Amigos tengo en mi tierra, los que dicen que me quieren 


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Amigos tengo en mi tierra, los que dicen que me quieren



El juez Martнnez Pardo no era un tipo simpбtico. Hablй con йl durante los ъltimos dнas de mi encuesta: veintidуs minutos de conversaciуn poco agradable en su despacho de la Audiencia Nacional. Accediу a recibirme a regaсadientes, y sуlo despuйs de que yo le hiciera llegar un grueso informe con el estado de mis investigaciones. Su nombre figuraba en йl, naturalmente junto a muchas otras cosas. La elecciуn de costumbre era quedarse dentro de modo confortable, o quedarse fuera. Decidiу quedarse dentro, con su propia versiуn de los hechos. Venga y hablemos, dijo al fin, cuando se puso al telйfono. Asн que fui a la Audiencia, me dio secamente la mano y nos sentamos a hablar, uno a cada lado de su mesa oficial, con bandera y retrato del rey en la pared. Martнnez Pardo era bajo, rechoncho, con barba canosa que no llegaba a taparle del todo una cicatriz que le recorrнa la mejilla izquierda. Estaba lejos de ser uno de los jueces estrella que aparecнan en la televisiуn y los periуdicos. Gris y eficaz, decнan. Con mala leche. La cicatriz provenнa de un viejo episodio: sicarios colombianos contratados por narcos gallegos. Tal vez era eso lo que le agriaba el carбcter.

Empezamos comentando la situaciуn de Teresa Mendoza. Lo que la habнa llevado a donde estaba, y el giro que su vida iba a dar en las prуximas semanas, si lograba mantenerse viva. De eso no sй, dijo Martнnez Pardo. Yo no trabajo con el futuro de la gente, excepto para asegurar treinta aсos de condena cuando puedo. Mi asunto es el pasado. Hechos y pasado. Delitos. Y de йsos, Teresa Mendoza cometiу muchos.

—Se sentirб frustrado, entonces —apuntй—. Tanto trabajo para nada.

Era mi forma de corresponder a su poca simpatнa. Me mirу por encima de las gafas de lectura que tenнa en la punta de la nariz. No parecнa un hombre feliz. Desde luego, no un juez feliz.

—La tenнa —dijo.

Luego se quedу callado, como considerando si esas dos palabras eran oportunas. Tambiйn los jueces grises y eficaces tienen su corazoncito, me dije. Su vanidad personal. Sus frustraciones. La tenнas pero ya no la tienes. Se te fue entre los dedos, de vuelta a Sinaloa.

—їCuбnto tiempo anduvo tras ella?

—Cuatro aсos. Un trabajo largo. No resultaba fбcil acumular hechos y pruebas de su implicaciуn. Su infraestructura era muy buena. Muy inteligente. Todo estaba lleno de mecanismos de seguridad, compartimentos estancos. Desmontabas algo y todo morнa ahн. Imposible probar las conexiones hacia arriba.

—Pero usted lo hizo.

Sуlo en parte, concediу Martнnez Pardo. Habrнa necesitado mбs tiempo, mбs libertad de trabajo. Pero no los tuvo. Esa gente se movнa en ciertos ambientes, incluida la polнtica. Incluido el suyo, el del propio juez. Eso permitiу a Teresa Mendoza ver venir de lejos algunos golpes y pararlos. O minimizar las consecuencias. En aquel caso concreto, aсadiу, йl iba bien. Sus ayudantes iban bien. Estaban a punto de coronar una labor larga y paciente. Cuatro aсos, me habнa dicho, tejiendo la tela de araсa. Y de pronto se acabу todo.

—їEs cierto que lo convencieron desde el ministerio de justicia?

—Eso estб fuera de lugar —se habнa echado hacia atrбs en el sillуn y me observaba, molesto—. Me niego a responder.

—Cuentan que el propio ministro se encargу de presionarlo, de acuerdo con la embajada de Mйxico. Levantу una mano. Un gesto desagradable. Una mano autoritaria, de juez en ejercicio. Si continъa por ese camino, advirtiу, terminarб esta conversaciуn. A mн no me ha presionado nadie, nunca.

—Explнqueme entonces por quй al final no hizo nada contra Teresa Mendoza.

Considerу un poco mi pregunta, tal vez para decidir si el verbo explнqueme implicaba desacato. Al fin decidiу absolverme. In dubio pro reo. O algo asн.

—Ya se lo he dicho —apuntу—. No tuve tiempo para reunir material suficiente.

—їA pesar de Teo Aljarafe?

Otra vez me mirу como antes. Ni yo ni mis preguntas le gustбbamos, y aquello no mejoraba las cosas. —Todo lo que se refiere a ese nombre es confidencial.

Me permitн una sonrisa moderada. Venga, juez. A estas alturas.

—Ya da lo mismo —dije—. Supongo. —Pues a mн no me lo da.

Lo meditй unos instantes. Le propongo un pacto, concluн en voz alta. Yo dejo fuera al ministerio de justicia, y usted me cuenta lo de Aljarafe. Un trato es un trato.

Cambiй la sonrisa moderada por un gesto de solicitud amable mientras йl reflexionaba. De acuerdo, dijo. Pero me reservo algunos detalles.

—їEs cierto que usted le ofreciу inmunidad a cambio de informaciуn?

—No voy a contestar a eso.

Mal empezamos, me dije. Asentн un par de veces con aire pensativo antes de volver a la carga:

Aseguran que lo acosу mucho. Que reuniу un buen dossier sobre йl y luego se lo puso delante de las narices. Y que no fue nada de narcotrбfico. Que lo agarrу por el lado fiscal.

—Puede ser.

Me miraba impasible. Tъ planteas y yo confirmo. No me pidas mucho mбs.

—їTranser Naga?

—No.

—Sea amable, juez. Corresponda a lo buen chico que soy.

De nuevo lo pensу un poco. A fin de cuentas, debiу de concluir, estoy en esto. Ese punto es mбs o menos conocido y estб resuelto.

—Admito —dijo— que las empresas de Teresa Mendoza fueron siempre impermeables a nuestros esfuerzos, pese a que nos constaba que mбs del setenta por ciento del trбfico al Mediterrбneo pasaba por sus manos... Los puntos dйbiles del seсor Aljarafe se referнan al dinero propio. Inversiones irregulares, movimientos de dinero. Cuentas personales extranjeras. Su nombre apareciу en un par de transacciones exteriores poco claras. Habнa materia.

—Dicen que tenнa propiedades en Miami.

—Sн. Que nosotros supiйramos, una casa de mil metros cuadrados que acababa de comprar en Coral Gables, con cocoteros y muelle propio incluido, y un piso de lujo en Coco Plum: un lugar frecuentado por abogado, banqueros y brokers de Wall Street. Todo, por lo visto a espaldas de Teresa Mendoza.

—Unos ahorrillos. —Podrнamos decirlo asн. Y usted lo agarrу por los huevos. Y lo asustу.

Otra vez se echу hacia atrбs en el sillуn. Dura Lex, sed Lex. Duralex.

—Eso es improcedente. No le tolero ese lenguaje.

Empiezo a estar un poco harto, me dije. De este gilipollas.

—Tradъzcalo a su gusto, entonces.

—Decidiу colaborar con la justicia. Asн de simple. —їA cambio de...?

A cambio de nada.

Me lo quedй mirando. A tu tнa. Cuйntaselo a tu tнa. Teo Aljarafe jugбndose el cuello por amor al arte. —їY cуmo reaccionу Teresa Mendoza al averiguar que su experto fiscal trabajaba para el enemigo? —Eso lo sabe usted igual que yo.

—Bueno. Sй lo que todos. Tambiйn que ella lo usу como seсuelo en la operaciуn del hachнs ruso... Pero no me referнa a eso.

Lo del hachнs ruso empeorу la cosa. Conmigo no te pases de listo, decнa su cara.

—Entonces —sugiriу— pregъntele a ella, si puede. —A lo mejor puedo.

—Dudo que esa mujer acepte entrevistas. Y mucho menos en su actual situaciуn.

Decidн hacer un ъltimo intento. —їCуmo ve usted esa situaciуn?

—Yo estoy fuera —respondiу, con cara de pуker—. Ni veo ni dejo de ver. Teresa Mendoza ya no es asunto mнo.

Luego se quedу callado, hojeу distraнdo algunos documentos que tenнa sobre la mesa, y pensй que habнa concluido la conversaciуn. Conozco mejores formas de perder el tiempo, resolvн. Me levantaba irritado, listo pata despedirme. Pero ni siquiera un disciplinado funcionario del Estado como el juez Martнnez Pardo podнa sustraerse al escozor de ciertas heridas. O a justificarse. Seguнa sentado, sin levantar la vista de los documentos. Y entonces, de pronto, me compensу la entrevista.

