En dos y trescientos metros levanto las avionetas 


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En dos y trescientos metros levanto las avionetas



—Ahн estб —dijo el doctor Ramos.

Tenнa oнdo de tнsico, decidiу Teresa. Ella no percibнa nada, salvo el rumor de la resaca en la playa. La noche era tranquila, y el Mediterrбneo una mancha negra frente a la ensenada de Agua Amarga, en la costa de Almerнa, con la luna iluminando como si fuera de nieve la arena de la orilla, y la luz del faro de Punta Polacra —tres destellos cada doce o quince segundos, registrу su antiguo instinto profesional— brillando a intervalos al pie de la sierra de Gata, seis millas al sudoeste.

—Yo sуlo oigo el mar —respondiу. —Escuche.

Permaneciу atenta a la oscuridad, aguzando el oнdo. Estaban de pie junto a la Cherokee, con un termo de cafй, vasos de plбstico y bocadillos, protegidos del frнo por chaquetones y jerseys. La silueta oscura de Pote Gбlvez se paseaba a pocos metros, vigilando la pista de tierra y la rambla seca que daban acceso a la playa.

—Ahora lo oigo —dijo.

Era sуlo un ronroneo lejano que apenas podнa distinguirse del agua en la orilla; pero crecнa poco a poco en intensidad y sonaba muy bajo, como si viniese del mar y no del cielo. Parecнa una planeadora acercбndose a gran velocidad.

—Buenos chicos —comentу el doctor Ramos. Habнa un poquito de orgullo en su voz, como quien habla de un hijo o un alumno aventajado, pero su tono era tranquilo como de costumbre. Aquel bato, pensу Teresa, no se ponнa nervioso nunca. A ella, sin embargo, le costaba reprimir su inquietud y lograr que la voz le saliera con la serenidad que los demбs esperaban. Si supieran, se dijo. Si supieran. Y mбs esa pinche noche, con lo que arriesgaban. Tres meses preparando lo que al fin se decidнa en menos de dos horas, de las que ya habнan transcurrido tres cuartas partes. Ahora el rumor de motores era cada vez mбs fuerte y cercano. El doctor se acercу el reloj de pulsera a los ojos antes de iluminar la esfera con un rбpido resplandor de su mechero.

—Puntualidad prusiana —aсadiу—. El sitio justo y la hora exacta.

El sonido estaba cada vez mбs cerca, siempre a muy baja altura. Teresa escudriсу con avidez la oscuridad, y entonces le pareciу verlo: un pequeсo punto negro que aumentaba de tamaсo, justo en el lнmite entre el agua sombrнa y el rielar de la luna, mar adentro.

—Hнjole —dijo.

Era casi hermoso, pensу. Tenнa informaciуn, recuerdos, experiencias que le permitнan imaginar el mar visto desde la cabina, las luces amortiguadas en el tablero de instrumentos, la lнnea de tierra perfilбndose delante, los dos hombres a los mandos, VOR-DME de Almerнa en la frecuencia 114,1 para calcular demora y distancia sobre el mar de Alborбn, punto-raya-raya-raya-punto-raya-punto, y despuйs la costa a ojo a la luz de la luna, buscando referencias en el destello del faro a la izquierda, las luces de Carboneras a la derecha, la mancha neutra de la ensenada en el centro. Ojalб estuviera allн arriba, se dijo. Volando a ojo como ellos, con un par de huevos rancheros en su sitio. Entonces el punto negro creciу de pronto, siempre a ras del agua, mientras el ruido de motores aumentaba hasta volverse atronador, rooaaaar, hizo, igual que si fuera a echбrseles encima, y Teresa alcanzу a distinguir unas alas materializбndose a la misma altura desde la que observaban ella y el doctor. Y al cabo vio la silueta entera del aviуn que volaba muy bajo, a unos cinco metros sobre el mar, las dos hйlices girando como discos de plata en el contraluz de la luna. A toda madre. Un instante despuйs, sobrevolбndolos con un rugido que levantу a su paso una polvareda de arena y algas secas, el aviуn ganу altitud, internбndose tierra adentro mientras inclinaba un ala a babor y se perdнa en la noche, entre las sierras de Gata y Cabrera.

Ahн va una tonelada y media —dijo el doctor. —Todavнa no estб abajo —respondiу Teresa. —Lo estarб en quince minutos.

Ya no habнa motivo para seguir a oscuras, asн que el doctor hurgу en los bolsillos del pantalуn, encendiу su pipa, y luego prendiу el cigarrillo que Teresa acababa de llevarse a la boca. Pote Gбlvez venнa con un vaso de cafй en cada mano. Una sombra gruesa, atenta a sus deseos. La arena blanca amortiguaba los pasos.

—їQuй onda, patrona?

—Todo bien, Pinto. Gracias.

Bebiу el lнquido amargo, sin azъcar y avivado por un chorro de coсac, disfrutando el cigarrillo que tenнa dentro un poco de hachнs. Espero que todo siga igual de bien, pensу. El celular que llevaba en el bolsillo del chaquetуn sonarнa cuando la carga estuviese en las cuatro camionetas que esperaban junto a la rudimentaria pista: un diminuto aerуdromo abandonado desde la guerra civil, en medio del desierto almeriense, cerca de Tabernas, con el pueblo mбs prуximo a quince kilуmetros. Aquйlla era la ъltima etapa de una compleja operaciуn que relacionaba una carga de mil quinientos kilos de clorhidrato de cocaнna del cбrtel de Medellнn con las mafias italianas. Otra chinita en el zapato del clan Corbeira, que seguнa pretendiendo la exclusiva de los movimientos de doсa Blanca en territorio espaсol. Teresa sonriу para sн. Bien chilosos iban a ponerse los gallegos, si se enteraban. Pero desde Colombia le habнan pedido a Teresa que estudiase la posibilidad de colocar, de una sola tacada, un cargamento grande que serнa embarcado en contenedores en el puerto de Valencia con destino a Gйnova; y ella se limitaba a solucionar el problema. La droga, sellada al vacнo en paquetes de diez kilos dentro de bidones de grasa para automуviles, habнa cruzado el Atlбntico despuйs de transbordarse frente a Ecuador, a la altura de las islas Galбpagos, a un viejo carguero con bandera panameсa, el Susana. El desembarco se efectuу en la ciudad marroquн de Casablanca; y de allн, con protecciуn de la Gendarmerнa Real —el coronel Abdelkader Chaib seguнa en уptimas relaciones con Teresa—, viajу en camiones al Rif, hasta uno de los almacenes utilizados por los socios de Transer Naga para preparar los cargamentos de hachнs.

—Los marroquнes han cumplido como caballeros —comentу el doctor Ramos, las manos en los bolsillos. Se dirigнan al coche, con Pote Gбlvez al volante. Los faros encendidos iluminaban la extensiуn de arena y rocas, las gaviotas desveladas que revoloteaban sorprendidas por la luz.

—Sн. Pero el mйrito es suyo, doctor.

—No la idea.

—Usted la hizo posible.

