Lo que sembrй allб en la sierra 


Мы поможем в написании ваших работ!



ЗНАЕТЕ ЛИ ВЫ?

Lo que sembrй allб en la sierra



La espera. El mar oscuro y millones de estrellas cuajando el cielo. La extensiуn sombrнa, inmensa hacia el norte, limitada al sur por la silueta negra de la costa. Todo alrededor tan quieto que parecнa aceite. Y una leve brisa de tierra apenas perceptible, intermitente, que rozaba el agua con minъsculos centelleos de extraсa fosforescencia. Siniestra belleza, concluyу al fin. Йsas eran las palabras.

No era buena para expresar ese tipo de cosas. Le habнa costado cuarenta minutos. De cualquier modo, asн era el paisaje, bello y siniestro; y Teresa Mendoza lo contemplaba en silencio. Desde el primero de aquellos cuarenta minutos estaba inmуvil, sin despegar los labios, sintiendo cуmo el relente calaba poco a poco su jersey y las perneras de sus livбis. Atenta a los sonidos de tierra y del mar. Al amortiguado rumor de la radio encendida, canal 44, con el volumen al mнnimo.

—Echa un vistazo —sugiriу Santiago.

Lo dijo en un susurro apenas audible. El mar, le habнa explicado las primeras veces, transmite los ruidos y las voces de forma diferente. Segъn el momento, puedes oнr cosas que se dicen a una milla de distancia. Lo mismo ocurre con las luces; por eso la Phantom estaba a oscuras, camuflada en la noche y el mar con la pintura negra mate que cubrнa su casco de fibra de vidrio y la carcasa del motor. Y por eso los dos estaban callados y ella no fumaba, ni se movнan apenas. Esperando.

Teresa pegу la cara al cono de goma que ocultaba la pantalla del radar Furuno de 8 millas. A cada barrido de la antena, el trazo oscuro de la costa marroquн persistнa con nitidez perfecta en la parte inferior del recuadro, mostrando la ensenada arqueada hacia abajo entre las puntas de Cruces y Al Marsa. El resto estaba limpio: ni una seсal en la superficie del mar. Pulsу dos veces la tecla de alcance, ampliando el radio de vigilancia de una a cuatro millas. Con el siguiente barrido la costa apareciу mбs pequeсa y prolongada, incluyendo hacia levante la mancha precisa, adentrada en el mar, de isla Perejil. Tambiйn allн estaba limpio. Ningъn barco. Ni siquiera el eco falso de una ola en el agua. Nada.

—Esos cabrones —oyу decir a Santiago.

Esperar. Eso formaba parte de su trabajo; pero en el tiempo que llevaban saliendo juntos al mar, Teresa habнa aprendido que lo malo no era la espera, sino las cosas que imaginas mientras esperas. Ni el sonido del agua en

las rocas, ni el rumor del viento que podнa confundirse con una patrullera marroquн —la mora, en jerga del Estrecho— o con el helicуptero de Aduanas espaсol, eran tan inquietantes como aquella larga calma previa donde los pensamientos se convertнan en el peor enemigo. Hasta la amenaza concreta, el eco hostil que aparecнa de pronto en la pantalla de radar, el rugido del motor luchando por la velocidad y la libertad y la vida, la huida a cincuenta nudos con una patrullera pegada a la popa, los pantocazos sobre el agua, las violentas descargas alternativas de adrenalina y miedo en plena acciуn, suponнan para ella situaciones preferibles a la incertidumbre de la calma, a la imaginaciуn serena. Quй mala era la lucidez. Y quй perversas las posibilidades aterradoras, frнamente evaluadas, que encerraba lo desconocido. Aquella espera interminable al acecho de una seсal de tierra, de un contacto en la radio, resultaba semejante a los amaneceres grises que seguнan encontrбndola despierta en la cama cada madrugada, y que ahora tambiйn llegaban en el mar, con la noche indecisa clareando por levante, y el frнo, y la humedad que volvнa resbaladiza la cubierta y le mojaba las ropas, las manos y la cara. Chale. Ningъn miedo es insoportable, concluyу, a menos que te sobren tiempo y cabeza para pensar en йl.