—Dejу de serlo tras la visita del americano aquel —aсadiу con rencor—. El tipo de la DEA.

El doctor Ramos, que tenнa un peculiar sentido del humor, habнa asignado el nombre en clave de Tierna infancia a la operaciуn de veinte toneladas de hachнs para el Mar Negro. Las pocas personas que estaban al corriente llevaban dos semanas planificбndolo todo con minuciosidad casi militar; y aquella maсana, por boca de Farid Lataquia y despuйs de que йste cerrara con sonrisa satisfecha su telйfono mуvil tras hablar un rato en clave, supieron que el libanйs habнa encontrado en el puerto de Alhucemas el barco adecuado para hacer de nodriza: un vetusto palangrero de treinta metros de eslora rebautizado Tarfaya, propiedad de una sociedad pesquera hispanomarroquн. A esas horas, por su parte, el doctor Ramos coordinaba los movimientos del Xoloitzcuintle: un portacontenedores de pabellуn alemбn, tripulado por polacos y filipinos, que hacнa regularmente la ruta entre la costa atlбntica americana y el Mediterrбneo oriental, y en ese momento navegaba entre Recife y Veracruz. Tierna infancia tenнa un segundo frente, o trama paralela, donde jugaba un papel decisivo un tercer barco, esta vez buque de carga general con ruta prevista entre Cartagena, Colombia, y el puerto griego de El Pireo sin escalas intermedias. Se llamaba Luz Angelita; y aunque estaba matriculado en el puerto colombiano de Temuco, navegaba con pabellуn camboyano por cuenta de una compaснa chipriota. Mientras que sobre el Tarfaya y el Xoloitzcuintle recaerнa la parte delicada de la operaciуn, el papel asignado al Luz Angelita y a sus armadores era simple, rentable y sin riesgos: limitarse a hacer de seсuelo. —Todo a punto —recapitulу el doctor Ramosen diez dнas.

Se quitу la pipa de la boca para ahogar un bostezo. Eran casi las once de la maсana, despuйs de una larga noche de trabajo en la oficina de Sotogrande: una casa con jardнn dotada de las mбs modernas medidas de seguridad y contravigilancia electrуnica, que desde hacнa dos aсos sustituнa al antiguo apartamento del puerto deportivo. Pote Gбlvez montaba guardia en el vestнbulo, dos vigilantes recorrнan el jardнn, y en la sala de juntas habнa un televisor, un PC portбtil con impresora, dos telйfonos mуviles codificados, un panel para grбficos con rotuladores delebles puesto sobre un caballete, tazas de cafй sucias y ceniceros repletos de colillas sobre la gran mesa de reuniones. Teresa acababa de abrir la ventana para que se ventilase aquello. La acompaсaban, ademбs del doctor Ramos, Farid Lataquia y el operador de telecomunicaciones de Teresa, un joven ingeniero gibraltareсo de toda confianza llamado Alberto Rizocarpaso. Era lo que el doctor llamaba el gabinete de crisis: el grupo cerrado que constituнa el estado mayor operativo de Transer Naga.

—El Tarfaya —estaba diciendo Lataquia— va a esperar en Alhucemas, limpiando bodegas. Puesta a punto y combustible. Inofensivo. Tranquilito. No lo sacaremos hasta dos dнas antes de la cita.

—Me parece bien —dijo Teresa—. No quiero tenerlo una semana paseando por ahн mientras llama la atenciуn.

—Descuide. Me ocupo yo mismo. —їTripulantes?

—Todos marroquнes. El patrуn Cherki. Gente de Ahmed Chakor, como de costumbre.

Ahmed Chakor no siempre es de fiar. —Depende de lo que se le pague —el libanйs sonreнa. Todo estб en funciуn de lo que se me pague a mн, decнa aquella sonrisa—. Esta vez no correremos riesgos.

O sea, que tambiйn esta vez te embolsas una comisiуn extra, se dijo Teresa. Pesquero mбs barco mбs gente de Chakor igual a una lana. Vio que Lataquia acentuaba la sonrisa, adivinando lo que ella pensaba. Al menos este hijo de la chingada no lo oculta, decidiу. Lo hace a la descubierta, con toda naturalidad. Y siempre sabe dуnde estб el lнmite. Luego se volviу al doctor Ramos. Quй hay de las gomas, quiso saber. Cuбntas unidades para el transbordo. El doctor tenнa desplegada sobre la mesa la carta 773 del almirantazgo britбnico, con toda la costa marroquн detallada entre Ceuta y Melilla. Seсalу un punto con el caсo de la pipa, tres millas al norte, entre el peсуn de Vйlez de la Gomera y el banco de Xauen.

—Hay disponibles seis embarcaciones —dijo—. Para dos viajes de mil setecientos kilos mбs o menos cada una... Con el pesquero moviйndose a lo largo de esta lнnea, asн, todo puede estar resuelto en menos de tres horas. Cinco, si la mar se pone molesta. La carga ya estб lista en Bab Berret y Ketama. Los puntos de embarque serбn Rocas Negras, Cala Traidores y la boca del Mestaxa.

—їPor quй repartirlo tanto?... їNo es mejor todo de golpe?

El doctor Ramos la mirу, grave. Viniendo de otra persona, la pregunta habrнa ofendido al tбctico de Transer Naga; pero, con Teresa, aquello resultaba normal. Solнa supervisarlo todo hasta el menor detalle. Era bueno para ella y bueno para los demбs, porque las responsabilidades de йxitos y de fracasos siempre eran compartidas, y no hacнa falta andar luego con demasiadas explicaciones. Minuciosa, solнa comentar Farid Lataquia en su grбfico estilo mediterrбneo, hasta machacarte los huevos. Nunca delante de ella, por supuesto. Pero Teresa lo sabнa. En realidad lo sabнa todo de todos. De pronto se encontrу pensando en Teo Aljarafe. Asunto pendiente, tambiйn a resolver en los prуximos dнas. Se corrigiу por dentro. Lo sabнa casi todo de casi todos.

—Veinte mil kilos juntos en una sola playa son muchos kilos —explicaba el doctor—, incluso con los mehanis de nuestra parte... Prefiero no llamar tanto la atenciуn. Asн que se lo planteamos a los marroquнes como si se tratara de tres operaciones distintas. La idea es embarcar la mitad de la carga en el punto uno con las seis gomas a la vez, un cuarto en el punto dos con sуlo tres gomas, y el otro cuarto en el tercer punto, con las tres restantes... Asн reduciremos el riesgo y nadie tendrб que volver a cargar al mismo sitio.

—їQuй tiempo hay previsto?

—En esta йpoca no puede ser muy malo. Tenemos un margen de tres dнas, el ъltimo con la luna casi en oscuro, en el primer creciente. A lo mejor tenemos niebla, y eso puede complicar las citas. Pero cada goma llevarб un GPS, y el pesquero tambiйn. —їComunicaciones?

—Las de costumbre: mуviles donados o en clave para las gomas y el pesquero, Internet para el barco grande... Boquitoquis STU para la maniobra.

—Quiero a Alberto en la mar, con todos sus aparatos.

Asintiу Rizocarpaso, el ingeniero gibraltareсo. Era rubio, con cara aniсada, casi lampiсo. Introvertido. Muy eficaz en su registro. Llevaba siempre las camisas y los pantalones arrugados de pasar horas delante de un receptor de radio o del teclado de un ordenador. Teresa lo habнa reclutado porque era capaz de camuflar los contactos y operaciones a travйs de Internet, desviбndolo todo bajo la cobertura ficticia de paнses sin acceso para las policнas europeas y norteamericana: Cuba, India, Libia, Irak. En cuestiуn de minutos podнa abrir, usar y dejar dormidas varias direcciones electrуnicas camufladas tras servidores locales de esos u otros paнses, recurriendo a nъmeros de tarjetas de crйdito robadas o de testaferros. Tambiйn era experto en estenografнa y en el sistema de encriptado PGP.

—їQuй barco? —preguntу el doctor.

—Uno cualquiera, deportivo. Discreto. El Fairline Squadron que tenemos en Banъs puede valer —Teresa le indicу al ingeniero una amplia zona en la carta nбutica, a poniente de Alborбn—. Coordinarбs las comunicaciones desde allн.

El gibraltareсo modulу una sonrisita estoica. Lataquia y el doctor lo miraban guasones; todos sabнan que se mareaba en el mar como un caballo de tiovivo, pero sin duda Teresa tenнa sus razones.

—їDуnde serб el encuentro con el Xoloнtzcuintle? —quiso saber Rizocarpaso—. Hay zonas donde la cobertura es mala.