El doctor Ramos chupу su pipa sin decir nada. Era difнcil que el tбctico de Transer Naga formulara una queja, o mostrara satisfacciуn ante un elogio; pero lo cierto es que Teresa lo adivinaba satisfecho. Porque, si la idea del aviуn grande —el puente aйreo, lo llamaban entre ellos— era de Teresa, el trazado de la ruta y los detalles operativos corrнan a cargo del doctor. La innovaciуn consistнa en aplicar los vuelos a baja altura y el aterrizaje en pistas secretas a una operaciуn de mбs envergadura, mбs rentable. Porque en los ъltimos tiempos habнan surgido problemas. Dos expediciones gallegas, financiadas por el clan Corbeira, resultaron interceptadas por Vigilancia Aduanera, una en el Caribe y otra frente a Portugal; y una tercera operaciуn нntegramente realizada por los italianos —un mercante turco con media tonelada a bordo en ruta de Buenaventura a Gйnova, vнa Cбdiz— terminу en completo fracaso con la carga incautada por la Guardia Civil y ocho hombres en prisiуn. Era un momento difнcil; y tras darle muchas vueltas Teresa decidiу arriesgarse con los mйtodos que aсos atrбs, en Mйxico, valieron a Amado Carrillo el sobrenombre de Seсor de los Cielos. Уrale, concluyу. Para quй inventar, habiendo maestros. De modo que puso a Farid Lataquia y al doctor Ramos al trabajo. El libanйs habнa protestado, claro. Poco tiempo, poco dinero, poco margen. Siempre le piden milagros al mismo. Etcйtera. Mientras, el doctor se encerraba. con sus mapas y sus planos y sus diagramas, fumando pipa tras pipa y sin pronunciar otras palabras que las imprescindibles, calculando rutas, combustible, lugares. Huecos de radar para llegar al mar entre Melilla y Alhucemas, distancia por recorrer a ras del agua con rumbo este—norte—noroeste, zonas sin vigilancia para cruzar la costa espaсola, referencias de tierra para guiarse a ojo y sin instrumentos, consumo a alta y baja cota, sectores donde un aviуn de tamaсo medio no podнa ser detectado volando sobre el mar. Hasta sondeу a un par de controladores aйreos que estarнan de guardia en las noches y lugares adecuados, asegurбndose de que nadie darнa parte si algъn eco sospechoso se reflejaba en las pantallas de radar. Tambiйn habнa volado sobre el desierto almeriense en busca del lugar adecuado para el aterrizaje, e ido a las montaсas del Rif para comprobar sobre el terreno las condiciones de los aerуdromos locales. El aviуn lo consiguiу Lataquia en Бfrica: un viejo Aviocar C—212 destinado al transporte de pasajeros entre Malabo y Bata, procedente de la ayuda espaсola a Guinea Ecuatorial, construido en 1978 y que todavнa volaba. Bimotor, dos toneladas de capacidad de carga. Podнa aterrizar a sesenta nudos en doscientos cincuenta metros de pista si invertнa las hйlices y sacaba los flaps a cuarenta grados. La compra se realizу sin problemas a travйs de un contacto de la embajada ecuatoguineana en Madrid —comisiуn del agregado comercial aparte, la sobrefacturaciуn sirviу para cubrir una compra de motores marinos para semirrнgidas—, y el Aviocar volу a Bangui, donde los dos motores turbohйlice Garret TPE fueron revisados y puestos a punto por mecбnicos franceses. Luego fue a posarse en una pista de cuatrocientos metros en las montaсas del Rif para hacerse cargo de la cocaнna. Conseguir la tripulaciуn no fue difнcil: cien mil dуlares para el piloto Jan Karasek, polaco, ex fumigador agrнcola, veterano de los vuelos nocturnos transportando hachнs para Transer Naga a bordo de una Skymaster de su propiedad— y setenta y cinco mil para el copiloto: Fernando de la Cueva, un ex militar espaсol que habнa volado con los Aviocar cuando estaba en el Ejйrcito del Aire, antes de pasar a la aviaciуn civil y quedarse en paro tras una reestructuraciуn laboral de Iberia. Y a esa hora —los faros de la Cherokee alumbraban las primeras casas de Carboneras cuando Teresa consultу el reloj del salpicadero—, los dos hombres, tras guiarse por las luces de la autovнa Almerнa—Murcia y cruzarla sobre las cercanнas de Nнjar, ya habrнan llevado el aviуn, volando siempre bajo y evitando el trazado de torres elйctricas que el doctor Ramos dibujу cuidadosamente sobre sus mapas aйreos, en torno a la sierra de Alhamilla, girando despacio al oeste, y estarнan sacando los flaps para aterrizar en el aerуdromo clandestino iluminado por la luna, un coche al comienzo y otro trescientos cincuenta metros mбs lejos: dos breves destellos de faros para seсalar el inicio y el final de la pista. Llevando en su bodega una carga valorada en cuarenta y cinco millones de dуlares, de la que Transer Naga percibнa, como transportista, una suma equivalente al diez por ciento.

Se detuvieron a tomar algo en una venta de carretera antes de salir a la N—340: camioneros cenando en las mesas del fondo, jamones y embutidos colgados del techo, botas de vino, fotos de toreros, expositores giratorios con vнdeos porno, cintas y cedйs de Los Chunguitos, El Fary, La Niсa de los Peines. Picotearon de pie en la barra, jamуn, caсa de lomo y atъn fresco con pimientos y tomate. El doctor Ramos pidiу un coсac y Pote Gбlvez, que conducнa, un cafй doble. Teresa buscaba el tabaco en los bolsillos de su chaquetуn cuando se detuvo en la puerta un Nissan verde y blanco de la Guardia Civil y sus ocupantes entraron en la venta. Pote Gбlvez se puso tenso, apartadas las manos de la barra, vuelto a medias con desconfianza profesional hacia los reciйn llegados, moviйndose un poco para cubrir con el cuerpo a su patrona. Tranquilo, Pinto, le dijo ella con los ojos. No serб hoy cuando se nos chinguen. Patrulla rural. Rutina. Eran dos agentes jуvenes, con uniformes de color aceituna y pistolas en fundas negras a los costados. Dijeron cortйsmente buenas noches, dejaron las gorras sobre un taburete y se acodaron al final de la barra. Parecнan relajados, y uno de ellos los mirу breve, distraнdo, mientras ponнa azъcar en el cafй y removнa con la cucharilla. La expresiуn del doctor Ramos chispeaba al cambiar una mirada con Teresa. Si estos picoletos supieran, decнa sin decirlo, embutiendo con parsimonia tabaco en la cazoleta de su pipa. Quй cosas. Despuйs, cuando los guardias se disponнan a irse, el doctor le apuntу al camarero que tenнa mucho gusto en pagar sus cafйs. Uno de ellos protestу amable y el otro les dirigiу una sonrisa. Gracias. Buen servicio, dijo el doctor cuando se marchaban. Gracias, dijeron otra vez.

—Buenos chicos —resumiу el doctor cuando cerraron la puerta.

Habнa dicho lo mismo de los pilotos, recordу Teresa, cuando los motores del Aviocar atronaban sobre la playa. Y eso, entre otras cosas, era lo que a ella le gustaba del personaje. Su ecuanimidad inmutable. Cualquiera, visto desde la perspectiva adecuada, podнa ser buen chico. O buena chica. El mundo era un lugar difнcil, de reglas complicadas, donde cada cual jugaba el papel que le asignaba su destino. Y no siempre era posible elegir. Toda la gente que conozco, le oyeron comentar al doctor alguna vez, tiene razones para hacer lo que hace. Aceptando eso en tus semejantes, concluнa, no resulta difнcil llevarse bien con los demбs. El truco estб en buscarles siempre la parte positiva. Y fumar en pipa ayuda mucho. Te lleva tiempo, reflexiуn. Da oportunidad de mover despacio las manos, y mirarte, y mirar a los demбs.

El doctor encargу un segundo coсac, y Teresa —no tenнan tequila en la venta— un orujo gallego que arrancaba llamas por la nariz. La presencia de los guardias le trajo a la memoria una conversaciуn reciente y viejas preocupaciones. Habнa recibido una visita tres semanas atrбs, en la sede oficial de Transer Naga, que ahora ocupaba un edificio entero de cinco plantas en la avenida del Mar, junto al parque de Marbella. Una visita no anunciada, que al principio ella se negу a recibir hasta que Eva, su secretaria —Pote Gбlvez estaba frente a la puerta del despacho, plantado en la alfombra como un dуberman—, le enseсу una orden judicial que recomendaba a Teresa Mendoza Chбvez, domiciliada en tal y cual, aceptar esa entrevista o atenerse a las actuaciones posteriores a que hubiera lugar. Encuesta previa, decнa el papel, sin determinar previa a quй. Y son dos, aсadiу la secretaria. Un hombre y una mujer. Guardia Civil. Asн que, tras meditar un poco, Teresa hizo avisar a Teo Aljarafe para que estuviese prevenido, tranquilizу a Pote Gбlvez con un gesto y le dijo a la secretaria que los hiciera pasar a la sala de reuniones. No se estrecharon manos. Tras un saludo de circunstancias los tres tomaron asiento en torno a la gran mesa redonda de la que se habнan retirado antes todos los papeles y carpetas. El hombre era delgado, serio, bien parecido, con el pelo prematuramente gris cortado a cepillo y un hermoso mostacho. Tenнa una voz grave y agradable, decidiу Teresa; tan educada como sus modales. Vestнa de paisano, chaqueta de pana muy usada y pantalones deportivos, pero todo su aspecto parecнa de guacho, muy militar. Me llamo Castro, dijo, sin aсadir nombre propio, graduaciуn, ni destino; aunque al cabo de un momento pareciу pensarlo mejor y aсadiу lo de capitбn. Capitбn Castro. Y ella es la sargento Moncada. Mientras hacнa la breve presentaciуn, la mujer —pelirroja, vestida con falda y jersey, aretes de oro, ojos pequeсos e inteligentes— sacу un magnetуfono del bolso de lona que tenнa sobre las rodillas y lo puso sobre la mesa. Espero, dijo, que no le importe. Luego se sonу con un kleenex —parecнa resfriada, o alйrgica— y lo dejу hecho una bolita en el cenicero. En absoluto, contestу Teresa. Pero en tal caso tendrбn que esperar a que llegue mi abogado. Y eso incluye tomar notas. De modo que, tras una mirada de su jefe, la sargento Moncada frunciу el ceсo, introdujo el magnetуfono en el bolso y volviу a usar otro kleenex. El capitбn Castro explicу en pocas palabras quй los habнa llevado allн. En el curso de una investigaciуn reciente, algunos informes apuntaban a empresas vinculadas a Transer Naga.