Cinco meses, ya. A veces, la otra Teresa Mendoza a la que sorprendнa desde el mбs allб de un espejo, en cualquier esquina, en la luz sucia de los amaneceres, seguнa espiбndola con atenciуn, expectante por los cambios que poco a poco parecнan registrarse en ella. Esos cambios no eran gran cosa, todavнa. Y estaban mбs relacionados con actitudes y situaciones externas que con los autйnticos sucesos que se registran adentro y modifican de veras las perspectivas y la vida. Pero de algъn modo tambiйn йsos los sentнa llegar, sin fecha ni plazo fijo, inminentes y a remolque de los otros, igual que cuando estaba a punto de dolerle la cabeza tres o cuatro dнas seguidos o de cumplirse el ciclo —para ella siempre irregular y doloroso— de los dнas incуmodos e inevitables. Por eso resultaba interesante, casi educativo, entrar y salir de aquel modo de sн misma; poder mirarse desde el interior lo mismo que desde afuera. Ahora Teresa sabнa que todo, el miedo, la incertidumbre, la pasiуn, el placer, los recuerdos, su propio rostro que parecнa mayor que unos meses atrбs, podнan contemplarse desde ese doble punto de vista. Con una lucidez matemбtica que no le correspondнa a ella, sino a la otra mujer que latнa en ella. Y esa aptitud para tan singular desdoblamiento, descubierta, o mбs bien intuida, la tarde misma —distaba apenas un aсo— que sonу el telйfono en Culiacбn, era la que le permitнa observarse frнamente, a bordo de aquella lancha inmуvil en la oscuridad de un mar que ahora empezaba a conocer, ante la costa amenazadora de un paнs del que muy poco antes casi ignoraba la existencia, junto a la sombra silenciosa de un hombre al que no amaba o al que tal vez creнa no amar, con riesgo de pudrirse el resto de sus aсos en una cбrcel; idea que —el fantasma de Lalo Veiga era el tercer tripulante en cada viaje— la hacнa estremecer de pбnico cuando, como ahora, contaba con tiempo para meditar sobre ello.

Pero era mejor que Melilla, y mejor que cuanto habнa esperado. Mбs personal y mбs limpio. En ocasiones llegaba a pensar que hasta mejor que Sinaloa; pero entonces la imagen del Gьero Dбvila venнa a su encuentro como un reproche, y ella se arrepentнa en los adentros por traicionar de aquella manera el recuerdo. Nada era mejor que el Gьero, y eso era cierto en mбs de un sentido. Culiacбn, la bonita casa de Las Quintas, los restaurantes del malecуn, la mъsica de los chirrines y las bandas, los bailes, los paseos en coche a Mazatlбn, las playas de Altata, todo cuanto ella habнa creнdo el mundo real que la ponнa a gusto con la vida, se cimentaban en un error. Ella no vivнa realmente en ese mundo, sino en el del Gьero. No era su vida, sino otra donde habнa ido a instalarse cуmoda y feliz hasta verse expulsada de pronto por una llamada telefуnica, por el ciego terror de la huida, por la sonrisa de cuchillo del Gato Fierros y los estampidos de la Doble Бguila en sus propias manos. Ahora, sin embargo, existнa algo nuevo. Algo indefinible y no del todo malo en la oscuridad de la noche, y en el miedo tranquilo, resignado, que sentнa cuando miraba alrededor, pese a la sombra prуxima de un hombre que —eso habнa aprendido desde Culiacбn— ya nunca podrнa hacer que se engaсara de nuevo a sн misma, creyйndose protegida del horror, del dolor y de la muerte. Y, cosa extraсa, aquella sensaciуn, lejos de intimidarla, la acicateaba.

La obligaba a analizarse con mбs intensidad; con una curiosidad reflexiva, no exenta de respeto. Por eso a veces se quedaba mirando la foto donde habнan estado ella y el Gьero, mientras daba al mismo tiempo ojeadas al espejo, interrogбndose sobre la distancia cada vez mayor entre aquellas tres mujeres: la joven con ojos asombrados del papel fotogrбfico, la Teresa que ahora vivнa a este lado de la vida y del paso del tiempo, la desconocida que las observaba a las dos desde su —cada vez mбs inexacto— reflejo.