—Lo sabrбs a su debido tiempo. Y si no hay cobertura, usaremos la radio camuflбndonos en canales pesqueros. Frases establecidas para cambios de una frecuencia a otra, entre los ciento veinte y los ciento cuarenta megaherzios. Prepara una lista.

Sonу uno de los telйfonos. La secretaria de la oficina de Marbella habнa recibido una comunicaciуn de la embajada de Mйxico en Madrid. Solicitaban que la seсora Mendoza recibiese a un alto funcionario para tratar un asunto urgente. Cуmo de urgente, quiso saber Teresa. No lo han dicho, fue la respuesta. Pero el funcionario ya estб aquн. Mediana edad, bien vestido. Muy elegante. Su tarjeta dice Hйctor Tapia, secretario de embajada. Lleva quince minutos sentado en el vestнbulo. Y lo acompaсa otro caballero.

—Gracias por recibirnos, seсora.

Conocнa a Hйctor Tapia. Lo habнa tratado superficialmente unos aсos atrбs, durante las gestiones con la embajada de Mйxico en Madrid para resolver el papeleo de su doble nacionalidad. Una breve entrevista en un despacho del edificio de la Carrera de San Jerуnimo. Algunas palabras medio cordiales, la firma de documentos, el tiempo de un cigarrillo, un cafй, una charla intrascendente. Lo recordaba educadнsimo, discreto. Pese a estar al corriente de todo su currнculum —o quizбs a causa de eso mismo—, la habнa recibido con amabilidad, reduciendo los trбmites al mнnimo. En casi doce aсos, era el ъnico contacto directo que Teresa habнa mantenido con el mundo oficial mejicano.

—Permнtame presentarle a don Guillermo Rangel. Norteamericano.

Se le veнa incуmodo en la salita de reuniones forrada de nogal oscuro, como quien no estб seguro de hallarse en el lugar adecuado. El gringo, sin embargo, parecнa a sus anchas. Miraba la ventana abierta a los magnolios del jardнn, el antiguo reloj de pared inglйs, la calidad de la piel de las butacas, el valioso dibujo de Diego Rivera –Apunte para retrato de Emiliano Zapata— enmarcado en la pared.

—En realidad soy de origen mejicano, como usted —dijo, contemplando todavнa el retrato bigotudo de Zapata, con aire complacido—. Nacido en Austin, Tejas. Mi madre era chicana.

Su espaсol era perfecto, con vocabulario norteсo, apreciу Teresa. Muchos aсos de prбctica. Pelo castaсo a cepillo, hombros de luchador. Polo blanco bajo la chaqueta ligera. Ojos oscuros, бgiles y avisados.

—El seсor —comentу Hйctor Tapia— tiene ciertas informaciones que le gustarнa compartir.

Teresa los invitу a ocupar dos de las cuatro butacas colocadas en torno a una gran bandeja бrabe de cobre martilleado, y ella se sentу en otra, colocando un paquete de Bisonte y el encendedor sobre la mesa. Habнa tenido tiempo de arreglarse un poco: pelo recogido en cola de caballo con un pasador de plata, blusa de seda oscura, pantalуn tejano negro, mocasines, chaqueta de gamuza en el brazo de la butaca.

—No estoy segura de que esas informaciones me interesen —dijo.

El pelo plateado del diplomбtico, la corbata y el traje de corte impecable contrastaban con la apariencia del gringo. Tapia se habнa quitado los lentes de montura de acero y los estudiaba con el ceсo fruncido, como si no estuviera satisfecho del estado de los cristales.

—Йstas sн le interesan—se puso los lentes y la mirу, persuasivo—. Don Guillermo...

El otro levantу una mano grande y chata. Willy. Pueden llamarme Willy. Todo el mundo lo hace.

—Bien. Pues aquн, Willy, trabaja para el Gobierno americano.

—Para la DEA —matizу el otro, sin complejos. Teresa estaba sacando un cigarrillo del paquete. Siguiу haciйndolo sin inmutarse.

—їPerdуn?... їPara quiйn ha dicho?

Se puso el cigarrillo en la boca y buscу el encendedor, pero Tapia se inclinaba ya sobre la mesa, atento, un chasquido, la llama dispuesta.

—De—E—A —repitiу Willy Rangel espaciando mucho las siglas—... Drug Enforcement Administration. Ya sabe. La agencia antidrogas de mi paнs.

—Hнjole. No me diga —Teresa echу el humo observando al gringo—... Muy lejos de sus rumbos, lo veo. No sabнa que su empresa tuviera intereses en Marbella. —Usted vive aquн.

—їY quй tengo yo que ver?

La contemplaron sin decir nada, unos segundos, y luego se miraron el uno al otro. Teresa vio que Tapia enarcaba una ceja, mundano. Es tu asunto, amigo, parecнa apuntar el gesto. Yo sуlo oficio de acуlito.

—Vamos a entendernos, seсora —dijo Willy Rangel—. No estoy aquн por nada que tenga que ver con su modo actual de ganarse la vida. Ni tampoco don Hйctor, que es tan amable de acompaсarme. Mi visita tiene que ver con cosas que ocurrieron hace mucho tiempo...

—Hace doce aсos —puntualizу Hйctor Tapia, como desde lejos. O desde afuera.

Y con otras que estбn a punto de ocurrir. En su tierra.

—Mi tierra, dice.

—Eso es.

Teresa mirу el cigarrillo. No voy a terminбrmelo, decнa el gesto. Tapia lo entendiу a la perfecciуn, pues dirigiу al otro una ojeada inquieta. Уrale que se nos va, acuciaba sin palabras. Rangel parecнa de la misma opiniуn. Asн que fue al grano.

—їLe dice algo el nombre de Cйsar Batman Gьemes?

Tres segundos de silencio, dos miradas pendientes de ella. Echу el humo tan despacio como pudo.

—Pues fнjense que no.

Las dos miradas se cruzaron entre sн. De nuevo a ella.

—Sin embargo —dijo Rangel—, usted lo conociу hace tiempo.

—Quй raro. Entonces nomбs lo recordarнa, їverdad? —mirу el reloj de pared, en busca de un modo cortйs de ponerse en pie y zanjar aquello—... Y ahora, si me disculpan...

Los dos hombres se miraron de nuevo. Entonces el de la DEA sonriу. Lo hizo con una mueca amplia, simpбtica. Casi bonachona. En su oficio, pensу Teresa, alguien que sonrнe asн es que reserva el efecto para las grandes ocasiones.

—Concйdame sуlo cinco minutos mбs —dijo el gringo—. Para contarle una historia.

—Sуlo me gustan las historias con final bien padre.

—Es que este final depende de usted.

Y Guillermo Rangel, a quien todo el mundo llamaba Willy, se puso a contar. La DEA, explicу, no era un cuerpo de operaciones especiales. Lo suyo era recopilar datos de tipo policial, mantener una red de confidentes, pagarlos, elaborar informes detallados sobre actividades relacionadas con la producciуn, trбfico y distribuciуn de drogas, ponerle nombres y apellidos a todo eso y estructurar un caso para que se sostuviera ante un tribunal. Por eso utilizaba agentes. Como йl mismo. Personas que se introducнan en organizaciones de narcotraficantes y actuaban allн. El propio Rangel habнa trabajado asн, primero infiltrado en grupos chicanos de la bahнa de California y luego en Mйxico, como controlador de agentes encubiertos, durante ocho aсos; menos un perнodo de catorce meses que estuvo destinado en Medellнn, Colombia, de enlace entre su agencia y el Bloque de Bъsqueda de la policнa local encargado de la captura y muerte de Pablo Escobar. Y, por cierto, la foto famosa del narco abatido, rodeado por los hombres que lo mataron en Los Olivos, la habнa hecho el propio Rangel. Ahora estaba enmarcada en la pared de su despacho, en Washington D. C.

—No veo quй puede interesarme a mн de todo eso —dijo Teresa.

Apagaba el cigarrillo en el cenicero, sin prisas, pero resuelta a terminar aquella conversaciуn. No era la primera vez que policнas, agentes o traficantes venнan con historias. No tenнa ganas de perder el tiempo.

—Se lo cuento —dijo sencillamente el gringo— para situarle mi trabajo.

—Estб situadнsimo. Y ahora, si me disculpan... Se puso en pie. Hйctor Tapia tambiйn se levantу con reflejo automбtico, abotonбndose la chaqueta. Miraba a su acompaсante, desconcertado e inquieto. Pero Rangel seguнa sentado.

