridad de la operaciуn; pero en aquella fase, comprendiу al primer vistazo, todo era cuestiуn de impresionar a la clientela. El aval de Yasikov y la Babushka sуlo la cubrнa hasta cierto punto. Asн que, a medida que hablaba, rellenando las lagunas operativas segъn iban presentбndose, procurу ensamblarlo todo con la apariencia de algo muy calculado, sin cabos sueltos. Ella, expuso, o mбs bien una pequeсa sociedad marroquн llamada Ouxda Imexport, filial—tapadera de Transer Naga con sede en Nador, se harнa cargo de la mercancнa en el puerto atlбntico de Casablanca, transbordбndola a un antiguo dragaminas inglйs abanderado en Malta, el Howard Morhaim, que aquella misma maсana —Farid Lataquia se habнa movido rбpido— supo disponible. Despuйs, aprovechando el mismo viaje, el barco seguirнa hasta Constanza, en Rumania, para entregar allн otra carga que ya esperaba almacenada en Marruecos, destinada a la gente de Yasikov. La coordinaciуn de las dos entregas abaratarнa el transporte, reforzando tambiйn la seguridad. Menos viajes, menos riesgos. Rusos e italianos compartiendo gastos. Linda cooperaciуn internacional. Etcйtera. La ъnica pega era que ella no aceptaba parte del pago en droga. Sуlo transporte. Y sуlo dуlares.

Los italianos estaban encantados con Teresa y encantados con el negocio. Iban a sondear posibilidades y se encontraban con una operaciуn entre las manos. Cuando llegу la hora de tratar aspectos econуmicos, costos y porcentajes, el de la chaqueta de ante conectу su telйfono mуvil, se disculpу y estuvo veinte minutos hablando desde la otra habitaciуn, mientras Teresa, Yasikov y el italiano de la barba recortada y el aire antiguo se miraban sin decir palabra, en torno a la mesa cubierta de folios que ella habнa llenado de cifras, diagramas y datos. Al fin el otro apareciу en la puerta. Sonreнa, e invitу a su compaсero a reunirse un momento con йl. Entonces Yasikov le encendiу a Teresa el cigarrillo que йsta se llevaba a la boca.

—Son tuyos —dijo—. Sн.

Teresa recogiу los papeles sin decir palabra. A veces miraba a Yasikov: el ruso sonreнa, alentador, pero ella permaneciу seria. Nunca hay nada hecho, pensaba, hasta que estб hecho. Cuando volvieron los italianos, el de la chaqueta de ante lo hizo con gesto risueсo, y el de aspecto antiguo parecнa mбs relajado y menos solemne. Cazzo, dijo el risueсo. Casi sorprendido. Nunca habнamos hecho tratos con una mujer. Despuйs aсadiу que sus superiores daban luz verde. Transer Naga acababa de obtener la concesiуn exclusiva de las mafias italianas para el trбfico marнtimo de cocaнna hacia el Mediterrбneo oriental.

Los cuatro lo celebraron aquella misma noche, primero con una cena en casa Santiago y luego en Jadranka, donde se les uniу Pati O'Farrell. Teresa supo mбs tarde que la gente del DOCS, los policнas del comisario Nino Juбrez, los estuvieron fotografiando desde una Mercury camuflada, en el transcurso de un control de vigilancia rutinario; pero aquellas fotos no tuvieron consecuencias: los de la N'Drangheta nunca fueron identificados. Ademбs, cuando pocos meses mбs tarde Nino Juбrez entrу en la nуmina de sobornos de Teresa Mendoza, ese expediente, entre otras muchas cosas, se traspapelу para siempre.