—Habrб pruebas de eso, claro.

—Pues no. Lamento decir que no las hay.

—En ese caso, no comprendo esta visita.

—Es rutinaria.

—Ah.

—Simple cooperaciуn con la justicia.

Ah.

Entonces el capitбn Castro le contу a Teresa que una actuaciуn de la Guardia Civil —lanchas neumбticas presuntamente destinadas al narcotrбfico— habнa sido abortada por una filtraciуn y por la inesperada injerencia del Cuerpo Nacional de Policнa. Agentes de la comisarнa de Estepona intervinieron antes de tiempo, entrando en una nave del polнgono industrial donde, en vez del material al que la Guardia Civil seguнa la pista, sуlo encontraron dos viejas lanchas fuera de uso, sin obtener ninguna prueba ni realizar detenciones.

—Cuбnto lo siento —dijo Teresa—. Pero no se me figura quй tengo que ver con eso.

Ahora, nada. La policнa lo reventу. Nuestra investigaciуn se fue por completo al traste, porque alguien le pasу a la gente de Estepona informaciуn manipulada. Ningъn juez seguirнa adelante con lo que hay.

—Hнjole... їY han venido para contбrmelo?

El tono hizo que el hombre y la mujer cambiasen una mirada.

—En cierto modo —afirmу el capitбn Castro—. Creнmos que su opiniуn serнa ъtil. En este momento trabajamos en media docena de asuntos relacionados con el mismo entorno.

La sargento Moncada se inclinу hacia adelante en su silla. Ni pintura de labios ni maquillaje. Sus ojos pequeсos parecнan cansados. El catarro. La alergia. Una noche de trabajo, aventurу Teresa. Dнas sin lavarse el pelo. Los aretes de oro relucнan incongruentes.

—El capitбn se refiere a su entorno. El de usted. Teresa decidiу ignorar la hostilidad del su. Miraba el jersey arrugado de la mujer.

—No sй de quй estбn hablando —se volviу hacia el hombre—. Mis relaciones estбn a la vista.

—No ese tipo de relaciones —dijo el capita Castro—. їHa oнdo hablar de Chemical STM?

—Nunca.

—їY de Konstantin Garofi Ltd?

—Sн. Tengo acciones. Nomбs un paquete minoritario.

—Quй raro. Segъn nuestros informes, la sociedad import—export Konstantin Garofi, con sede en Gibraltar, es completamente suya.

Quizб debн esperar a Teo, pensу Teresa. Era cualquier caso, ya no era momento de volverse atrбs. Enarcу una ceja.

—Espero que tengan pruebas para afirmar eso.

El capitбn Castro se tocу el bigote. Movнa levemente la cabeza, dubitativo, como si de veras calculase hasta quй punto contaba o no con esas pruebas. Pues no, concluyу al fin. Desgraciadamente no las tenemos,, aunque en este caso poco importa. Porque nos ha llegado un informe. Una solicitud de cooperaciуn de la DEA norteamericana y el Gobierno colombiano, referida a un cargamento de quince toneladas de permanganato de potasio intervenidas en el puerto caribeсo de Cartagena..

—Creнa que el comercio con permanganato de potasio era libre.

Se habнa recostado en el respaldo de su silla y miraba al guardia civil con una sorpresa que parecнa autйntica. En Europa sн, fue la respuesta. Pero no en Colombia, donde se usaba como precursor de la cocaнna. Y en Estados Unidos su compra y venta estaba controlada a partir de ciertas cantidades, al figurar en la lista de doce precursores y treinta y tres substancias quнmicas cuyo comercio era vigilado por leyes federales. El permanganato de potasio, como tal vez —o quizбs, o sin duda— sabнa la seсora, era uno de esos doce productos esenciales para elaborar la pasta base y el clorhidrato de cocaнna. Combinadas con otras substancias quнmicas, diez toneladas servнan para refinar ochenta toneladas de droga. Lo que, usando un conocido dicho espaсol, no era moco de pavo. Planteado aquello, el guardia civil se quedу mirando a Teresa, inexpresivo, como si fuese todo cuanto tenнa que hablar. Ella contу mentalmente hasta tres. Chale. Empezaba a dolerle la cabeza, pero no podнa permitirse sacar una aspirina delante de aquellos dos. Encogiу los hombros.

—No me diga... їY?

—Pues que el cargamento llegу por vнa marнtima desde Algeciras, comprado por Konstantin Garofi a la sociedad belga Chemical STM.

—Me extraсa que esa sociedad gibraltareсa exporte directamente a Colombia.

—Hace bien en extraсarse —si habнa ironнa en el comentario, no se notaba—. En realidad, lo que hicieron fue comprar el producto en Bйlgica, traerlo hasta Algeciras y endosбrselo ahн a otra sociedad radicada en la isla de Jersey, que la hizo llegar en un contenedor, primero a Puerto Cabello, en Venezuela, y despuйs a Cartagena... Por el camino se trasvasу el producto a bidones rotulados como diуxido de magnesio. Para camuflar.

No eran los gallegos, sabнa Teresa. Esta vez no daban ellos el pitazo. Estaba al corriente de que el problema radicaba en la misma Colombia. Problemas locales, con la DEA detrбs. Nada que la afectara ni de lejos.

—їPor quй camino?

Alta mar. En Algeciras embarcу como lo que en realidad era.

Pues hasta ahн llegasteis, corazуn. Mira mis manitas sobre la mesa, sacando un legitimo cigarrillo de un legнtimo paquete y encendiйndolo con la calma de los justos. Blancas e inocentes. Asн que ni madres. A mн quй me cuentas.

—Pues deberнan —sugiriу— pedir explicaciones a esa sociedad con sede en Jersey...

La sargento hizo un gesto impaciente, pero no dijo nada. El capitбn Castro inclinу un poco la cabeza, como declarбndose capaz de apreciar un buen consejo.

—Se disolviу despuйs de la operaciуn —comentу—. Sуlo era un nombre en una calle de Saint Hйlier. —Hнjole. їTodo eso estб probado? —Probadнsimo.

—Entonces la gente de Konstantin Garofi fue sorprendida en su buena fe.

La sargento abriу a medias la boca para decir algo, y tambiйn esta vez lo pensу mejor. Mirу a su jefe un instante y luego extrajo una libreta del bolso. Como le aсadas un lбpiz, pensу Teresa, os vais a la calle. Ahorita. Igual os vais aunque no lo saques.

—De todas formas —prosiguiу—, y si he comprendido bien, ustedes hablan del transporte de un producto quнmico legal, dentro del espacio aduanero de Schengen. No veo quй tiene eso de extraсo. Sin duda estarнa la documentaciуn en regla, con certificados de destino y cosas asн. No conozco muchos detalles de Konstantin Garofi, pero segъn mis noticias son escrupulosos cumpliendo la ley... Yo nunca tendrнa algunas acciones allн, en caso contrario.

—Tranquilнcese —dijo el capitбn Castro, amable.

—їTengo aspecto de estar intranquila?

El otro la mirу sin responder en seguida.

—En lo que a usted y a Konstantin Garofi se refiere —dijo al fin—, todo parece legal.

—Desgraciadamente —aсadiу la sargento.

Se mojaba un dedo con la lengua para pasar las hojas de la libreta. Y no mames, chaparra, pensу Teresa. Querrбs hacerme creer que tienes ahн apuntados los kilos de mi ъltimo clavo.

—їHay algo mбs?

—Siempre habrб algo mбs —respondiу el capitбn. Pues vamos a la segunda base, cabrуn, pensу Teresa mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero. Lo hizo con calculada violencia, de una sola vez. La irritaciуn justa y ni un gramo extra, pese a que el dolor de cabeza la hacнa sentirse cada vez mбs incуmoda. En Sinaloa, aquellos dos ya estarнan comprados o muertos. Sentнa desprecio por la manera en que se presentaban allн, tomбndola por lo que no era. Tan elementales. Pero tambiйn sabнa que el desprecio lleva a la arrogancia, y a partir de ahн se cometen errores. El exceso de confianza quiebra mбs que los plomazos.