—El Gьero Dбvila era agente de la DEA —dijo con sencillez—. Trabajaba para mн, y por eso lo mataron. Teresa estudiу los ojos inteligentes del gringo, que acechaban el efecto. Ya soltaste el golpe de teatro, pensу. Y ni modo, salvo que te quede mбs parque. Sentнa deseos de reнr a carcajadas. Una risa aplazada doce aсos, desde Culiacбn, Sinaloa. La broma pуstuma del pinche Gьero. Pero se limitу a encoger los hombros.

—Ahora —dijo con mucha sangre frнa—, cuйnteme algo que yo no sepa.

Ni la mires, habнa dicho el Gьero Dбvila. La agenda ni la abras, prietita. Llйvasela a don Epifanio Vargas y cбmbiasela por tu vida. Pero aquella tarde, en Culiacбn, Teresa no pudo resistir la tentaciуn. Pese a lo que pensaba el Gьero, ella tenнa ideas propias, y sentimientos. Tambiйn curiosidad por saber en quй infierno acababan de meterla. Por eso, momentos antes de que el Gato Fierros y Pote Gбlvez aparecieran en el apartamento cercano al mercado Garmendia, infringiу las reglas, pasando pбginas de aquella libreta de piel donde estaban las claves de lo que habнa ocurrido y de lo que estaba a punto de ocurrir. Nombres, direcciones. Contactos a uno y otro lado de la frontera. Tuvo tiempo de asomarse a la realidad antes de que todo se precipitara y se viera huyendo con la Doble Бguila en la mano, sola y aterrorizada, sabiendo exactamente de quй intentaba escapar. Lo resumiу bien aquella misma noche, sin pretenderlo, el propio don Epifanio Vargas. A tu hombre, fue lo que dijo, le gustaban demasiado los albures. Las bromas, el juego. Las apuestas arriesgadas que hasta la incluнan a ella misma. Teresa sabнa todo eso al acudir a la capilla de Malverde con la agenda que nunca debiу leer y que habнa leнdo, maldiciendo al Gьero por semejante forma de ponerla en peligro justo para salvarla. Un razonamiento tнpico del jugador cabrуn aficionado a meter en la boca del coyote su cabeza y la de otros. Si me queman, habнa pensado el hijo de su pinche madre, Teresa no tiene salvaciуn. Inocente o no, son las reglas. Pero habнa una remota posibilidad: demostrar que ella realmente actuaba de buena fe. Porque Teresa nunca habrнa entregado la agenda a nadie, de conocer lo que tenнa dentro. Nunca, de estar al corriente del juego peligroso del hombre que llenу esas pбginas de mortales anotaciones. Llevбndosela a don Epifanio, padrino de Teresa y del propio Gьero, ella demostraba su ignorancia. Su inocencia. Nunca se habrнa atrevido, en caso contrario. Y esa tarde, sentada en la cama del apartamento, pasando las pбginas que eran al mismo tiempo su sentencia de muerte y su ъnica salvaciуn posible, Teresa maldijo al Gьero porque al fin lo comprendнa todo muy bien. Echar a correr sin mбs era condenarse a sн misma a no llegar lejos. Tenнa que entregar la agenda para demostrar precisamente que ignoraba su contenido. Necesitaba tragarse el miedo que le retorcнa las tripas y mantener la cabeza tranquila, la voz neutra en su punto exacto de angustia, la sъplica sincera al hombre en quien el Gьero y ella confiaban. La morra del narco, el animalito asustado. Yo no sй nada. Nomas dнgame usted, don Epifanio, quй iba yo a leer. Por eso seguнa viva. Y por eso ahora, en el saloncito de su despacho de Marbella, el agente de la DEA Willy Rangel y el secretario de embajada Hйctor Tapia la miraban boquiabiertos, uno sentado y el otro de pie, todavнa con los dedos en los botones de la chaqueta.

—їLo ha sabido todo este tiempo? —preguntу el gringo, incrйdulo.

—Hace doce aсos que lo sй.

Tapia se dejу caer de nuevo en la butaca, esta vez olvidando soltarse los botones.

—Cristo bendito —dijo.

Doce aсos, se dijo Teresa. Superviviente a un secreto de los que mataban. Porque aquella ъltima noche de Culiacбn, en la capilla de Malverde, en la atmуsfera sofocante del calor hъmedo y el humo de las velas, ella habнa jugado sin apenas esperanza el juego dispuesto por su hombre muerto, y ganу. Ni su voz, ni sus nervios, ni su miedo la traicionaron. Porque era un buen tipo, don Epifanio. Y la querнa. Los querнa a los dos, pese a comprender mediante la agenda —quizб lo sabнa de antes, o no— que Raimundo Dбvila Parra trabajaba para la agencia antidrogas del Gobierno americano, y que seguramente el Batman Gьemes lo hizo bajar por eso. Y asн Teresa pudo engaсarlos a todos, rifбndose la loca apuesta en el filo de la navaja, justo como habнa previsto el Gьero que sucederнa. Imaginу la conversaciуn de don Epifanio, al dнa siguiente. Ella no sabe nada. Ni madres. їCуmo iba a traerme la pinche agenda si supiera? Asн que podйis dejarla en paz. Уrale. Sуlo fue una posibilidad entre cien, pero bastу para salvarla.

Ahora Willy Rangel observaba a Teresa con mucha atenciуn, y tambiйn con un respeto que antes no estaba allн. En tal caso, apuntу, le ruego que tome asiento de nuevo y escuche lo que vengo a decirle. Seсora. En este momento es mбs necesario que nunca. Teresa dudу un instante, pero sabнa que el gringo llevaba razуn. Mirу a un lado y a otro y luego la hora que marcaba el reloj de pared, simulando impaciencia. Diez minutos, dijo. Ni uno mas. Despuйs volviу a sentarse y encendiу otro Bisonte. Tapia estaba aъn tan asombrado, en su butaca, que esta vez tardу en ofrecerle fuego; y cuando al fin acercу la llama del encendedor, murmurando una disculpa, ella habнa encendido el cigarrillo con el suyo propio.

Entonces el hombre de la DEA contу la verdadera historia del Gьero Dбvila.

Raimundo Dбvila Parra era de San Antonio, Tejas. Chicano. Nacionalidad norteamericana desde los diecinueve aсos. Tras haber trabajado muy joven en el lado ilegal del narcotrбfico, pasando mariguana en pequeсas cantidades por la frontera, fue reclutado por la agencia antidrogas despuйs de que lo detuvieran en San Diego con cinco kilos de mota. Tenнa condiciones, y era aficionado al riesgo y a las emociones fuertes. Valiente, frнo pese a su apariencia extrovertida, tras un perнodo de adiestramiento, que oficialmente pasу en una cбrcel del norte —de hecho estuvo una temporada para afianzar su cobertura—, el Gьero fue enviado a Sinaloa con la misiуn de infiltrarse en las redes de transporte del cбrtel de Juбrez, donde tenнa viejas amistades. Le gustaba aquel trabajo. Le gustaba el ' dinero. Tambiйn le gustaba volar, y habнa hecho un curso de piloto en la DEA, aunque como cobertura hizo otro en—.

Culiacбn. Durante varios aсos se introdujo en los medios narcotraficantes a travйs de Norteсa de Aviaciуn, primero como empleado de confianza de Epifanio Vargas, con quien actuу en las grandes operaciones de transporte aйreo del Seсor de los Cielos, y luego como piloto de Cesar Batman Gьemes. Willy Rangel fue su controlador. Nunca se comunicaban por telйfono excepto en casos de emergencia. Se citaban una vez al mes en hoteles discretos de Mazatlбn y Los Mochis. Y toda la informaciуn valiosa que la DEA obtuvo del cбrtel de Juбrez durante aquel tiempo incluidas las feroces luchas por el poder que enfrentaron a los narcos mejicanos al independizarse de las mafias colombianas, provino de la misma fuente. El Gьero valнa su peso en coca.

Por fin, lo mataron. El pretexto formal era cierto: aficionado a correr riesgos extra, aprovechaba los viajes en avioneta para transportar droga propia. Le gustaba jugar a varias bandas, y en aquello estaba implicado su pariente el Chino Parra. La DEA andaba mбs o menos al corriente; pero se trataba de un agente valioso y le daban su margen. El caso es que al final los narcos le ajustaron las cuentas. Durante algъn tiempo, Rangel tuvo la duda de si fue por las transas privadas con droga o porque alguien lo delatу. Tardу tres aсos en averiguarlo. Un cubano detenido en Miami, que trabajaba para la gente de Sinaloa, se acogiу a la normativa sobre testigos protegidos y llenу dieciocho horas de cinta magnetofуnica con sus revelaciones. En ellas contу que el Gьero Dбvila fue asesinado porque alguien desmontу su cobertura. Un fallo tonto: un funcionario norteamericano de Aduanas de El Paso accediу casualmente a una informaciуn confidencial, y se la vendiу a los narcos por ochenta mil dуlares. Los otros ataron cabos, empezaron a sospechar y de algъn modo centraron al Gьero.