En Jadranka, Pati estuvo encantadora con los italianos. Hablaba su idioma y era capaz de contar chistes procaces con impecable acento que los otros dos, admirados, identificaron como toscano. No hizo preguntas, ni nadie dijo nada de lo conversado en la reuniуn. Dos amigos, una amiga. La jerezana sabнa de quй iban aquellos dos, pero siguiу admirablemente la onda. Ya tendrнa ocasiуn de conocer detalles mбs tarde. Hubo muchas risas y muchas copas que contribuyeron a favorecer mбs el clima del negocio. No faltaron dos hermosas ucranianas altas y rubias, reciйn llegadas de Moscъ, donde habнan hecho pelнculas porno y posado para revistas antes de integrarse en la red de prostituciуn de lujo que controlaba la organizaciуn de Yasikov; ni tampoco unas rayas de cocaнna que los dos mafiosos, que se destaparon mбs extrovertidos de lo que parecнan en el primer contacto, liquidaron sin reparos en el despacho del ruso, sobre una bandejita de plata. Tampoco Pati hizo ascos. Vaya napias las de mis primos, comentу frotбndose la nariz empolvada. Estos coliflori mafiosi la sorben desde un metro de distancia. Llevaba demasiadas copas encima; pero sus ojos inteligentes, fijos en Teresa, tranquilizaron a йsta. Sosiйgate, Mejicanita. Yo te pongo en suerte a estos pбjaros antes de que las dos putillas bolcheviques los alivien de fluidos y de peso. Maсana me cuentas.

Cuando todo estuvo encarrilado, Teresa se dispuso a despedirse. Un dнa duro. No era trasnochadora, y sus guardaespaldas rusos la esperaban, uno apoyado en un rincуn de la barra, otro en el aparcamiento. La mъsica hacнa pumba, pumba, y la luz de la pista la iluminaba a rбfagas cuando estrechу las manos de los de la N'Drangheta. Un placer, dijo. Ha sido un placer. Chi vediamo, dijeron los otros, apalancado cada uno con su rubia. Abotonу su chaqueta Valentino de piel negra, disponiйndose a salir mientras notaba moverse detrбs al guarura de la barra. Al mirar en torno buscando a Yasikov lo vio venir entre la gente. Se habнa disculpado cinco minutos antes, reclamado por una llamada telefуnica.

—їAlgo va mal? —preguntу ella al verle la cara. Niet, dijo el otro. Todo va bien. Y he pensado que antes de ir a casa tal vez quieras acompaсarme. Un pequeсo paseo, aсadiу. No lejos de aquн. Estaba desacostumbradamente serio, y a Teresa se le encendieron las luces de alarma.

—їQuй es lo que pasa, Oleg?

—Sorpresa.

Vio que Pati, sentada en conversaciуn con los italianos y las dos rusas, los miraba inquisitiva y hacнa ademбn de levantarse; pero Yasikov enarcу una ceja y Teresa negу con la cabeza. Salieron los dos, seguidos por el guardaespaldas. En la puerta esperaban los coches, el segundo hombre de Teresa al volante del suyo y el Mercedes blindado de Yasikov con chуfer y un guarura en el asiento delantero. Un tercer coche aguardaba algo mбs lejos, con otros dos hombres en su interior: la escolta permanente del ruso, sуlidos chicos de Solntsevo, dуbermans cuadrados como armarios. Todos los coches tenнan los motores en marcha.

—Vamos en el mнo —dijo el ruso, sin responder a la pregunta silenciosa de Teresa.

Quй se traerб entre manos, pensaba ella. Este ruski resabiado y requetecabrуn. Circularon en discreto convoy durante quince minutos, dando vueltas hasta comprobar que no los seguнa nadie. Despuйs tomaron la autopista hasta una urbanizaciуn de Nueva Andalucнa. Allн, el Mercedes entrу directamente en el garaje de un chalet con pequeсo jardнn y muros altos, todavнa en construcciуn. Yasikov, el rostro impasible, sostuvo la puerta del automуvil para que saliera Teresa. Lo siguiу por la escalera hasta llegar a un vestнbulo vacнo, con ladrillos apilados contra la pared, donde un hombre fornido, con polo deportivo, que hojeaba una revista sentado en el suelo a la luz de una lбmpara de gas butano, se levantу al verlos entrar. Yasikov le dirigiу unas palabras en ruso, y el otro asintiу varias veces. Bajaron al sуtano, apuntalado por vigas metбlicas y tablones. Olнa a cemento fresco y a humedad. En la penumbra se distinguнan herramientas de albaсilerнa, bidones con agua sucia, sacos de cemento. El hombre del polo deportivo subiу la intensidad de la llama de una segunda lбmpara que colgaba de una viga. Entonces Teresa vio al Gato Fierros y a Potemkin Gбlvez. Estaban desnudos, atados con alambre por las muсecas y los tobillos a sillas blancas de camping. Y tenнan aspecto de haber conocido noches mejores que aquйlla.