—Entonces pongamos las cosas claras —dijo—. Si tienen asuntos concretos que se refieran a mн, esta plбtica continuarб en presencia de mis abogados. Si no, agradecerй que se dejen de chingaderas.

La sargento Moncada se olvidу de la libreta. Tocaba la mesa como comprobando la calidad de la madera. Parecнa malhumorada.

—Podrнamos seguir la conversaciуn en unas dependencias oficiales...

Ahн viniste por fin, pensу Teresa. Derechita a donde te esperaba.

—Pues me late que no, sargento —repuso con mucha calma—. Porque salvo que tuviesen algo concreto, que no lo tienen, yo estarнa en esas dependencias el tiempo justo para que mi gabinete legal los emplumara hasta la madre... Exigiendo, por supuesto, compensaciones morales y econуmicas.

—No tiene por quй ponerse asн —templу el capitбn Castro—. Nadie la acusa de nada.

—De eso estoy requetesegura. De que nadie me acusa.

—Desde luego, no el sargento Velasco.

Te van a dar como a puto, pensaba. Allн sacу la mбscara azteca.

—їPerdуn?... їEl sargento quй?

El otro la miraba con frнa curiosidad. Eres bien chilo, decidiу ella. Con tus modales correctos. Con tu pelo gris y ese lindo bigote de oficial y caballero. La morra deberнa lavarse el pelo mбs a menudo.

—Ivбn Velasco —dijo despacio el capitбn—. Guardia civil. Difunto.

La sargento Moncada se inclinу de nuevo hacia adelante. El gesto rudo.

—Un cerdo. їSabe algo de cerdos, seсora?

Lo dijo con vehemencia mal contenida. Puede que sea su carбcter, pensу Teresa. Ese cabello rojo sucio quizбs tenga relaciуn. A lo mejor es que trabaja demasiado, o es infeliz con su marido, o quй sй yo. Lo mismo nadie se la coge. Y no serб fбcil lo de ser hembra, en su trabajo. O tal vez hoy se reparten los papeles: guardia civil cortйs, guardia civil malo. Frente a una cabrona como la que suponen que soy, hacer de mala le toca a la tipa. Lуgico. Pero me vale madres.

—їTiene algo que ver esto con el permanganato de potasio?

—Sea buena —aquello no sonaba nada simpбtico; la sargento se hurgaba los dientes con la uсa de un meсique—. No nos tome el pelo.

—Velasco frecuentaba malas compaснas —aclarу con sencillez el capitбn Castro—, y lo mataron hace tiempo, al salir usted de la cбrcel. їRecuerda?... Santiago Fisterra, Gibraltar y todo aquello. Cuando ni soсaba ser lo que ahora es.

En la expresiуn de Teresa no habнa maldito lo que recordar. O sea que no tenйis nada, reflexionaba. Venнs a sacudir el бrbol.

—Pues fнjense que no —dijo—. Que no caigo en ese Velasco.

—No cae —comentу la mujer. Casi lo escupнa. Se volviу a su jefe insinuando y usted quй opina, mi capitбn. Pero Castro miraba hacia la ventana como pensando en otra cosa.

—En realidad no podemos relacionarla —prosiguiу la sargento Moncada—. Ademбs, es agua pasada, їverdad? —volviу a mojarse un dedo y consultу la libreta, aunque estaba claro que no leнa nada—. Y lo de aquel otro, Caсabota, al que mataron en Fuengirola, їtampoco le suena?... їEl nombre de Oleg Yasikov no le dice nada?... їNunca oyу hablar de hachнs, ni de cocaнna, ni de colombianos, ni gallegos? —se interrumpiу, sombrнa, para dar ocasiуn a Teresa de intercalar algъn comentario; pero ella no abriу la boca—... Claro. Lo suyo son las inmobiliarias, la bolsa, las bodegas jerezanas, la polнtica local, los paraнsos fiscales, las obras de caridad y las cenas con el gobernador de Mбlaga.

—Y el cine —apuntу el capitбn, objetivo. Seguнa vuelto hacia la ventana con cara de pensar en cualquier otra cosa. Casi melancуlico.

La sargento levantу una mano.

—Es verdad. Olvidaba que tambiйn hace cine —el tono se volvнa cada vez mбs grosero; vulgar en ocasiones, como si hasta entonces lo hubiera reprimido, o recurriese ahora a йl de forma deliberada—... Debe de sentirse muy a salvo entre sus negocios millonarios y su vida de lujo, con los periodistas haciendo de usted una estrella.

Me han provocado otras veces, y mejor que ella, se dijo Teresa. O esta tipa es demasiado ingenua pese a su mala leche, o de verdad no tienen nada a quй agarrarse.

—Esos periodistas —respondiу con mucha calma— andan metidos en unas querellas judiciales que no se la van a acabar... En cuanto a ustedes, їde veras creen que voy a jugar a policнas y ladrones?

Era el turno del capitбn. Se habнa girado lentamente hacia ella y la miraba de nuevo.

—Seсora. Mi compaсera y yo tenemos un trabajo que hacer. Eso incluye varias investigaciones en curso —echу un vistazo sin demasiada fe a la libreta de la sargento Moncada—. Esta visita no tiene otro objeto que decнrselo.

—Quй amable y quй padre. Avisarme asн.

—Ya ve. Querнamos conversar un poco. Conocerla mejor.

—Lo mismo —terciу la sargento— hasta queremos ponerla nerviosa.

Su jefe negу con la cabeza.

—La seсora no es de las que se ponen nerviosas. Nunca habrнa llegado a donde estб —sonriу un poco; una sonrisa de corredor de fondo—... Espero que nuestra prуxima conversaciуn sea en circunstancias mбs favorables. Para mн.

Teresa mirу el cenicero, con su ъnica colilla apagada entre las bolitas de papel. їPor quiйn la tomaban aquellos dos? El suyo habнa sido un largo y difнcil camino; demasiado como para aguantar ahora truquitos de comisarнa de telefilme. Sуlo eran un par de intrusos que se hurgaban los dientes y arrugaban kleenex y pretendнan revolver cajones. Ponerla nerviosa, decнa la pinche sargento. De pronto se sintiу irritada. Tenнa cosas que hacer, en vez de malgastar su tiempo. Tragarse una aspirina, por ejemplo. En cuanto la pareja saliera de allн, encargarнa a Teo que presentara una denuncia por coacciones. Y despuйs harнa algunas llamadas telefуnicas.

—Hagan el favor de marcharse.

Se puso en pie. Y resulta que sabe reнr la sargento, comprobу. Pero no me gusta cуmo lo hace. Su jefe se levantу al tiempo que Teresa, pero la otra seguнa sentada, un poco hacia adelante en la silla, los dedos apretados en el borde de la mesa. Con aquella risa seca y turbia.

—їAsн, por las buenas?... їAntes no va a intentar amenazarnos, ni comprarnos, como a esos mierdas del DOCS?... Eso nos harнa muy felices. Un intento de soborno en condiciones.

Teresa abriу la puerta. Pote Gбlvez estaba allн, grueso, vigilante, como si no se hubiera movido de la alfombra. Y seguro que no. Tenнa las manos ligeramente separadas del cuerpo. Esperando. Lo tranquilizу con una mirada.

—Usted estб como una cabra —dijo Teresa—. Yo no hago esas cosas.

La sargento se levantaba al fin, casi a regaсadientes. Se habнa sonado otra vez y tenнa la bolita del kleenex estrujada en una mano, y la libreta en la otra. Miraba alrededor, los cuadros caros en las paredes, la vista de la ventana sobre la ciudad y el mar. Ya no disimulaba el rencor. Al dirigirse a la puerta detrбs de su jefe se parу delante de Teresa, muy cerca, y guardу la libreta en el bolso.

—Claro. Tiene quien lo haga por usted, їno? —acercу mбs el rostro, y los ojillos enrojecidos parecнan estallarle de cуlera—. Ande, anнmese. Por una vez pruebe a hacerlo en persona. їSabe lo que gana un guardia civil?... Estoy segura de que lo sabe. Y tambiйn la de gente que muere y se pudre por toda esa mierda con la que usted trafica... їPor quй no prueba a sobornarnos al capitбn y a mн?... Me encantarнa oнr una oferta suya, y sacarla de este despacho esposada y a empujones —tirу la bolita del kleenex al suelo—. Hija de la gran puta.