—Lo de la droga en la Cessna —concluyу Rangel— fue un pretexto. Iban por йl. Lo curioso es que quienes lo bajaron no sabнan que era agente nuestro.

Se quedу callado. Teresa todavнa encajaba aquello. —їY cуmo puede estar seguro?

El gringo afirmу con la cabeza. Profesional. —Desde el asesinato del agente Camarena, los narcos saben que nunca perdonamos la muerte de uno de nuestros hombres. Que persistimos hasta que los responsables mueren o son encarcelados. Ojo por ojo. Es una regla; y si de algo entienden ellos es de cуdigos y de reglas. Habнa una frialdad nueva en la exposiciуn. Somos muy malos enemigos, decнa el tono. A las malas. Con dуlares y con una tenacidad de poca madre.

—Pero al Gьero se lo mataron bien muerto. —Ya —Rangel movнa la cabeza otra vez—. Por eso le digo que quien dio la orden directa de montar la celada en el Espinazo del Diablo ignoraba que era un agente... El nombre tal vez le suene, aunque hace un rato negу conocerlo: Cйsar Batman Gьemes.

—No lo recuerdo.

—Claro. Aun asн, estoy en condiciones de asegurarle que йl se limitaba a cumplir un encargo. Ese gьey trafica a su aire, le dijeron. Convendrнa un escarmiento. Nos consta que el Batman Gьemes se hizo de rogar. Por lo visto el Gьero Dбvila le caнa bien... Pero en Sinaloa, los compromisos son los compromisos.

—їY quiйn, segъn usted, hizo el encargo e insistiу en la muerte del Gьero?

Rangel se frotу la nariz, mirу a Tapia y despuйs volviу a Teresa, sonriendo torcido. Estaba en el borde de la butaca, las manos apoyadas en las rodillas. Ya no parecнa bonachуn. Ahora, decidiу ella, la suya era la actitud de un perro de presa rencoroso y con buena memoria.

—Otro al que seguro que tampoco recuerda... El hoy diputado por Sinaloa y futuro senador Epifanio Vargas Orozco.

Teresa apoyу la espalda en la pared y mirу a los escasos clientes que a esa hora bebнan en el Olde Rock. A menudo reflexionaba mejor cuando estaba entre desconocidos, observando, en vez de hallarse a solas con la otra mujer que arrastraba consigo. De regreso a Guadalmina le habнa dicho de pronto a Pote Gбlvez que se dirigiera a Gibraltar; y tras cruzar la verja fue guiando al gatillero por las estrechas calles hasta que le ordenу estacionar la Cherokee frente a la fachada blanca del pequeсo bar inglйs donde solнa ir en otro tiempo —en otra vida— con Santiago Fisterra. Todo seguнa igual allн dentro: las metopas y jarras en. las vigas del techo, las paredes cubiertas con fotos de barcos, grabados histуricos y recuerdos marineros. Encargу en la barra una Foster's, la cerveza que siempre bebнa Santiago cuando estaban allн, y fue a sentarse, sin probarla, en la mesa de costumbre, junto a la puerta, bajo el cuadrito con la muerte del almirante inglйs —ahora ya sabнa quiйn era aquel Nelson y cуmo le habнan partido la madre en Trafalgar—. La otra Teresa Mendoza rondaba estudiбndola de lejos, atenta. A la espera de conclusiones. De una reacciуn a todo cuanto acababan de contarle, que poco a poco completaba el cuadro general que la explicaba a ella, y a la otra, y tambiйn aclaraba al fin todos los acontecimientos que la llevaron hasta ese jalуn de su vida. Y ahora sabнa incluso mucho mбs de lo que creyу saber.

He tenido mucho gusto, habнa sido su respuesta. Eso fue exactamente lo que dijo cuando el hombre de la DEA y el hombre de la embajada terminaron de contarle lo que fueron a contar y se quedaron observбndola en espera de una reacciуn. Ustedes estбn locos, he tenido mucho gusto, adiуs. Los vio irse decepcionados. Tal vez aguardaban comentarios, promesas. Compromisos. Pero su rostro inexpresivo, sus modales indiferentes, les dejaron poca esperanza. Ni modo. Nos manda a chingar a nuestra madre, habнa dicho en voz baja Hйctor Tapia cuando se iban, pero no lo bastante bajo como para que ella no lo oyera. Pese a sus exquisitos modales, el diplomбtico parecнa abatido. Piйnselo bien, fue el comentario del otro. Su despedida. Pues no veo, respondiу ella cuando ya les cerraban la puerta detrбs, quй es lo que tendrнa que pensar. Sinaloa estб muy lejos. Permiso.

Pero seguнa allн sentada, en el bar gibraltareсo, y pensaba. Recordaba punto por punto, ordenando en su cabeza todo lo dicho por Willy Rangel. La historia de don Epifanio Vargas. La del Gьero Dбvila. Su propia historia. Fue el antiguo jefe del Gьero, habнa dicho el gringo, el mismo don Epifanio, quien averiguу el asunto de la DEA. Durante su йpoca inicial como propietario de Norteсa de Aviaciуn, Vargas habнa alquilado sus aviones a Southern Air Transport, una tapadera del Gobierno norteamericano para el transporte de armas y cocaнna con el que la CIA financiaba la guerrilla de la contra en Nicaragua; y el propio Gьero Dбvila, que en ese tiempo ya era agente de la DEA, fue uno de los pilotos que descargaban material de guerra en el aeropuerto de Los Llanos, Costa Rica, regresando a Fort Lauderdale, en Florida, con droga del cбrtel de Medellнn. Terminado todo aquello, Epifanio Vargas mantuvo buenas conexiones al otro lado, y asн pudo enterarse mбs tarde de la filtraciуn del funcionario de Aduanas que delatу al Gьero. Vargas pagу al chivato y durante cierto tiempo se guardу la informaciуn sin tomar decisiones. El chaca de la sierra, el antiguo campesino paciente de San Miguel de los Hornos, era de los que no se precipitaban nunca. Estaba casi fuera del negocio directo, sus rumbos eran otros, la actividad farmacйutica que manejaba de lejos iba bien, y las privatizaciones estatales de los ъltimos tiempos le permitieron blanquear grandes capitales. Mantenнa a su familia en un inmenso rancho cercano a El Limуn, por el que habнa cambiado la casa de la colonia Chapultepec de Culiacбn, y a su amante, una conocida ex modelo y presentadora de televisiуn, en una lujosa vivienda de Mazatlбn. No veнa la necesidad de complicarse con decisiones que podнan perjudicarlo sin otro beneficio que la venganza. El Gьero trabajaba ahora para el Batman Gьemes, y йse no era asunto de Epifanio Vargas.

Sin embargo, habнa seguido contando Willy Rangel, las cosas cambiaron. Vargas hizo mucho dinero con el negocio de la efedrina: cincuenta mil dуlares el kilo en los Estados Unidos, frente a los treinta mil de la cocaнna y los ocho mil de la mariguana. Tenнa buenas relaciones que le abrнan las puertas de la polнtica; era momento de rentabilizar el medio millуn mensual que durante aсos invirtiу en sobornar a funcionarios pъblicos. Veнa ante sн un futuro tranquilo y respetable, lejos de los sobresaltos del viejo oficio. Despuйs de establecer lazos financieros, de corrupciуn o de complicidad con las principales familias de la ciudad y el estado, tenнa dinero suficiente para decir basta, o para seguir ganбndolo por medios convencionales. Asн que de pronto empezу a morir gente sospechosamente relacionada con su pasado: policнas, jueces, abogados. Dieciocho en tres meses. Era como una epidemia. Y en ese panorama, la figura del Gьero representaba tambiйn un obstбculo: sabнa demasiadas cosas de los tiempos heroicos de Norteсa de Aviaciуn. El agente de la DEA se clavaba en su pasado como una cuсa peligrosa que podнa dinamitar el futuro.

Pero Vargas era listo, matizу Rangel. Muy listo, con aquella astucia campesina que lo habнa llevado hasta donde estaba. De modo que le endosу el trabajo a otro, sin revelar por quй. El Batman Gьemes nunca habrнa liquidado a un agente de la DEA; pero un piloto de avionetas que iba por libre, engaсando a sus jefes un poquito por aquн y un poquito por allб, era otra cosa. Vargas le insistiу al Barman: un escarmiento ejemplar, etcйtera. A йl y a su primo. Algo para desanimar a quienes andan en tales transas. A mн tambiйn me dejу asuntos pendientes, asн que considйralo un favor personal. Y a fin de cuentas, tъ eres ahora su patrуn. La responsabilidad es tuya.