—No sй nada mбs —gimiу el Gato Fierros.

No los habнan torturado mucho, comprobу Teresa: sуlo un tratamiento previo, casi informal, rompiйndoles un tantito la madre a la espera de instrucciones mбs precisas, con un par de horas de plazo para que dieran vueltas a la imaginaciуn y maduraran, pensando menos en lo sufrido que en lo que faltaba por sufrir. Los cortes de navaja en el pecho y los brazos eran superficiales y apenas sangraban ya. El Gato tenнa una costra seca en los orificios nasales; su labio superior partido, hinchado, daba un tono rojizo a la baba que le caнa por las comisuras de la boca. Se habнan cebado un poco mбs al golpearlo con una varilla metбlica en el vientre y los muslos: escroto inflamado y cardenales recientes en la carne tumefacta. Olнa muy agrio, a orines y a sudor y a miedo del que se enrosca en las tripas y las afloja. Mientras el hombre del polo deportivo hacнa pregunta tras pregunta en un espaсol torpe, con fuerte acento, intercalando sonoras bofetadas que volvнan a uno y otro lado el rostro del mejicano, Teresa observaba, fascinada, la enorme cicatriz horizontal que deformaba su mejilla derecha; la marca del plomo calibre 45 que ella misma le habнa disparado a bocajarro unos aсos atrбs, en Culiacбn, el dнa que el Gato Fierros decidiу que era una lбstima matarla sin divertirse un poco antes, va a morirse igual y serнa un desperdicio, fue lo que dijo, y luego el puсetazo impotente y furioso de Potemkin Gбlvez destrozando la puerta de un armario: el Gьero Dбvila era de los nuestros, Gato, acuйrdate, y йsta era su hembra, matйmosla pero con respeto. El caсo negro del Python acercбndose a su cabeza, casi piadoso, quita no te salpique, carnal, y apaguemos. Chale. El recuerdo llegaba en oleadas, cada vez mбs intenso, haciйndose fнsico al fin, y Teresa sintiу arderle lo mismo el vientre que la memoria, el dolor y el asco, la respiraciуn del Gato Fierros en su cara, la urgencia del sicario clavбndose en sus entraсas, la resignaciуn ante lo inevitable, el tacto de la pistola en la bolsa puesta en el suelo, el estampido. Los estampidos. El salto por la ventana, con las ramas lacerбndole la carne desnuda. La fuga. Ahora no sentнa odio, descubriу. Sуlo una intensa satisfacciуn frнa. Una sensaciуn de poder helado, muy apacible y tranquilo.

Juro que no sй nada mбs —seguнan restallando las bofetadas en las oquedades del sуtano—... Lo juro por la vida de mi madre.

Tenнa madre, el hijo de la chingada. El Gato Fierros tenнa una pinche mamacita como todo el mundo, allб en Culiacбn, y sin duda le mandaba dinero para aliviar su vejez cuando cobraba cada muerte, cada violaciуn, cada madriza. Sabнa mбs, por supuesto. Aunque acababan de sacarle el mole a tajos y puros golpes, sabнa mбs sobre muchas cosas; pero Teresa estaba segura de que lo habнa contado todo sobre su viaje a Espaсa y sus intenciones: el nombre de la Mejicana, la mujer que se movнa en el mundo del narco en la costa andaluza, llegaba hasta la antigua tierra culichi. Asн que a quebrбrsela. Viejas cuentas, inquietud por el futuro, por la competencia o por vaya usted a saber quй. Ganas de atar cabos sueltos. El Batman Gьemes estaba en el centro de la tela de araсa, naturalmente. Eran sus gatilleros, con una chamba a medio cumplir. Y el Gato Fierros, menos bravo atado con alambre a su absurda silla blanca que en el pequeсo apartamento de Culiacбn, soltaba la lengua a cambio de ahorrarse una parcelita de dolor. Aquel bato destripador que tanto galleaba escuadra al cinto, en Sinaloa, culeando viejas antes de bajбrselas. Todo era lуgico y natural como para no acabбrselo.