Habнa una lуgica, despuйs de todo. Eso pensaba Teresa mientras cruzaba el lecho casi seco del rнo, que se estancaba en pequeсas lagunas poco profundas junto al mar. Un enfoque casi exterior, ajeno, en cierto modo matemбtico, que enfriaba el corazуn. Un sistema tranquilo de situar los hechos, y sobre todo las circunstancias que estaban al inicio y al final de esos hechos, dejando cada nъmero a este o al otro lado de los signos que daban orden y sentido. Todo eso permitнa excluir, en principio, la culpa o el remordimiento. Aquella foto partida por la mitad, la chava de ojos confiados que le quedaba tan lejos, allб en Sinaloa, era su papelito de indulgencias. Puesto que de lуgica se trataba, ella no podнa sino moverse hacia donde esa lуgica la conducнa. Pero no faltaba la paradoja: quй pasa cuando nada esperas, y cada aparente derrota te empuja hacia arriba mientras aguardas, despierta al amanecer, el momento en que la vida rectifique su error y golpee de veras, para siempre. La Verdadera Situaciуn. Un dнa empiezas a creer que tal vez ese momento no llegue nunca, y al siguiente intuyes que la trampa es precisamente йsa: creer que nunca llegarб. Asн mueres de antemano durante horas, y durante dнas, y durante aсos. Mueres larga, serenamente, sin gritos y sin sangre. Mueres mбs cuanto mбs piensas y mбs vives.

Se detuvo sobre los guijarros de la playa y mirу a lo lejos. Vestнa un chбndal gris y calzaba zapatillas de deporte, y el viento le revolvнa el pelo sobre la cara. Al otro lado de la desembocadura del Guadalmina habнa una lengua de arena donde rompнa el mar; y al fondo, en la calima azulada del horizonte, blanqueaban Puerto Banъs y Marbella. Los campos de golf estaban a la izquierda, acercando sus praderas hasta casi la orilla, en torno al edificio ocre del hotel y los cobertizos playeros cerrados por el invierno. A Teresa le gustaba Guadalmina Baja en esa йpoca del aсo, las playas desiertas y unos pocos apacibles golfistas moviйndose en la distancia. Las casas de lujo silenciosas y cerradas tras sus altos muros cubiertos de buganvillas. Una de ellas, la mбs cercana a la punta de tierra que se adentraba en el mar, le pertenecнa. Las Siete Gotas era el nombre escrito sobre un hermoso azulejo junto a la puerta principal, en una ironнa culichi que allн sуlo ella y Pote Gбlvez podнan descifrar. Desde la playa no se alcanzaba a ver mбs que el alto muro exterior, los бrboles y los arbustos que asomaban por encima disimulando las videocбmaras de seguridad, y tambiйn el tejado y las cuatro chimeneas: seiscientos metros edificados en una parcela de cinco mil, la forma de una antigua hacienda con aire mejicano, blanca y con remates ocres, una terraza en el piso de arriba, un porche grande abierto al jardнn, a la fuente de azulejos y a la piscina.

Se divisaba un barco en la distancia —un pesquero faenando cerca de tierra—, y Teresa estuvo un rato observбndolo con interйs. Seguнa vinculada al mar; y cada maсana, al levantarse, lo primero que hacнa era echar una ojeada a la inmensidad azul, gris, violeta segъn la luz y los dнas. Aъn calculaba por instinto marejadas, mar de fondo, vientos favorables o desfavorables, incluso cuando no tenнa a nadie trabajando aguas adentro. Aquella costa, grabada en su memoria con la precisiуn de una carta nбutica, seguнa siendo un mundo familiar al que debнa desgracias y fortuna, y tambiйn imбgenes que evitaba evocar en exceso, por miedo a que se alteraran en su memoria. La casita en la playa de Palmones. Las noches en el Estrecho, volando a puros pantocazos. La adrenalina de la persecuciуn y de la victoria. El cuerpo duro y tierno de Santiago Fisterra. Al menos lo tuve, pensaba. Lo perdн, pero antes lo tuve. Era un lujo нntimo y calculadнsimo recordar a solas con un carrujo de hachнs y un tequila, las noches en que el rumor de la resaca en la playa llegaba a travйs del jardнn, ausente la luna, recordando y recordбndose. A veces oнa pasar al helicуptero de Vigilancia Aduanera sobre la playa, sin luces, y pensaba que a lo mejor iba a los mandos el hombre al que habнa visto apoyado en la puerta de la habitaciуn del hospital; el que los perseguнa volando tras el aguaje de la vieja Phantom, y que al fin se tirу al mar para salvar su vida junto a la piedra de Leуn. Una vez, molestos por las persecuciones de los aduaneros, dos hombres de Teresa, un marroquн y un gibraltareсo que trabajaban con las gomas, propusieron darle un escarmiento al piloto del pбjaro. A ese hijoputa. Una trampa en tierra para alegrarle el pellejo. Cuando llegу la sugerencia, Teresa convocу al doctor Ramos y le ordenу que transmitiera, sin cambiar una coma, el mensaje a todo cristo. Ese gьey hace su trabajo como nosotros el nuestro, dijo. Son las reglas, y si un dнa se va a la chingada en una persecuciуn o se lo friegan bien fregado en una playa, serб cosa suya. A veces se gana y a veces se pierde. Pero a quien le toque un pelo de la ropa estando fuera de servicio, harй que le arranquen la piel a tiras. їLo tienen claro? Y lo tuvieron.

En cuanto al mar, Teresa mantenнa el vнnculo personal. Y no sуlo desde la orilla. El Sinaloa, un Fratelli Benetti de treinta y ocho metros de eslora y siete de manga, abanderado en jersey, estaba amarrado en la zona exclusiva de Puerto Banъs, blanco e impresionante con sus tres cubiertas y su aspecto de yate clбsico, los interiores amueblados con madera de teca e iroko, baсos de mбrmol, cuatro cabinas para invitados y un salуn de treinta metros cuadrados presidido por una impresionante marina al уleo de Montague Dawson —Combate entre los navнos Spartiate y Antilla en Trafalgar— que Teo Aljarafe habнa adquirido para ella en una subasta de Claymore. Pese a que Transer Naga movнa recursos navales de todo tipo, Teresa nunca utilizу el Sinaloa para actividades ilнcitas. Era territorio neutral, un mundo propio, de acceso restringido, que no deseaba relacionar con el resto de su vida. Un capitбn, dos marineros y un mecбnico mantenнan el yate listo para hacerse a la mar en cualquier momento, y ella embarcaba con frecuencia, a veces para cortas salidas de un par de dнas, y otras en cruceros de dos o tres semanas. Libros, mъsica, un televisor con vнdeo. Nunca llevaba invitados, a excepciуn de Pati O'Farrell, que la acompaсу en alguna ocasiуn. El ъnico que la escoltaba siempre, sufriendo estoicamente el mareo, era Pote Gбlvez. A Teresa le gustaban las singladuras largas en soledad, dнas sin que sonara el telйfono y sin necesidad de abrir la boca. Sentarse de noche en la cabina de mando junto al capitбn —un marino mercante poco hablador, contratado por el doctor Ramos, que Teresa aprobу precisamente por su economнa de palabras—, desconectar el piloto automбtico y gobernar ella misma con mal tiempo, o pasar los dнas soleados y tranquilos en una tumbona de la cubierta de popa, con un libro en las manos o mirando el mar. Tambiйn le gustaba ocuparse personalmente del mantenimiento de los dos motores turbodiesel MTU de 1.800 caballos que permitнan al Sinaloa navegar a treinta nudos, dejando una estela recta, ancha y poderosa. Solнa bajar a la sala de mбquinas, el cabello recogido en dos trenzas y un paсuelo en torno a la frente, y pasaba allн horas, lo mismo en puerto que en alta mar. Conocнa cada pieza de los motores. Y una vez que sufrieron una averнa con fuerte viento de levante a barlovento de Alborбn, trabajу durante cuatro horas allб abajo, sucia de grasa y aceite, golpeбndose contra las tuberнas y los mamparos mientras el capitбn intentaba evitar que el yate se atravesara a la mar o derivase demasiado a sotavento, hasta que entre ella y el mecбnico solucionaron el problema. A bordo del Sinaloa hizo algъn viaje largo, el Egeo y Turquнa, el sur de Francia, las islas Eуlicas por las bocas de Bonifacio; y a menudo ordenaba arrumbar a las Baleares. Le gustaban las calas tranquilas del norte de Ibiza y de Mallorca, casi desiertas en invierno, y fondear ante la lengua de arena que se extendнa entre Formentera y los freus. Allн, frente a la playa de los Trocados, Pote Gбlvez habнa tenido un tropiezo reciente con paparazzis. Dos fotуgrafos habituales de Marbella identificaron el yate y se acercaron en un patнn acuбtico para sorprender a Teresa, hasta que el sinaloense fue a darles caza con la neumбtica de a bordo. Resultado: un par de costillas rotas, otra indemnizaciуn millonaria. Aun asн, la foto llegу a publicarse en primera pбgina del Lecturas. La Reina del Sur descansa en Formentera.