Chнngale, que estaba requetelejos de Culiacбn. Entre dos continentes, con la costa marroquн a quince kilуmetros de la espaсola: las aguas del Estrecho de Gibraltar y la frontera sur de una Europa a la que no habнa soсado viajar en la vida. Allн, Santiago Fisterra era transportista por cuenta ajena. Tenнa una casita alquilada en una playa de la bahнa de Algeciras, por la parte espaсola, y la planeadora amarrada en Marina Sheppard, protegida por la bandera inglesa del Peсуn: una Phantom de siete metros de eslora con autonomнa de ciento sesenta millas y motor de 250 caballos —cabezones los llamaban en el argot local, que Teresa empezaba a combinar con su mejicano sinaloense—, capaz de acelerar de cero a cincuenta y cinco nudos en veinte segundos. Santiago era un mercenario del mar. A diferencia del Gьero Dбvila en Sinaloa, йl no tenнa jefes ni trabajaba en exclusiva para ningъn cбrtel. Sus empleadores eran traficantes espaсoles, ingleses, franceses e italianos instalados en la Costa del Sol. En lo demбs se trataba mбs o menos de lo mismo: llevar cargas de un sitio a otro. Santiago cobraba a tanto por entrega, y respondнa de pйrdidas o fracasos con su propia vida. Pero eso era sуlo en casos extremos. Aquel contrabando —casi siempre hachнs, algunas veces tabaco de los almacenes gibraltareсos— nada tenнa que ver con el que Teresa Mendoza habнa conocido antes. El de estas aguas era un mundo duro, de raza pesada, pero menos hostil que el mejicano. Menos violencia, menos muertes. La gente no se bajaba a plomazos por una copa de mбs, ni cargaba cuernos de chivo como en Sinaloa. De las dos orillas, la norte era mбs tranquilizadora, incluso si caнas en manos de la ley. Habнa abogados, jueces, normas que se aplicaban por igual a los delincuentes que a las vнctimas. Pero el lado marroquн era distinto: ahн la pesadilla rondaba todo el tiempo. Corrupciуn en todos los niveles, derechos humanos apenas valorados, cбrceles donde podнas pudrirte en condiciones terribles. Con el agravante aсadido de ser mujer, y lo que significaba caer en el engranaje inexorable de una sociedad musulmana como aquйlla. Al principio Santiago se habнa negado a que ocupara el puesto de Lalo Veiga. Demasiado peligroso, dijo, zanjando el asunto. O creyendo zanjarlo. Todo bien serio y metido en puro macho, el gallego, raro que le salнa a veces, menos brusco que el resto de los espaсoles cuando hablaban, tan cortantes y rudos todos ellos. Pero despuйs de una noche que Teresa pasу con los ojos abiertos, mirando primero la oscuridad del techo y luego la familiar claridad gris, dбndole vueltas en la cabeza, despertу a Santiago para decirle que habнa tomado una decisiуn. Y ni modo. Nunca volverнa a esperar a nadie viendo telenovelas en ninguna casa de ninguna ciudad del mundo, y йl podrнa elegir: o la admitнa en la planeadora, o lo dejaba en ese momento, en el acto, para siempre y ahн nos vemos. Entonces йl, mentуn sin afeitar, ojos enrojecidos de sueсo, se rascу el pelo revuelto y le preguntу si estaba loca o se habнa vuelto gilipollas o quй. Hasta que ella se levantу desnuda de la cama, y tal como estaba sacу su maleta del armario y empezу a meter cosas mientras procuraba no mirarse en el espejo ni mirarlo a йl, ni pensar en lo que estaba haciendo. Santiago la dejу hacer observбndola minuto y medio sin abrir la boca; y al fin, creyendo que se iba de veras —Teresa seguнa metiendo ropa en la maleta sin saber si iba a irse o no—, dijo bueno, vale, de acuerdo. Al carallo con todo. No es a mн a quien los moros van a romper el coсo si te agarran. Asн que procura no caerte al agua como Lalo.

Ahн estбn.

Un clic—clac sin palabras, tres veces repetido al mнnimo volumen en la radio. Una sombra pequeсa, dejando una estela de minъsculas fosforescencias en la superficie negra y quieta. Ni siquiera un motor, sino el apagado chapoteo de unos remos. Santiago observaba con los Baigish 6UM de visiуn nocturna, intensificadores de luz. Rusos. Los rusos habнan atiborrado con ellos Gibraltar en plena liquidaciуn soviйtica. Cualquier barco, submarino o pesquero que tocaba el puerto vendнa todo lo que pudiera desatornillarse a bordo.