—їDesde cuбndo saben todo eso? —preguntу Teresa.

—En parte, desde hace mucho. Casi cuando ocurriу —el hombre de la DEA movнa las manos para subrayar lo obvio—. El resto harб cosa de dos aсos, cuando el testigo protegido nos puso al corriente de los detalles... Tambiйn dijo algo mбs —hizo una pausa observбndola atento, como si la invitara a cubrir ella misma los puntos suspensivos—... Que mбs tarde, cuando usted empezу a crecer a este lado del Atlбntico, Vargas se arrepintiу de haberla dejado salir viva de Sinaloa. Que le recordу al Batman Gьemes que tenнa cosas pendientes allб en su tierra... Y que el otro enviу dos pistoleros a completar el trabajo.

Es tu historia, apuntaba la expresiуn inescrutable de Teresa. Tъ eres quien la trae entre manos.

—No me diga. їY quй pasу?

—Eso tendrнa que contarlo usted. De ellos nunca mбs se supo.

Terciу Hйctor Tapia, suave.

—De uno de ellos, quiere decir el seсor. Por lo visto, otro sigue aquн. Retirado. O casi.

—їY por quй vienen a platicarme ahorita todo eso?

Rangel mirу al diplomбtico. Ahora sн que es de veras tu turno, decнa aquella mirada. Tapia se quitу otra vez los lentes y volviу a ponйrselos. Despuйs se mirу las uсas como si llevara notas escritas allн.

—En los ъltimos tiempos —dijo—, la carrera polнtica de Epifanio Vargas ha ido para arriba. Imparable. Demasiada gente le debe demasiado. Muchos lo quieren o lo temen, y casi todos lo respetan. Tuvo la habilidad de salirse de las actividades directas del cбrtel de Juбrez antes de que йste empezara sus enfrentamientos graves con la justicia, cuando la lucha se llevaba a cabo casi en exclusiva contra los competidores del Golfo... En su carrera ha involucrado lo mismo a jueces, empresarios y polнticos que a altas autoridades de la Iglesia mejicana, a policнas y a militares: el general Gutiйrrez Rebollo, que estuvo a punto de ser nombrado fiscal antidrogas de la Repъblica antes de que se descubrieran sus vнnculos con el cбrtel de Juбrez y acabara en el penal de Almoloya, era нntimo suyo... Y despuйs estб la faceta popular: desde que consiguiу que lo nombraran diputado estatal, Epifanio Vargas hizo mucho por Sinaloa, invirtiу dinero, creу puestos de trabajo, ayudу a la gente...

—Eso no es malo —interrumpiу Teresa—. Lo normal en Mйxico es que quienes se roban el paнs lo guarden todo para ellos... El PRI pasу setenta aсos haciйndolo.

Hay matices, repuso Tapia. De momento, ya no gobierna el PRI. Los nuevos aires condicionan mucho. Tal vez al final cambien pocas cosas, pero existe la intenciуn indudable de cambiar. O de intentarlo. Y justo en este momento, Epifanio Vargas estб a punto de ser designado senador de la Repъblica...

Y alguien quiere fregбrselo —comprendiу Teresa. —Sн. Tal vez sea una forma de expresarlo. Por una parte, un sector polнtico de mucho peso, vinculado al Gobierno, no desea ver en el Senado de la naciуn a un narco sinaloense, incluso aunque estй oficialmente retirado y sea ya diputado en ejercicio... Tambiйn hay viejas cuentas que serнa prolijo detallar.

Teresa imaginaba esas cuentas. Todos hijos de su pinche madre, en guerras sordas por el poder y el dinero, los cбrteles de la droga y los amigos de los respectivos cбrteles y las distintas familias polнticas relacionadas o no con la droga. Gobierne quien gobierne. Mйxico lindo, como de costumbre.

—Y por parte nuestra —apuntу Rangel— no olvidamos que hizo matar a un agente de la DEA. —Exacto —aquella responsabilidad compartida parecнa aliviar a Tapia—. Porque el Gobierno de la Uniуn Americana, que como usted sabe, seсora, sigue muy de cerca la polнtica de nuestro paнs, tampoco verнa con buenos ojos a un Epifanio Vargas senador... Asн que se intenta crear una comisiуn de alto rango para actuar en dos fases: primera, abrir una investigaciуn sobre el pasado del diputado. Segunda, si reъnen las pruebas necesarias, desaforarlo y acabar con su carrera polнtica, llegando incluso a un proceso judicial.

—A cuyo tйrmino —dijo Rangel— no excluimos la posibilidad de solicitar su extradiciуn a los Estados Unidos.

Y quй pinto yo en ese desmadre, quiso saber Teresa. A quй viene viajar hasta aquн para contбrmelo como si fuйramos todos carnales. Entonces Rangel y Tapia se miraron de nuevo, el diplomбtico carraspeу un instante, y mientras sacaba un cigarrillo de una pitillera de plata —ofreciйndole a Teresa, que negу con la cabeza—, dijo que el Gobierno mejicano habнa seguido con atenciуn la, ejem, carrera de la seсora en los ъltimos aсos. Que nada habнa contra ella, pues sus actividades se realizaban, hasta donde podнa saberse, fuera del territorio nacional —una ciudadana ejemplar, apuntу Rangel por su parte, tan serio que la ironнa quedу diluida en las palabras—, Y que en vista de todo eso, las autoridades correspondientes estaban dispuestas a llegar a un pacto. Un acuerdo satisfactorio para todos. Cooperaciуn a cambio de inmunidad.

Teresa los observaba. Suspicaz. —їQuй clase de cooperaciуn?

Tapia se encendiу el cigarrillo con mucho cuidado. El mismo con el que parecнa meditar sobre lo que estaba a punto de decir. O mбs bien sobre la forma de decirlo.

—Usted tiene cuentas personales allн. Tambiйn sabe mucho sobre la йpoca del Gьero Dбvila y la actividad de Epifanio Vargas —se decidiу al fin—... Fue testigo privilegiado y casi le cuesta la vida... Hay quien piensa que tal vez la beneficiarнa un arreglo. Posee medios sobrados para dedicarse a otras actividades, disfrutando de lo que tiene y sin preocuparse por el futuro.

—Quй me dice. —Lo que oye.

—Hнjole... їY a quй debo tanta generosidad? —Nunca acepta pagos en droga. Sуlo dinero. Es una operadora de transporte, no propietaria, ni distribuidora. La mas importante de Europa en este momento, sin duda. Pero nada mбs... Eso nos deja un margen de maniobra razonable, de cara a la opiniуn pъblica...

—їOpiniуn pъblica?... їDe quй chingados me habla? El diplomбtico tardу en responder. Teresa podнa oнr respirar a Rangel; el hombre de la DEA se removнa en el asiento, inquieto, entrelazando los dedos.

—Se le ofrece la posibilidad de regresar a Mйxico, si lo desea —prosiguiу Tapia—, o de establecerse discretamente donde guste... Incluso las autoridades espaсolas han sido sondeadas al respecto: existe el compromiso por parte del ministerio de justicia de paralizar todos los procedimientos e investigaciones en curso... Que segъn mis noticias, se encuentran en una fase muy avanzada y pueden poner, a medio plazo, la cosas bastante difнciles para la, ejem, Reina del Sur... Como dicen en Espaсa, borrуn y cuenta nueva.

—No sabнa que los gringos tuviesen la mano tan larga.

—Segъn para quй.

Entonces Teresa se echу a reнr. Me estбn pidiendo, dijo todavнa incrйdula, que les cuente todo lo que suponen que sй sobre Epifanio Vargas. Que haga de madrina, a mis aсos. Y sinaloense.

—No sуlo que nos lo cuente —intervino Rangel—. Sino que lo cuente allн.

—їDуnde es allн?

Ante la comisiуn de justicia de la Procuradurнa General de la Repъblica.

—їPretenden que vaya a declarar a Mйxico? —Como testigo protegido. Inmunidad absoluta. Tendrнa lugar en el Distrito Federal, bajo todo tipo de garantнas personales y jurнdicas. Con el agradecimiento de la naciуn, y del Gobierno de los Estados Unidos. Teresa se puso en pie de pronto. Puro reflejo y sin pensarlo siquiera. Esta vez se levantaron los dos al mismo tiempo: desconcertado Rangel, incуmodo Tapia. Ya te lo decнa yo, expresaba el gesto de йste al cambiar la ъltima mirada con el de la DEA. Teresa fue hasta la puerta y la abriу de golpe. Pote Gбlvez estaba afuera, en el pasillo, los brazos ligeramente separados, falsamente apacible en su gordura. Si hace falta, le dijo ella con los ojos, йchalos a patadas.