Regresу despacio. Cada maсana, incluso los raros dнas de viento y lluvia, paseaba por la playa hasta Linda Vista, sola. Sobre la pequeсa altura junto al rнo distinguiу la figura solitaria de Pote Gбlvez, que vigilaba de lejos. Tenнa prohibido escoltarla en aquellos paseos, y el sinaloense se quedaba atrбs, mirбndola ir y venir, centinela inmуvil en la distancia. Leal como un perro de presa que aguardase, inquieto, el regreso de su dueсa. Teresa sonriу para sus adentros. Entre el Pinto y ella, el tiempo habнa establecido una complicidad callada, hecha de pasado y de presente. El duro acento sinaloense del gatillero, su manera de vestir, de comportarse, de mover sus engaсosos noventa y tantos kilos de peso, las eternas botas de piel de iguana y el rostro aindiado con el bigotazo negro —pese al tiempo en Espaсa, Pote Gбlvez parecнa reciйn llegado de una cantina culichi—, significaban para Teresa mбs de lo que estaba dispuesta a reconocer. El ex pistolero del Batman Gьemes era, en realidad, su ъltimo vнnculo con aquella tierra. Nostalgias comunes, que no era preciso argumentar. Recuerdos buenos y malos. Lazos pintorescos que afloraban en una frase, un gesto, una mirada. Teresa le prestaba al guarura casetes y cedйs con mъsica mejicana: Josй Alfredo, Chavela, Vicente, los Tucanes, los Tigres, hasta una cinta preciosa que tenнa de Lupita D'Alessio —serй tu amante o lo que tenga que ser / serй lo que me pidas tъ—; de modo que, al pasar bajo la ventana del cuarto que Pote Gбlvez ocupaba en un extremo de la casa, oнa esas canciones una y otra vez. Y en ocasiones, cuando ella estaba en el salуn, leyendo u oyendo mъsica, el sinaloense se paraba un momento, respetuoso, alejado, tendiendo la oreja desde el pasillo o la puerta con la mirada impasible, muy fija, que en йl hacнa las veces de sonrisa. Nunca hablaban de Culiacбn, ni de los acontecimientos que hicieron cruzarse sus caminos. Tampoco del difunto Gato Fierros, integrado hacнa mucho tiempo en los cimientos de un chalet en Nueva Andalucнa. Tan sуlo una vez cambiaron algunas palabras sobre todo aquello, la Nochebuena en que Teresa dio la jornada libre a la gente del servicio —una doncella, una cocinera, un jardinero, dos guardaespaldas marroquнes de confianza que se relevaban en la puerta y el jardнn— y ella misma se metiу en la cocina y preparу chilorio, jaiba rellena gratinada y tortillas de maнz, y luego le dijo al gatillero te invito a cenar narco, Pinto, que una noche es una noche, уrale que se enfrнa. Y se sentaron en el comedor con candelabros de plata y velas encendidas, uno en cada punta de la mesa, con tequila y cerveza y vino tinto, bien callados los dos, oyendo la mъsica de Teresa y tambiйn la otra, puro Culiacбn y bien pesada, que a Pote Gбlvez le mandaban a veces de allб: Pedro e Inйs y su pinche camioneta gris, El Borrego, El Centenario en la Ram, el corrido de Gerardo, La avioneta Cessna, Veinte mujeres de negro. Saben que soy sinaloense —ahн rolearon juntos oyйndolo, bajito—, pa' quй se meten conmigo. Y cuando para rematar Josй Alfredo cantaba el corrido del Caballo Blanco —la favorita del guarura, que inclinaba un poquito la cabeza y asentнa al escuchar—, ella dijo estamos requetelejos, Pinto; y el otro respondiу йsa es la neta, patrona, pero mбs vale demasiado lejos que demasiado cerca. Luego observу su plato, pensativo, y al fin alzу la vista.

—їNunca pensу en volver, mi doсa?

Teresa lo mirу tan fijamente que el gatillero se removiу en la silla, incуmodo, y desviу los ojos. Abrнa la boca, tal vez para emitir una disculpa, cuando ella sonriу un poco, distante, acercбndose la copa de vino.

—Sabes que no podemos volver —dijo. Pote Gбlvez se rascaba la sien.

—Pos fнjese nomas que yo no, claro. Pero usted tiene medios. Tiene conectes y tiene lana... Seguro que si quisiera lo arreglaba machнn.

—їY tъ quй harнas si yo me volviera?

El gatillero mirу de nuevo su plato, fruncido el ceсo, como si nunca antes se hubiera planteado aquella posibilidad. Pos no sй, patrona, dijo al rato. Sinaloa estб lejos de la chingada, y lo de volver yo lo encuentro mбs lejos todavнa. Pero le insisto en que usted...

—Olvнdalo —Teresa movнa la cabeza entre el humo de un cigarrillo—. No quiero pasar el resto de mi vida atrincherada en la colonia Chapultepec, mirando por encima del hombro.

—No, pues. Pero quй lбstima, oiga. Aquйlla no es una mala tierra.

—уrale.

—Es el Gobierno, patrona. Si no hubiera Gobierno, ni polнticos, ni gringos arriba del Bravo, allн se vivirнa a toda madre... No harнa falta ni la pinche mota ni nada de eso, їverdad?... Con purititos tomates nos arreglбbamos.

Tambiйn estaban los libros. Teresa seguнa leyendo, mucho y cada vez mбs. A medida que transcurrнa el tiempo, se afirmaba en la certeza de que el mundo y la vida eran mбs fбciles de entender a travйs de un libro. Ahora tenнa muchos, en estanterнas de roble donde se alineaban ordenados por tamaсos y por colecciones, llenando las paredes de la biblioteca orientada al sur y al jardнn, con sillones de cuero muy cуmodos y buena iluminaciуn, donde se sentaba a leer de noche o en los dнas de mucho frнo. Con sol salнa al jardнn y ocupaba una de las tumbonas junto a la palapa de la piscina —habнa allн una parrilla donde Pote Gбlvez asaba los domingos carne muy hecha— y permanecнa horas enganchada a las pбginas que pasaba con avidez. Siempre leнa dos o tres libros a la vez: alguno de historia —era fascinante la de Mйxico cuando llegaron los espaсoles, Cortйs y toda aquella bronca—, una novela sentimental o de misterio, y otra de las complicadas, de esas que llevaba mucho tiempo acabбrselas y a veces no conseguнa comprender del todo, pero siempre quedaba, al terminar, la sensaciуn de que algo diferente se te anudaba dentro. Leнa asн, de cualquier manera, mezclбndolo todo. La aburriу un poquito una muy famosa que todo el mundo recomendaba: Cien aсos de soledad —le gustaba mбs Pedro Pбramo—, y disfrutу lo mismo con las policнacas de Agatha Christie y Sherlock Holmes que con otras bien duras de hincarles el diente, como por ejemplo Crнmen y castigo, El rojo y el negro o Los Buddenbrook, que era la historia de una joven fresita y su familia en Alemania hacнa lo menos un siglo, o asн. Tambiйn habнa leнdo un libro antiguo sobre la guerra de Troya y los viajes del guerrero Eneas, donde encontrу una frase que la impresionу mucho: La ъnica salvaciуn de los vencidos es no esperar salvaciуn alguna.

Libros. Cada vez que se movнa junto a los estantes repletos y tocaba el lomo encuadernado de El conde de Montecristo, Teresa pensaba en Pati O'Farrell. Precisamente habнan conversado por telйfono la tarde anterior. Hablaban casi cada dнa, aunque a veces pasaban varios sin verse. Cуmo lo llevas, Teniente, quй tal, Mejicana. Por aquel tiempo Pati renunciaba ya a cualquier actividad directamente relacionada con el negocio. Se limitaba a cobrar y a gastбrselo: perico, alcohol, morras, viajes, ropa. Se iba a Parнs o a Miami o a Milбn y se lo pasaba a toda madre, muy en su lнnea, sin preocuparse de mбs. Para quй, decнa, sн tъ pilotas como Dios. Seguнa metiйndose en lнos, pequeсos conflictos que era fбcil resolver con sus amistades, con dinero, con las gestiones de Teo. El problema era que la nariz y la salud se le estaban cayendo a pedazos. Mas de un gramo diario, taquicardias, problemas dentales. Ojeras. Oнa ruidos extraсos, dormнa mal, ponнa mъsica y la quitaba a los pocos minutos, entraba en la baсera o la piscina y salнa de pronto, presa de un ataque de ansiedad. Tambiйn era ostentosa, e imprudente. Charlatana. Hablaba demasiado, con cualquiera. Y cuando Teresa se lo echaba en cara, midiendo mucho las palabras, la otra se rebotaba provocadora, mi salud y mi coсo y mi vida y mi parte del negocio son mнos, decнa, y yo no ando fisgando en tus historias con Teo ni en cуmo llevas las putas finanzas. El caso estaba perdido hacнa tiempo; y Teresa, en un conflicto del que ni los sensatos consejos de Oleg Yasikov —seguнa viйndose con el ruso de vez en cuando— bastaban para iluminar la salida. Habrб un mal final para esto, habнa dicho el hombre de Solntsevo. Sн. Lo ъnico que deseo, Tesa, es que no te salpique demasiado. Cuando llegue. Y que las decisiones no tengas que tomarlas tъ.