—Les digo que ya no sй nada —seguнa gimoteando el Gato.

A Potemkin Gбlvez se le veнa mas entero. Apretaba los labios, obstinado, poco fбcil para salivear verbos. Y ni modo. Mientras que al Gato parecнan haberle dado gas defoliante, йste negaba con la cabeza ante cada pregunta, aunque tenнa el cuerpo tan maltrecho como su carnal, con manchas nuevas sobre las de nacimiento que ya traнa en la piel, y cortes en el pecho y los muslos, insуlitamente vulnerable con toda su desnudez gorda y velluda trincada a la silla por los alambres que se hundнan en la carne, amoratando manos y pies hinchados. Sangraba por el pene y la boca y la nariz, el bigote negro y espeso chorreando gotas rojas que corrнan en regueros finos por el pecho y la barriga. No, pues. Estaba claro que lo suyo no era hacer de madrina, y Teresa pensу que incluso a la hora de acabar hay clases, y tipos, y gentes que se comportan de una manera o de otra. Y que aunque a esas alturas da lo mismo, en el fondo no lo da. Tal vez era menos imaginativo que el Gato, reflexionу observбndolo. La ventaja de los hombres con poca imaginaciуn era que les resultaba mбs fбcil cerrarse, bloquear la mente bajo la tortura. Los otros, los que pensaban, se disparaban antes. La mitad del camino la hacнan solos, dale que dale, piensa que te piensa, y lo que se habнa de cocer lo iban remojando. El miedo siempre es mбs intenso cuando eres capaz de imaginar lo que te espera.

Yasikov miraba un poco apartado, la espalda contra la pared, observando sin abrir la boca. Es tu negocio, decнa su silencio. Tus decisiones. Sin duda tambiйn se preguntaba cуmo era posible que Teresa soportase aquello sin un temblor en la mano que sostenнa los cigarrillos que fumaba uno tras otro, sin un parpadeo, sin una mueca de horror. Estudiando a los sicarios torturados con una curiosidad seca, atenta, que no parecнa de ella misma, sino de la otra ruca que rondaba cerca, mirбndola como lo hacнa Yasikov entre las sombras del sуtano. Habнa misterios interesantes en todo aquello, decidiу. Lecciones sobre los hombres y las mujeres. Sobre la vida y el dolor y el destino y la muerte. Y, como los libros que leнa, todas aquellas lecciones hablaban tambiйn de ella misma.

El guarura del polo deportivo se secу la sangre de las manos en las perneras del pantalуn y se volviу hacia Teresa, disciplinado e interrogante. Su navaja estaba en el suelo, a los pies del Gato Fierros. Para quй mбs, concluyу ella. Todo anda requeteclaro, y el resto me lo sй. Mirу por fin a Yasikov, que encogiу casi imperceptiblemente los hombros mientras dirigнa una ojeada significativa a los sacos de cemento apilados en un rincуn. Aquel sуtano de la casa en construcciуn no era casual. Todo estaba previsto.

Yo lo harй, decidiу de pronto. Sentнa unas extraсas ganas de reнr por dentro. De sн misma. De reнr torcido. Amargo. En realidad, al menos en lo que se referнa al Gato Fierros, se trataba sуlo de acabar lo que habнa iniciado apretando el gatillo de la Doble Бguila, tanto tiempo atrбs. La vida te da sorpresas, decнa la canciуn. Sorpresas te da la vida. Hнjole. A veces te las da sobre cosas tuyas. Cosas que estбn ahн y no sabнas que estaban. Desde los rincones en sombras, la otra Teresa Mendoza seguнa observбndola con mucha atenciуn. A lo mejor, reflexionу, la que se quiere reнr por dentro es ella.