—Ustedes —casi lo escupiу— se han vuelto locos.

Y allн estaba ahora, sentada en la antigua mesa del bar gibraltareсo, reflexionando sobre todo eso. Con una vida minъscula que le apuntaba en las entraсas sin que supiera todavнa quй iba a hacer con ella. Con el eco de la conversaciуn reciente en la cabeza. Dбndole vueltas a las sensaciones. A las palabras ъltimas y a los recuerdos viejos. Al dolor y a la gratitud. A la imagen del Gьero Dбvila —inmуvil y callado como ella lo estaba ahora, en aquella cantina de Culiacбn— y al recuerdo del otro hombre sentado junto a ella en plena noche, en la capilla del santo Malverde. A tu Gьero le gustaban los albures, Teresita. їLa neta que no leнste nada? Entonces vete, y procura enterrarte tan hondo que no te encuentren. Don Epifanio Vargas. Su padrino. El hombre que pudo matarla, y tuvo compasiуn y no lo hizo. Que despuйs se arrepintiу, y ya no pudo.


 

16.

Carga ladeada

Teo Aljarafe regresу dos dнas mбs tarde con un informe satisfactorio. Pagos recibidos puntualmente en Gran Caimбn, gestiones para conseguir un pequeсo banco propio y una naviera en Belice, buena rentabilidad de los fondos blanqueados y dispuestos, limpios de polvo y paja, en tres bancos de Zъrich y en dos de Liechtenstein. Teresa escuchу con atenciуn su informe, revisу los documentos, firmу algunos papeles tras leerlos minuciosamente, y despuйs se fueron a comer a casa Santiago, frente al paseo marнtimo de Marbella, con Pote Gбlvez sentado fuera, en una de las mesas de la terraza. Habas con jamуn y chicharra asada, mejor y mбs jugosa que la langosta. Un Seсorнo de Lazбn, reserva del 96. Teo estaba locuaz, simpбtico. Guapo. La chaqueta en el respaldo de la silla y las mangas de la camisa blanca con dos vueltas sobre los antebrazos bronceados, las muсecas firmes y ligeramente velludas, Patek Philippe, uсas pulidas, la alianza reluciendo en la mano izquierda. A veces volvнa su perfil impecable de бguila espaсola, la copa o el tenedor a medio camino, para mirar hacia la calle, atento a quien entraba en el local. Un par de veces se levantу para saludar. Tomбs Pestaсa, que cenaba al fondo con un grupo de inversores alemanes, los habнa ignorado en apariencia cuando entraron. Pero al rato vino el camarero con una botella de buen vino. De parte del seсor alcalde, dijo. Con sus saludos.

Teresa miraba al hombre que tenнa ante ella, y meditaba. No iba a contarle ese dнa, ni maсana ni al otro, y tal vez no lo hiciera nunca, lo que llevaba en el vientre. Y sobre eso, ademбs, algo resultaba bien curioso: al principio creyу que pronto empezarнa a tener sensaciones, conciencia fнsica de la vida que empezaba a desarrollarse en su interior. Pero no sentнa nada. Sуlo la certeza y las reflexiones a que йsta la llevaba. Quizб el pecho le habнa aumentado un poco, y tambiйn desaparecieron los dolores de cabeza; pero sуlo se sentнa encinta cuando meditaba sobre ello, leнa otra vez el parte mйdico, o comprobaba las dos faltas marcadas en el calendario. Sin embargo —pensaba en ese instante, oyendo la conversaciуn banal de Teo Aljarafe—, aquн estoy. Preсada como una vulgar maruja, que dicen en Espaсa. Con algo, o alguien, de camino, y todavнa sin decidir quй voy a hacer con mi perrona vida, con la de esa criatura que aъn no es nada pero serб si lo consiento —mirу atenta a Teo, como al acecho de una seсal decisiva—. O con la vida de йl.

—їHay algo en marcha? —preguntу Teo en voz baja, el aire distraнdo, entre dos sorbos al vino del alcalde. —Nada de momento. Rutina.

A los postres йl propuso ir a la casa de la calle Ancha o a cualquier buen hotel de la Milla de Oro, y pasar allн el resto de la tarde, y la noche. Una botella, un plato de jamуn ibйrico, sugiriу. Sin prisas. Pero Teresa negу con la cabeza. Estoy cansada, dijo arrastrando la penъltima sнlaba. Hoy no me apetece mucho.

—Hace casi un mes que no —comentу Teo. Sonreнa, atractivo. Tranquilo. Le rozу los dedos, tierno, y ella se quedу mirando su propia mano inmуvil sobre el mantel, igual que si no fuera realmente suya. Con aquella mano, pensу, le habнa disparado en la cara al Gato Fierros.

—їCуmo estбn tus hijas?

La mirу, sorprendido. Teresa nunca preguntaba por su familia. Era una especie de pacto tбcito con ella misma, que siempre cumplнa a rajatabla. Estбn bien, dijo tras un momento. Muy bien. Pues quй bueno, respondiу ella. Quй bueno que estйn bien. Y su mamб, supongo. Las tres.

Teo dejу la cucharilla del postre en el plato y se inclinу sobre la mesa, observбndola con atenciуn. Quй pasa, dijo. Cuйntame quй te ocurre hoy. Ella mirу alrededor, la gente en las mesas, el trбfico en la avenida iluminada por el sol que empezaba a descender sobre el mar. No me pasa nada, respondiу, bajando mбs la voz. Pero te he mentido, dijo despuйs. Hay algo en marcha. Algo que no te contй todavнa.

—їPor quй?

—Porque no siempre te lo cuento todo.

La mirу, preocupado. Impecable franqueza. Cinco segundos casi exactos, y luego desviу la vista hacia la calle. Cuando volviу a mirarla sonreнa un poco. Bien chilo. Volviу a tocarle la mano y esta vez tampoco ella la retirу.

—їEs importante?

Orale, se dijo Teresa. Asн son las pinches cosas, y cada cual ayuda a hacerse su propio destino. Casi siempre la jaladita final viene de ti. Para lo bueno y para lo malo.

—Si —respondiу—. Hay un barco en camino. Se llama Luz Angelita.

Habнa oscurecido. Los grillos cantaban en el jardнn como si se hubieran vuelto locos. Cuando se encendieron las luces Teresa ordenу apagarlas, y ahora estaba sentada en los escalones del porche, la espalda contra uno de los pilares, mirando las estrellas sobre las espesas copas negras de los sauces. Tenнa una botella de tequila con el precinto intacto entre las piernas, y atrбs, en la mesa baja situada junto a las tumbonas, sonaba mъsica mejicana en el estйreo. Mъsica sinaloense que Pote Gбlvez le habнa prestado aquella misma tarde, quihubo, patrona, esto es lo ъltimo de los Broncos de Reynosa que me consiguieron de allб, dнgame nomбs quй le parece:

Venнa rengueando la yegua, traнa la carga ladeada.

Iba sorteando unos pinos en la sierra de Chihuahua.

Poquito a poco, el gatillero enriquecнa su colecciуn de corridos. Le gustaban los mбs duros y violentos; mбs que nada, decнa muy serio, para torcer la nostalgia, Que uno es de donde mero es, y ni modo. Su rockola particular incluнa a toda la raza norteсa, desde Chalino —palabras mayores, doсa— hasta Exterminador, los Invasores de Nuevo Leуn, el As de la Sierra, El Moreсo: los Broncos, los Huracanes y demбs grupos pesados de Sinaloa y de allн arriba; los que habнan convertido la nota roja, de los diarios en materia musical, canciones que hablaban de trбficos y de muertos y de agarrarse a plomazos, de cargas de la fina, avionetas Cessna y trocar del aсo, federales, guachos, traficantes y funerales. Del mismo modo que en otro tiempo lo fueron los corridos de la Revoluciуn, los narcocorridos eran ahora la nueva йpica, la leyenda moderna de un Mйxico que estaba allн y no tenнa intenciуn de cambiar, entre otras razones porque parte de la economнa nacional dependнa de aquello. Un mundo marginal y duro, armas, corrupciуn y droga, donde la ъnica ley que no se violaba era la ley de la oferta y la demanda.

Allн muriу Juan el Grande, pero defendiу a su gente.

Hizo pasar a la yegua y tambiйn matу al teniente.