—Ha telefoneado el seсor Aljarafe, patrona. Dice que ya se hizo la machaca.

—Gracias, Pinto.

Cruzу el jardнn seguida de lejos por el guarura. La machaca era el ъltimo pago hecho por los italianos, a una cuenta de Gran Caimбn vнa Liechtenstein y con un quince por ciento blanqueado en un banco de Zъrich. Era una buena noticia mбs. El puente aйreo seguнa funcionando con regularidad, los bombardeos de fardos de droga con balizas GPS desde aviones a baja altura —innovaciуn tйcnica del doctor Ramos— daban excelente resultado, y una nueva ruta abierta con los colombianos a travйs de Haitн, la Repъblica Dominicana y Jamaica, estaba dando una rentabilidad asombrosa. La demanda de cocaнna base para laboratorios clandestinos en Europa seguнa creciendo, y Transer Naga acababa de conseguir, gracias a Teo, una buena conexiуn para lavar dуlares a travйs de la loterнa de Puerto Rico. Teresa se preguntу hasta cuбndo iba a durar aquella suerte. Con Teo, la relaciуn profesional era уptima; y la otra, la privada —nunca se habrнa extendido a calificarla de sentimental—, discurrнa por cauces razonables. Ella no lo recibнa en su casa de Guadalmina; se encontraban siempre en hoteles, casi todas las veces durante viajes de trabajo, o en una casa antigua que йl habнa hecho rehabilitar en la calle Ancha de Marbella. Ninguno de los dos ponнa en juego mбs que lo necesario. Teo era amable, educado, eficaz en la intimidad. Hicieron juntos algъn viaje por Espaсa y tambiйn a Francia e Italia —a Teresa la aburriу Parнs, la decepcionу Roma y la fascinу Venecia—, pero ambos eran conscientes de que su relaciуn discurrнa en un terreno acotado. Sin embargo, la presencia del hombre incluнa momentos quizб intensos, o especiales, que para Teresa conformaban una especie de бlbum mental, como fotos capaces de reconciliarla con ciertas cosas y con algunos aspectos de su propia vida. El placer esmerado y atento que йl le proporcionaba. La luz en las piedras del Coliseo mientras atardecнa entre los pinos romanos. Un castillo muy antiguo cerca de un rнo inmenso de orillas verdes llamado Loira, con un pequeсo restaurante donde por primera vez ella probу el foie—gras y un vino que se llamaba Chвteau Margaux. Y aquel amanecer en que fue hasta la ventana y vio la laguna de Venecia como una lбmina de plata bruсida que enrojecнa poco a poco mientras las gуndolas, cubiertas de nieve, cabeceaban en el muelle blanco frente al hotel. Hнjole. Despuйs Teo la habнa abrazado por detrбs, desnudo como ella, contemplando juntos el paisaje. Para vivir asн, susurrу йl en su oнdo, mбs vale no morirse. Y Teresa rнo. Se reнa a menudo con Teo, por su forma divertida de ver la existencia, sus chistes correctos, su humor elegante. Era culto, habнa viajado y leнdo —le recomendaba o regalaba libros que casi siempre a ella le gustaban mucho—, sabнa tratar a los meseros, a los conserjes de los hoteles caros, a los polнticos, a los banqueros. Tenнa clase en las maneras, en las manos que movнa de un modo muy atractivo, en el perfil moreno y delgado de бguila espaсola. Y cogнa padrнsimo, porque era un tipo esmerado y frнo de cabeza. Sin embargo, segъn los momentos podнa ser torpe o inoportuno como el que mбs. A veces hablaba de su mujer y sus hijas, de problemas conyugales, soledades y cosas asн; y ella dejaba en el acto de prestar atenciуn a sus palabras. Resultaba bien extraсo el afбn de algunos hombres por establecer, aclarar, definir, justificarse, hacer cuentas que nadie pedнa. Ninguna mujer necesitaba tantas chingaderas. Por lo demбs, Teo era listo. Ninguno llegу nunca a decirle te quiero al otro, ni nada parecido. En Teresa era incapacidad, y en Teo minuciosa prudencia. Sabнan a quй atenerse. Como decнan en Sinaloa, puercos, pero no trompudos.


 

14.

Y van a sobrar sombreros

Era cierto que la suerte iba y venнa. Despuйs de una buena temporada, aquel aсo empezу mal y empeorу en primavera. La mala fortuna se combinaba con otros problemas. Una Skymaster 337 con doscientos kilos de cocaнna fue a estrellarse cerca de Tabernas durante un vuelo nocturno, y Karasek, el piloto polaco, muriу en el accidente. Eso puso sobre alerta a las autoridades espaсolas, que intensificaron la vigilancia aйrea. Poco despuйs, ajustes de cuentas internos entre los traficantes marroquнes, el ejйrcito y la Gendarmerнa Real complicaron las relaciones con la gente del Rif. Varias gomas fueron aprehendidas en circunstancias poco claras a uno y otro lado del Estrecho, y Teresa tuvo que viajar a Marruecos para normalizar la situaciуn. El coronel Abdelkader Chaib habнa perdido influencia tras la muerte del viejo rey Hassan II, y establecer redes seguras con los nuevos hombres fuertes del hachнs llevу cierto tiempo y mucho dinero. En Espaсa, la presiуn judicial, alentada por la prensa y la opiniуn pъblica, se hizo mбs fuerte: algunos legendarios amos da fariсa cayeron en Galicia, e incluso el fuerte clan de los Corbeira tuvo problemas. Y al comienzo de la primavera, una operaciуn de Transer Naga terminу en desastre inesperado cuando en alta mar, a medio camino entre las Azores y el cabo San Vicente, el mercante Aurelio Carmona fue abordado por Vigilancia Aduanera, llevando en sus bodegas bobinas de lino industrial en envases metбlicos, cuyo interior iba forrado de placas de plomo y aluminio para que ni los rayos X ni los rayos lбser detectaran las cinco toneladas de cocaнna que se ocultaban dentro. No puede ser, fue el comentario de Teresa al conocer la noticia. Primero, que tengan esa informaciуn. Segundo, porque llevamos semanas siguiendo los movimientos del pinche Petrel —la embarcaciуn de abordaje de Aduanas—, y йste no se ha movido de su base. Para eso tenemos y pagamos un hombre allн dentro. Y entonces el doctor Ramos, fumando con tanta calma como si en vez de perder ocho toneladas hubiese perdido una lata de tabaco para su pipa, respondiу por eso no saliу el Petrel, jefa. Lo dejaron tranquilito en el puerto, para confiarnos, y salieron en secreto con sus equipos de abordaje y sus Zodiac en un remolcador que les prestу Marina Mercante. Esos chicos saben que tenemos un topo infiltrado en Vigilancia Aduanera, y nos devuelven la jugada.

Teresa estaba inquieta con lo del Aurelio Carmona. No por la captura de la carga —las pйrdidas se alineaban en columnas frente a las ganancias, e iban incluidas en las previsiones del negocio—, sino por la evidencia de que alguien habнa puesto el dedo y Aduanas manejaba informaciуn privilegiada. En йsta nos rompieron bien la madre, decidiу. Se le ocurrнan tres fuentes para el picazo: los gallegos, los colombianos y su propia gente. Aunque sin enfrentamientos espectaculares, seguнa la rivalidad con el clan Corbeira, entre discretas zancadillas y una especie de aquн te espero, no harй nada para tiznarte pero como resbales ahн nos vemos. De ellos, a partir de los proveedores comunes, podнa venir el problema. Si se trataba de los colombianos, la cosa tenнa poco arreglo; sуlo quedaba pasarles el dato y que actuaran en consecuencia, depurando responsabilidades entre sus filas. Quedaba, como tercera posibilidad, que la informaciуn saliera de Transer Naga: En previsiуn de eso, era necesario adoptar nuevas precauciones: limitar el acceso a la informaciуn importante y tender celadas con datos marcados para seguir su pista, a ver dуnde terminaban. Pero eso llevaba tiempo. Conocer al pбjaro por la cagada.