—Yo lo harй —se oyу repetir, ahora en voz alta.

Era su responsabilidad. Sus cuentas pendientes y su vida. No podнa descansar en nadie. El del polo deportivo la observaba curioso, como si su espaсol no fuera bastante bueno para comprender lo que oнa; se girу hacia su jefe y luego volviу a mirarla otra vez.

—No —dijo suavemente Yasikov.

Habнa hablado y se habнa movido al fin. Apartу la espalda de la pared, acercбndose. No la observaba a ella, sino a los dos sicarios. El Gato Fierros tenнa la cabeza inclinada sobre el pecho; Potemkin Gбlvez los miraba cual si no los viera, los ojos fijos en la pared a travйs de ellos. Fijos en la nada.

—Es mi guerra —dijo Teresa. —No —repitiу Yasikov.

La tomaba con dulzura por el brazo, invitбndola a salir de allн. Ahora se encaraban, estudiбndose.

—Me vale verga quien sea —dijo de pronto Potemkin Gбlvez—... Nomas chнnguenme, que ya se tardan. Teresa se encarу con el gatillero. Era la primera vez que le oнa despegar los labios. La voz sonaba ronca, apagada. Seguнa mirando hacia Teresa como si ella fuera invisible y йl tuviese los ojos absortos en el vacнo. Su desnuda corpulencia, inmovilizada en la silla, relucнa de sudor y de sangre. Teresa anduvo despacio hasta quedar muy cerca, a su lado. Olнa бspero, a carne sucia, maltrecha y torturada. —Уrale, Pinto —le dijo—. No te apures... Te vas a morir ya.

El otro asintiу un poco con la cabeza, mirando siempre hacia el lugar en donde ella habнa estado parada antes. Y Teresa volviу a escuchar el ruido de astillas en la puerta del armario de Culiacбn, y vio el caсo del Python acercбndosele a la cabeza, y de nuevo oyу la voz diciendo el Gьero era de los nuestros, Gato, acuйrdate, y йsta era su hembra. Quita que no te salpique. Y tal vez, pensу de pronto, de veras se lo debнa. Acabar rбpido, como йl habнa deseado para ella. Chale. Eran las reglas. Seсalу con un gesto al cabizbajo Gato Fierros.

—No te aсadiste a йste —murmurу.

Ni siquiera se trataba de una pregunta, o de una reflexiуn. Sуlo un hecho. El gatillero permaneciу impasible, cual si no hubiera oнdo. Un nuevo hilillo de sangre le goteaba de la nariz, suspendido en los pelos sucios del bigote. Ella lo estudiу unos instantes mбs, y luego fue despacio hasta la puerta, pensativa. Yasikov la aguardaba en el umbral.

—Respetad al Pinto —dijo Teresa.

No siempre es cabal mochar parejo, pensaba. Porque hay deudas. Cуdigos raros que sуlo entiende cada cual. Cosas de una.


 

12.