Carga ladeada, se llamaba la canciуn. Como la mнa, pensaba Teresa. En la cubierta del cede, los Broncos de Reynosa se daban la mano y uno de ellos dejaba entrever, bajo la chaqueta, una enorme escuadra al cinto. A veces observaba a Pote Gбlvez mientras oнa aquellas rolas, atenta a la expresiуn del gatillero. Seguнan tomando juntos una copa de vez en cuando. Quй onda, Pinto, йntrale a un tequila. Y se quedaban allн los dos callados, oyendo mъsica, el otro respetuoso y guardando la distancia, y Teresa lo veнa chasquear la lengua y mover la cabeza, уrale, sintiendo y recordando a su manera, pisteando mentalmente por el Don Quijote y La Ballena y los antros culichis que le vagaban por la memoria, aсorando quizбs a su compa el Gato Fierros, que a esas horas no era mбs que huesos embutidos en cemento, bien lejos de sus rumbos, sin nadie que le llevara flores al panteуn y sin nadie que le cantara corridos a su puerca memoria de hijo de la chingada, el Gato, sobre quien Pote Gбlvez y Teresa no habнan vuelto a cambiar una sola palabra, nunca.

A don Lamberto Quintero lo seguнa una camioneta. Iban con rumbo al Salado, nomбs a dar una vuelta.

En el estйreo sonaba ahora el corrido de Lamberto Quintero, que con el del Caballo Blanco de Josй Alfredo era uno de los favoritos de Pote Gбlvez. Teresa vio la sombra del gatillero asomarse a la puerta del porche, echar un vistazo y retirarse en seguida. Lo sabнa allб dentro, siempre al alcance de su voz, escuchando. Usted ya tendrнa corridos para saltarse la barda si estuviera en nuestra tierra, patrona, habнa dicho una vez, como al hilo de otra cosa. No aсadiу a lo mejor yo tambiйn saldrнa en algunos; pero Teresa sabia que lo pensaba. En realidad, decidiу mientras le quitaba el precinto al Herradura Reposado, todos los pinches hombres aspiraban a eso. Como el Gьero Dбvila. Como el mismo Pote. Como, a su manera, Santiago Fisterra. Figurar en la letra de un corrido real o imaginario, mъsica, vino, mujeres, dinero, vida y muerte, aunque fuese al precio del propio cuero. Y nunca se sabe, pensу de pronto, mirando la puerta por la que habнa asomado el gatillero Nunca se sabe, Pinto. A fin de cuentas, el corrido siempre te lo escriben otros.

Un compaсero le dice: nos sigue una camioneta.

Lamberto sonriendo dijo:

Pa' quй estбn las metralletas.

Bebiу directamente de la botella. Un trago largo que bajу por su garganta con la fuerza de un disparo. Aъn con la botella en la mano alargу un poco el brazo, en alto, ofreciйndosela con una mueca sarcбstica a la mujer que la contemplaba entre las sombras del jardнn. Pura cabrona que no te quedaste en Culiacбn, y a veces ya no sй si eres tъ quien pasу a este lado, o yo la que me fui allб contigo, o si cambiamos papeles en la farsa y a lo mejor eres tъ la que estб sentada en el porche de esta casa y yo, la que estoy medio escondida mirбndote a ti y a lo que llevas en las entraсas. Habнa hablado de eso una vez mбs —intuнa que la ъltima— con Oleg Yasikov aquella misma tarde, cuando el ruso la visitу para ver si estaba a punto lo del hachнs, despuйs que todo estuvo hablado y salieron a pasear hasta asomarse a la playa como solнan. Yasikov la miraba de soslayo, estudiбndola a la luz de algo nuevo que no era mejor ni peor sino mбs triste y frнo. Y no sй, dijo, si ahora que me has contado ciertas cosas yo te veo diferente, o eres tъ, Tesa, la que de alguna forma estб cambiando. Sн. Hoy, mientras conversбbamos, te miraba. Sorprendido. Nunca me habнas dado tantos detalles ni hablado en ese tono. Niet. Parecнas un barco soltando amarras. Perdona si no me expreso bien. Sн. Son cosas complicadas de explicar. Hasta de pensar.

Lo voy a tener, dijo ella de pronto. Y lo hizo sin meditarlo antes, a bocajarro, tal como la decisiуn se fraguaba en ese instante dentro de su cabeza, vinculada a otras decisiones que ya habнa tomado y a las que estaba a punto de tomar. Yasikov permaneciу parado, inexpresivo, un rato mas bien largo; y luego moviу la cabeza, no para aprobar nada, que no era asunto suyo, sino para sugerir que ella era dueсa de tener lo que quisiera, y tambiйn que la creнa muy capaz de atenerse a las consecuencias. Dieron unos pasos y el ruso miraba el mar que se agrisaba con el atardecer, y por fin, sin volverse a ella, dijo: nunca te dio miedo nada, Tesa. Niet de niet. Nada. Desde que nos conocemos no te he visto dudar cuando te jugabas la libertad y la vida. Nunca jamбs. Por eso te respeta la gente. Sн. Por eso te admiro yo.

—Y por eso —concluyу— estбs donde estбs. Sн.

Ahora.

Fue entonces cuando ella se riу fuerte, de un modo extraсo que hizo volver la cabeza a Yasikov. Ruso de tu pinche madre, dijo. No tienes la menor idea. Yo soy la otra morra que tъ no conoces. La que me mira, o йsa a la que miro; ya no estoy segura ni de mн. La ъnica certeza es que soy cobarde, sin nada de lo que hay que tener. Fнjate: tanto miedo tengo, tan dйbil me siento, tan indecisa, que gasto mis energнas y mi voluntad, las quemo todas hasta el ъltimo gramo, en ocultarlo. No puedes imaginar el esfuerzo. Porque yo nunca elegн, y la letra me la escribieron todo el tiempo otros. Tъ. Pati. Ellos. Figъrate lo pendeja. No me gusta la vida en general, ni la mнa en particular. Ni siquiera me gusta la vida parбsita, minъscula, que ahora llevo dentro. Estoy enferma de algo que hace tiempo renunciй a comprender, y ni siquiera soy honrada, porque me lo callo. Son doce aсos los que llevo asн. Todo el tiempo disimulo y callo.

Despuйs de eso quedaron los dos en silencio, mirando cуmo terminaba de oscurecerse el mar. Al fin Yasikov moviу otra vez la cabeza, muy lentamente.

—їHas tomado una decisiуn sobre Teo? —preguntу con suavidad.

—No te preocupes por йl. —La operaciуn...

—Tampoco te preocupes por la operaciуn. Todo estб en regla. Incluido Teo.

Bebiу mбs tequila. Las palabras del corrido de Lamberto Quintero fueron quedando atrбs cuando se puso en pie y caminу botella en mano por el jardнn, junto al rectбngulo oscuro de la piscina. Mirando pasar las morras йl estaba descuidado, decнa la canciуn. Cuando unas armas certeras la vida allн le quitaron. Anduvo entre los бrboles; las ramas bajas de los sauces le rozaban el rostro. Las ъltimas estrofas se apagaron a su espalda. Puente que va a Tierra Blanca, tъ que lo viste pasar. Recuйrdales que a Lamberto nunca se podrб olvidar. Llegу hasta la puerta que daba a la playa, y en ese momento oyу tras ella, sobre la gravilla, los pasos de Pote Gбlvez.

—Dйjame sola —dijo sin volverse.

Los pasos se detuvieron. Siguiу caminando y se quitу los zapatos cuando sintiу bajo sus pies la arena blanda. Las estrellas formaban una bуveda de puntos luminosos hasta la lнnea oscura del horizonte, sobre el mar que rumoreaba en la playa. Fue hasta la orilla, dejando que el agua le mojase los pies en sus idas y venidas. Habнa dos luces separadas e inmуviles: pesqueros que faenaban cerca de la costa. La claridad lejana del hotel Guadalmina la iluminу un poco cuando se quitу los tejanos, las bragas y la camiseta, para luego adentrarse muy despacio en el agua que le erizaba la piel. Todavнa llevaba la botella en la mano, y bebiу otra vez para quitarse el frнo, un trago muy largo, vapor de tequila que ascendiу por la nariz hasta sofocarle el aliento, el agua en las caderas, olas suaves que la balanceaban sobre los pies clavados en la arena del fondo. Despuйs, sin atreverse a mirar a la otra mujer que estaba en la playa junto al montoncito de ropa, observбndola, arrojу la botella al mar y se dejу hundir en el agua frнa, sintiйndola cerrarse, negra, sobre su cabeza. Nadу unos metros a ras del fondo y luego emergiу sacudiйndose el cabello y el agua de la cara. Entonces empezу a internarse mas y mбs en la superficie oscura y frнa, impulsбndose con movimientos firmes de las piernas y los brazos, metiendo la cara hasta la altura de los ojos y alzбndola de nuevo para respirar, adentro y mбs adentro cada vez, alejбndose de la playa hasta que ya no hizo pie y todo desapareciу paulatinamente excepto ella y el mar. Aquella masa sombrнa como la muerte a la que sentнa deseos de entregarse, y descansar.



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