—Esos hijos de la gran puta llegan con una hora de retraso.

Teresa oнa los susurros con la cara otra vez pegada al cono de goma del radar. Todo limpio afuera, dijo igual de bajo. Ni rastro de la mora. La embarcaciуn se balanceу cuando Santiago se puso en pie, yendo a popa con un cabo.

—Salam Aleikum.

La carga venнa bien empacada, con fundas hermйticas de plбstico dotadas de asas para manejarlas con facilidad. Pastillas de aceite de hachнs, siete veces mбs concentrado y valioso que la resina convencional. Veinte kilos por paquete, calculу Teresa a medida que Santiago iba pasбndoselos y ella los estibaba repartiendo la carga en las bandas. Santiago le habнa enseсado a encajar un fardo con otro para que no se movieran en alta mar, subrayando la importancia que tenнa una buena estiba en la velocidad de la Phantom; tanta como el paso de la hйlice o la altura de la cola del motor. Un paquete bien o mal colocado podнa significar un par de nudos de mбs o de menos. Y en aquel trabajo, dos millas era un trecho nada despreciable. A menudo suponнa la distancia entre la cбrcel y la libertad.

—їQuй dice el radar? —Todo limpio.

Teresa podнa distinguir dos siluetas oscuras en el botecito de remos. A veces llegaba hasta ella un comentario en lengua бrabe, hecho en voz baja, o una expresiуn impaciente de Santiago, que seguнa metiendo fardos a bordo. Mirу la lнnea sombrнa de la costa, al acecho de alguna luz. Todo estaba a oscuras salvo algunos puntos distantes en la mole negra del monte Musa y en el perfil escarpado que a intervalos se recortaba hacia poniente, bajo el resplandor del faro de Punta Cires, donde alcanzaban a verse iluminadas algunas casitas de pescadores y contrabandistas. Comprobу de nuevo los barridos de la pantalla pasando de la escala de cuatro millas a la de dos, y ampliбndola luego a la de ocho. Habнa un eco casi en el lнmite. Observу con los prismбticos de 7x50 sin ver nada, asн que recurriу a los binoculares rusos: una luz muy lejana, moviйndose despacio hacia el oeste, seguramente un buque grande camino del Atlбntico. Sin dejar de mirar por los binoculares se volviу hacia la costa. Ahora cualquier punto luminoso se apreciaba nнtido en la visiуn verde del paisaje, definiendo las piedras y los arbustos, y hasta las levнsimas ondulaciones del agua. Enfocу de cerca para ver a los dos marroquнes de la patera: uno joven, con cazadora de cuero, y otro de mбs edad, con gorro de lana y chaquetуn oscuro. Santiago estaba de rodillas junto a la gran carcasa del motor, estibando a popa los ъltimos fardos: tejanos —asн llamaban allн a los pantalones de mezclilla—, zapatillas, camiseta negra, el perfil obstinado vuelto de vez en cuando a uno y otro lado para echar un cauto vistazo alrededor. A travйs del dispositivo de visiуn nocturna, Teresa podнa distinguir sus brazos fuertes, los mъsculos tensos al subir la carga. Hasta en йsas estaba bien chilo el cabrуn.