Quй tal si te compro

Bajo la luz que entraba por las grandes claraboyas del techo, los flotadores de la lancha neumбtica Valiant parecнan dos grandes torpedos grises. Teresa Mendoza estaba sentada en el suelo, rodeada de herramientas, y con las manos manchadas de grasa ajustaba las nuevas hйlices en la cola de dos cabezones trucados a 250 caballos. Vestнa unos viejos tejanos y una camiseta sucia, y el cabello recogido en dos trenzas le pendнa a los lados de la cara moteada por gotas de sudor. Pepe Horcajuelo, su mecбnico de confianza, estaba junto a ella observando la operaciуn. De vez en cuando, sin que Teresa se lo pidiera, le alargaba una herramienta. Pepe era un individuo pequeсo, casi diminuto, que en otros tiempos fue promesa del motociclismo. Una mancha de aceite en una curva y aсo y medio de rehabilitaciуn lo retiraron de los circuitos, obligбndolo a cambiar el mono de cuero por el mono de mecбnico. El doctor Ramos lo habнa descubierto cuando a su viejo Dos Caballos se le quemу la junta de la culata y anduvo por Fuengirola en busca de un taller que abriese en domingo. El antiguo corredor tenнa buena mano para los motores, incluidos los navales, a los que era capaz de sacarles quinientas revoluciones mбs. Era de esos tipos callados y eficaces a los que les gusta su oficio, trabajan mucho y nunca hacen preguntas. Tambiйn —aspecto bбsico— era discreto. La ъnica seсal visible del dinero que habнa ganado en los ъltimos catorce meses era una Honda 1.200 que ahora estaba aparcada frente al paсol que Marina Samir, una pequeсa empresa de capital marroquн con sede en Gibraltar —otra de las filiales tapadera de Transer Naga—, tenнa junto al puerto deportivo de Sotogrande. El resto lo ahorraba cuidadosamente. Para la vejez. Porque nunca se sabe, solнa decir, en quй curva te espera la siguiente mancha de aceite.

Ahora ajusta bien —dijo Teresa.

Tomу el cigarrillo que humeaba sobre el caballete que sostenнa los cabezones y le dio un par de chupadas, manchбndolo de grasa. A Pepe no le gustaba que fumaran cuando se trabajaba allн; tampoco que otros anduvieran trajinando en los motores cuyo mantenimiento le confiaban. Pero ella era la jefa, y los motores y las lanchas y el paсol eran suyos. Asн que ni Pepe ni nadie tenнan quй objetar. Ademбs, a Teresa le gustaba ocuparse de cosas como aquйlla, trabajar en la mecбnica, moverse por el varadero y las instalaciones de los puertos. Alguna vez salнa a probar los motores o una lancha; y en cierta ocasiуn, pilotando una de las nuevas semirrigidas de nueve metros —ella misma habнa ideado usar las quillas de fibra de vidrio huecas como depуsitos de combustible—, navegу toda una noche a plena potencia probando su comportamiento con fuerte marejada. Pero en realidad todo eso eran pretextos. De aquel modo recordaba, y se recordaba, y mantenнa el vнnculo con una parte de ella misma que no se resignaba a desaparecer. Puede que eso tuviera que ver con ciertas inocencias perdidas; con estados de бnimo que ahora, mirando atrбs, llegaba a creer prуximos a la felicidad. Quizб fui feliz entonces, se decнa. Tal vez lo fui de veras, aunque no me diera cuenta.

—Dame una llave del nъmero cinco. Sujeta ahн...

Asн.

Se quedу observando el resultado, satisfecha. Las hйlices de acero que acababa de instalar —una levуgira y otra dextrуgira, para compensar el desvнo producido por la rotaciуn— tenнan menos diбmetro y mбs paso helicoidal que las originales de aluminio; y eso permitirнa a la pareja de motores atornillados en el espejo de popa de una semirrнgida desarrollar algunos nudos mбs de velocidad con mar llana. Teresa dejу otra vez el cigarrillo sobre el caballete e introdujo las chavetas y los pasadores que le alcanzaba Pepe, fijбndolos bien. Despuйs dio una ъltima chupada al cigarrillo, lo apagу cuidadosamente en la media lata de Castrol vacнa que usaba como cenicero, y se puso en pie, frotбndose los riсones doloridos.

—Ya me contarбs quй tal se portan. —Ya le contarй.