—їHas pensado en Patricia? —preguntу Teo. —No friegues, gьey. No seas cabrуn.

Estaban en La Almoraima, a un paso de Algeciras: un antiguo convento entre espesos alcornocales que se habнa convertido en pequeсo hotel, con restaurante especializado en caza. A veces iban un par de dнas, ocupando una de las habitaciones sobrias y rъsticas abiertas al antiguo claustro. Habнan cenado pata de venado y peras al vino tinto, y ahora fumaban y bebнan coсac y tequila. La noche era agradable para la йpoca, y por la ventana abierta escuchaban. el canto de los grillos y el rumor de la vieja fuente.

—No digo que estй pasando informaciуn a nadie —dijo Teo—. Sуlo que se ha vuelto habladora. E imprudente. Y se relaciona con gente a la que no controlamos.

Teresa mirу hacia el exterior, la luz de la luna filtrбndose entre las hojas de parra, los muros encalados y los vetustos arcos de piedra: otro lugar que le recordaba a Mйxico. De ahн a descubrir cosas como la del barco, respondiу, hay mucho trecho. Ademбs, їa quiйn se lo iba a contar? Teo la estudiу un poco sin decir nada. No hace falta nadie en especial, opinу al cabo. Ya has visto cуmo anda ъltimamente; se pierde en divagaciones y fantasнas sin sentido, en paranoias raras y caprichos. Y habla por los codos. Basta una indiscreciуn aquн, un comentario allб, para que alguien saque conclusiones. Tenemos una mala racha, con los jueces encima y la gente presionando. Incluso Tomбs Pestaсa guarda las distancias en los ъltimos tiempos, por si acaso. Йse las ve venir de lejos, como los reumбticos que presienten la lluvia. Todavнa podemos manejarlo; pero si hay escбndalos y demasiadas presiones y las cosas se tuercen, acabarб volviйndonos la espalda.

Aguantarб. Sabemos mucho sobre йl.

—No siempre saber es suficiente —Teo hizo un gesto mundano—. En el mejor de los casos, eso puede neutralizarlo; pero no obligarlo a seguir... Tiene sus propios problemas. Demasiados policнas y jueces pueden asustarlo. Y no es posible comprar a todos los policнas y a todos los jueces —la mirу con fijeza—. Ni siquiera nosotros podemos.

—No pretenderбs que agarre a Pati y le haga echar el mole hasta que nos cuente lo que dice y lo que no dice.

—No. Me limito a aconsejar que la dejes al margen. Tiene lo que quiere, y maldita la falta que nos hace que siga al corriente de todo.

—Eso no es verdad.

—Pues de casi todo. Entra y sale como Pedro por su casa —Teo se tocу la nariz significativamente—. Estб perdiendo el control. Hace tiempo que ocurre. Y tъ tambiйn lo pierdes... Me refiero al control sobre ella.

Ese tono, se dijo Teresa. No me gusta ese tono. Mi control es cosa mнa.

—Sigue siendo mi socia —opuso, irritada—. Tu patrona.

Una mueca divertida animу la boca del abogado, que la mirу como preguntбndose si hablaba en serio, pero no dijo nada. Es curioso lo vuestro, habнa comentado una vez. Esa relaciуn extraсa en torno a una amistad que dejу de existir. Si tienes deudas, las has pagado de sobra. En cuanto a ella...

—Lo que sigue es enamorada de ti —dijo al fin Teo, tras el silencio, agitando con suavidad el coсac en su enorme copa—. Йse es el problema.

Iba deslizando las palabras en voz baja, casi una por una. No te metas ahн, pensaba Teresa. Tъ no. Precisamente tъ.

—Es raro oнrte decir eso —respondiу—. Ella nos presentу. Fue quien te trajo.

Teo frunciу los labios. Apartу la vista y volviу a mirarla. Parecнa reflexionar, como quien duda entre dos lealtades o mбs bien sopesa una de ellas. Una lealtad remota, desvaнda. Caduca.

—Nos conocemos bien —apuntу al fin—. O nos conocнamos. Por eso sй lo que digo. Desde el principio ella sabнa quй iba a pasar entre tъ y yo... No sй lo que hubo en El Puerto de Santa Marнa, ni me importa. Nunca te lo preguntй. Pero ella no olvida.

—Y sin embargo —insistiу Teresa—, Pati nos acercу a ti y a mн.

Teo retuvo aire como si fuera a suspirar, pero no lo hizo. Miraba su anillo de casado, en la mano izquierda apoyada sobre la mesa.

A lo mejor te conoce mejor de lo que crees —dijo—. Quizб pensу que necesitabas a alguien en varios sentidos. Y que conmigo no habнa riesgos.

—їQuй riesgos?

—Enamorarte. Complicarte la vida —la sonrisa del abogado restaba importancia a sus palabras—... Tal vez me vio como sustituto, no como adversario. Y, segъn se mire, tenнa razуn. Nunca me has dejado ir mбs allб.

—Empieza a no gustarme esta conversaciуn. Como si acabara de escuchar a Teresa, Pote Gбlvez apareciу en la puerta. Llevaba un telйfono mуvil en la mano y estaba mбs sombrнo que de costumbre. Quihubo, Pinto. El gatillero parecнa indeciso, apoyбndose primero sobre un pie y luego en otro, sin franquear el umbral. Respetuoso. Lamentaba muchнsimo interrumpir, dijo al fin. Pero le latнa que era importante. Al parecer, la seсora Patricia andaba en problemas.

Era algo mбs que un problema, comprobу Teresa en la sala de urgencias del hospital de Marbella. La escena resultaba propia de sбbado por la noche: ambulancias afuera, camillas, voces, gente en los corredores, trajнn de mйdicos y enfermeras. Encontraron a Pati en el despacho de un jefe de servicio complaciente: chaqueta sobre los hombros, pantalуn sucio de tierra, un cigarrillo medio consumido en el cenicero y otro entre los dedos, una contusiуn en la frente y manchas de sangre en las manos y la blusa. Sangre ajena. Tambiйn habнa dos policнas uniformados en el pasillo, una joven muerta en una camilla, y un coche, el nuevo Jaguar descapotable de Pati, destrozado contra un бrbol en una curva de la carretera de Ronda, con botellas vacнas en el suelo y diez gramos de cocaнna espolvoreados sobre los asientos.

—Una fiesta —explicу Pati—... Venнamos de una puta fiesta.

Tenнa la lengua torpe y la expresiуn aturdida, como si no alcanzase a comprender lo que pasaba. Teresa conocнa a la muerta, una joven agitanada que en los ъltimos tiempos acompaсaba siempre a Pati: dieciocho reciйn cumplidos pero viciosa como de cincuenta largos, con mucho trote y ninguna vergьenza. Habнa fallecido en el acto, hasta arriba de todo, al golpearse la cara contra el parabrisas, la falda subida hasta las ingles, justo cuando Pati le acariciaba el coсo a ciento ochenta por hora. Un problema mбs y un problema menos, murmurу Teo con frialdad, cambiando una mirada de alivio con Teresa, la difunta de cuerpo presente, una sбbana por encima teсida de color rojo a un lado de la cabeza —la mitad de los sesos, contaba alguien, se quedaron sobre el capу, entre cristales rotos—. Pero mнrale el lado bueno. їO no?... A fin de cuentas nos libramos de esta pequeсa guarra. De sus golferнas y sus chantajes. Era una compaснa peligrosa, dadas las circunstancias. En cuanto a Pati, y hablando de quitarse de en medio, Teo se preguntaba cуmo habrнan quedado las cosas si...

—Cierra la boca —dijo Teresa— o juro que te mueres.

La sobresaltaron aquellas palabras. Se vio de pronto con ellas en la boca, sin pensarlas, escupiйndolas igual que venнan: en voz baja, sin reflexiуn ni cбlculo alguno. —Yo sуlo... —empezу a decir Teo.

Su sonrisa parecнa congelada de golpe, y observaba a Teresa como si la viera por primera vez. Luego mirу alrededor con desconcierto, temiendo que alguien hubiese oнdo. Estaba pбlido.

—Sуlo bromeaba —dijo al fin.

Parecнa menos atractivo asн, humillado. O asustado. Y Teresa no respondiу. Йl era lo de menos. Estaba concentrada en sн misma. Se hurgaba adentro, buscando el rostro de la mujer que habнa hablado en su lugar.



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