El problema de trabajar como transportista independiente, fuera de las grandes mafias organizadas, era que alguien podнa molestarse y deslizar palabras peligrosas en oнdos inoportunos. Como en el mero Mйxico. Tal vez eso explicaba la captura de Lalo Veiga —Teresa tenнa ideas al respecto, a las que no era ajeno Dris Larbi—, aunque despuйs Santiago. procurу limitar imprevistos, con mбs dinero oportunamente repartido en Marruecos a travйs de un intermediario de Ceuta. Eso reducнa beneficios pero aseguraba, en principio, mayores garantнas en aquellas aguas. De cualquier modo, veterano en esa chamba, escarmentado por lo de Cala Tramontana y gallego receloso como era, Santiago no terminaba por fiarse del todo. Y hacнa bien. Sus modestos medios no bastaban para comprar a todo el mundo. Ademбs, siempre podнa darse el caso de un patrуn de la mora, un mehani o un gendarme disconformes con su parte, un competidor que pagase mбs de lo que Santiago pagaba y diera el pitazo, un abogado influyente necesitado de clientes a quienes sangrar. O que las autoridades marroquнes organizaran una redada de peces chicos para justificarse en vнsperas de una conferencia internacional antinarcos. En todo caso, Teresa habнa adquirido la experiencia suficiente para saber que el verdadero peligro, el mбs concreto, se plantearнa despuйs, al entrar en aguas espaсolas, donde el Servicio de Vigilancia Aduanera y las Heineken de la Guardia Civil —las llamaban asн porque sus colores recordaban esas latas de cerveza— patrullaban noche y dнa a la caza de contrabandistas. La ventaja era que, a diferencia de los marroquнes, los espaсoles nunca tiraban a matar, porque entonces les caнan encima los jueces y los tribunales —en Europa se tomaban ciertas cosas mбs en serio que en Mйxico o en la Uniуn Americana—. Eso daba la oportunidad de escapar forzando motores; aunque no era fбcil zafarse de las potentes turbolanchas Hachejota de Aduanas y del helicуptero —el pбjaro, decнa Santiago— dotado de potentes sistemas de detecciуn, con patrones veteranos y pilotos capaces de volar a pocos palmos del agua, forzбndote a llevar el cabezуn al lнmite en peligrosas maniobras evasivas, con riesgo de averнas y de ser capturado antes de alcanzar las farolas de Gibraltar. En tal caso, los fardos eran arrojados por la borda: adiуs para siempre a la carga, y hola a otra clase de problemas peores que los policiales; pues quienes fletaban el hachнs no siempre resultaban ser mafiosos comprensivos, y te arriesgabas a que despuйs de ajustar cuentas sobraran sombreros. Todo eso, descontando la posibilidad de un mal pantocazo en la marejada, una vнa de agua, un choque con las lanchas perseguidoras, una varada en la playa, una piedra sumergida que destrozara la Planeadora y a sus tripulantes.

—Ya estб. Vбmonos.

El ъltimo fardo se hallaba estibado. Trescientos kilos justos. Los del bote bogaban ya hacia tierra; y Santiago, tras adujar el cabo, saltу a la baсera y se instalу en el asiento del piloto, junto a la banda de estribor. Teresa fue a un lado para dejarle sitio mientras se ponнa, como йl, una chaqueta de aguas. Despuйs echу otro vistazo a la pantalla del radar: todo limpio a proa, rumbo al norte y al mar abierto. Fin de las precauciones inmediatas. Santiago encendiу el contacto y la dйbil luz roja de los instrumentos iluminу la consola de mando: compбs, tacуmetro, cuentarrevoluciones, presiуn de aceite. Pedal bajo el volante y trimer de cola a la derecha del piloto. Rrrrr. Roar. Las agujas saltaron como si despertaran de golpe. Roaaaaar. La hйlice batiу una turbonada de espuma a popa, y los siete metros de eslora de la Phantom se pusieron en movimiento, cada vez mas aprisa, cortando el agua oleosa con la limpieza de un cuchillo bien afilado: 2.500 revoluciones, veinte nudos. La trepidaciуn del motor se transmitнa al casco, y Teresa sentнa toda la fuerza que los empujaba a popa estremecer la estructura de fibra de vidrio, que de pronto parecнa volverse ligera como una pluma. 3.500 revoluciones: treinta nudos y planeando. La sensaciуn de potencia, de libertad, era casi fнsica; y al reencontrarla su corazуn empezу al latir como al filo de una suave borrachera. Nada, pensу una vez mбs, se parecнa a aquello. O casi nada. Santiago, atento al gobierno, ligeramente inclinado sobre el volante del timуn, rojizo el mentуn iluminado desde abajo por el cuadro de instrumentos, pisу un poco mбs el pedal del gas: 4.000 revoluciones y cuarenta nudos. El deflector ya no bastaba para protegerlos del viento, que venнa hъmedo y cortante. Teresa se subiу hasta el cuello el cierre de la chaqueta de aguas y se puso un gorro de lana, recogiйndose el pelo que le azotaba la cara. Luego echу otro vistazo al radar e hizo un barrido de canales con el indicador de leds de la radio Kenwood atornillada en la consola —los aduaneros y la Guardia Civil hablaban encriptados por secrбfonos; pero, aunque no se entendieran sus conversaciones, la intensidad de la seсal captada permitнa establecer si estaban cerca—. De vez en cuando alzaba el rostro a lo alto, buscando la amenazadora sombra del helicуptero entre las luces frнas de las estrellas. El firmamento y el cнrculo oscuro del mar que los rodeaba parecнan correr con ellos, como si la planeadora estuviese en el centro de una esfera que se desplazase veloz a travйs de la noche. Ahora, en mar abierto, la marejadilla creciente imprimнa leves pantocazos a su avance, y a lo lejos empezaban a distinguirse las luces de la costa de Espaсa.