Teresa se limpiу las manos con un trapo y saliу al exterior, entornando los ojos bajo el resplandor del sol andaluz. Estuvo asн unos instantes, disfrutando del lugar y del paisaje: la enorme grъa azul del varadero, los palos de los barcos, el chapaleo suave del agua en la rampa de hormigуn, el olor a mar, уxido y pintura fresca que desprendнan los cascos fuera del agua, el campanilleo de drнzas con la brisa que llegaba de levante por encima del espigуn. Saludу a los operarios del varadero —conocнa el nombre de cada uno de ellos—, y rodeando los paсoles y los veleros apuntalados en seco se dirigiу a la parte de atrбs, donde Pote Gбlvez la esperaba de pie junto a la Cherokee aparcada entre palmeras, con el paisaje de fondo de la playa de arena gris que se curvaba hacia Punta Chullera y el este. Habнa pasado mucho tiempo —casi un aсo— desde aquella noche en el sуtano del chalet en construcciуn de Nueva Andalucнa, y tambiйn de lo ocurrido unos dнas mбs tarde, cuando el gatillero, todavнa con marcas y magulladuras, se presentу ante Teresa Mendoza escoltado por dos hombres de Yasikov. Tengo algo que platicar con la doсa, habнa dicho. Algo urgente. Y debe ser ahorita. Teresa lo recibiу muy seria y muy frнa en la terraza de una suite del hotel Puente Romano que daba a la playa, los guaruras vigilбndolos a travйs de las grandes vidrieras cerradas del salуn, tъ dirбs, Pinto. Tal vez quieras una copa. Pote Gбlvez respondiу no, gracias, y luego estuvo un rato mirando el mar sin mirarlo, rascбndose la cabeza como un oso torpe, con su traje oscuro y arrugado, la chaqueta cruzada que le sentaba fatal porque acentuaba su gordura, las botas sinaloenses de piel de iguana a modo de nota discordante en la indumentaria formal —Teresa sintiу una extraсa simpatнa por aquel par de botas— y el cuello de la camisa cerrado para la ocasiуn por una corbata demasiado ancha y colorida. Teresa lo observaba con mucha atenciуn, del modo con que en los ъltimos aсos habнa aprendido a mirar a todo el mundo: hombres, mujeres. Pinches seres humanos racionales. Calando lo que decнan, y sobre todo lo que se callaban o lo que tardaban en contar, como el mejicano en ese momento. Tъ dirбs, repitiу al fin; y el otro se fue girando hacia ella, todavнa en silencio, y al cabo la mirу directamente, dejando de rascarse la cabeza para decir en voz baja, tras echar un vistazo de reojo a los hombres del salуn, pos fнjese que vengo a agradecerle, seсora. A dar las gracias por permitir que siga vivo a pesar de lo que hice, o de lo que estuve a punto de hacer. No querrбs que te lo explique, replicу ella con dureza. Y el gatillero desviу de nuevo la vista, no, claro que no, y lo repitiу dos veces con aquella manera de hablar que tantos recuerdos traнa a Teresa, porque se le infiltraba por las brechas del corazуn. Sуlo querнa eso. Agradecerle, y que sepa que Potemkin Gбlvez se la debe y se la paga. Y cуmo piensas pagarme, preguntу ella. Pos fнjese que ya lo hice en parte, fue la respuesta. Platiquй con la gente que me enviу de allб. Por telйfono. Contй la pura neta: que nos tendieron un cuatro y le dieron padentro al Gato, y que no pudo hacerse nada porque nos madrugaron gacho. De quй gente hablas, preguntу Teresa, conociendo la respuesta. Pos nomбs gente, dijo el otro, irguiйndose un poco picado, endurecidos de pronto los ojos orgullosos. Quihubo, mi doсa. Usted sabe que yo ciertas cosas no las platico. Digamos sуlo gente. Raza de allб. Y luego, de nuevo humilde y entre muchas pausas, buscando las palabras con esfuerzo, explicу que esa gente, la que fuera, habнa visto bien cabrуn que йl siguiera respirando y que a su cuate el Gato se lo torcieran de aquella manera, y que le habнan explicado clarito sus tres caminos: acabar la chamba, agarrar el primer aviуn y volver a Culiacбn para las consecuencias, o esconderse donde no lo encontraran.

—їY quй has decidido, Pinto?



Поделиться:


Последнее изменение этой страницы: 2017-01-27; просмотров: 121; Нарушение авторского права страницы; Мы поможем в написании вашей работы!

infopedia.su Все материалы представленные на сайте исключительно с целью ознакомления читателями и не преследуют коммерческих целей или нарушение авторских прав. Обратная связь - 3.134.81.206 (0.189 с.)