Quй iguales y quй distintos eran, pensaba. Cуmo se parecнan en algunas cosas —ella lo intuyу desde la noche del Yamila—, y quй diferentes formas tenнan de encarar la vida y el futuro. Como el Gьero, Santiago era listo, bragado y muy frнo en el trabajo: de los que nunca pierden la cabeza aunque estйn rompiйndoles la madre. Tambiйn la hacнa disfrutar en la cama, donde era generoso y atento, siempre controlбndose con mucha calma y pendiente de sus deseos. Menos divertido, tal vez, pero mбs tierno que el otro. Mбs dulce, a ratos. Y ahн terminaban las semejanzas. Santiago era callado, poco gastador, tenнa escasos amigos y desconfiaba de todo el mundo. Soy celta del Finisterre, decнa —en gallego, Fisterra significa fin, extremo lejano de la tierra—. Quiero llegar a viejo y jugar al dominу en un bar de O Grove, y tener un pazo grande con un mirador de peuvecй acristalado desde donde se vea el mar, con un telescopio potente para ver entrar y salir los barcos, y una goleta propia de sesenta pies fondeada en la rнa. Pero si me gasto el dinero, tengo demasiados amigos o confнo en mucha gente, nunca llegarй a viejo ni tendrй nada de eso: cuantos mбs eslabones, menos puedes fiarte de la cadena. Santiago tampoco fumaba ni tabaco ni hachнs ni nada, y apenas tomaba una copa de vez en cuando. Al levantarse corrнa media hora por la playa, con el agua por los tobillos, y luego fortalecнa los mъsculos haciendo flexiones que —Teresa las habнa contado, incrйdula— llegaban a cincuenta cada vez. Tenнa un cuerpo delgado y duro, claro de piel pero muy bronceado en los brazos y en la cara, con su tatuaje del Cristo crucificado en el antebrazo derecho —el Cristo de mi apellido, comentу una vez— y otra pequeсa marca en el hombro izquierdo, un cнrculo con una cruz celta y unas iniciales, 1. A., cuyo significado, que ella sospechaba un nombre de mujer, no quiso contarle nunca. Tambiйn tenнa una cicatriz vieja, en diagonal y como de media cuarta, en la espalda, a la altura de los riсones. Una navaja, fue lo que dijo cuando Teresa preguntу. Hace mucho. Cuando vendнa rubio de batea por los bares, y los otros chicos temieron que les quitara la clientela. Y mientras decнa aquello sonreнa un poco, melancуlico, como si aсorase el tiempo de ese navajazo.

Casi habrнa podido amarlo, reflexionaba Teresa a veces, de no haber pasado todo en el lugar equivocado, en la porciуn de vida equivocada. Las cosas siempre ocurrнan demasiado pronto o demasiado tarde. Sin embargo estaba a gusto con йl, como para volarse la barda de puro bien, viendo la tele recostada en su hombro, mirando revistas del corazуn, bronceбndose al sol con un Bisonte taqueadito de hachнs entre los dedos —sabнa que Santiago no aprobaba que fumase aquello, pero nunca le oyу una palabra en contra—, o viйndolo trabajar bajo el porche, el torso desnudo y el mar al fondo, en los ratos que dedicaba a sus barquitos de madera. Le gustaba mucho verlo construir barcos porque era de veras paciente y minucioso, requetehбbil para reproducir pesqueros como los de verdad, pintados en rojo, azul y blanco, y veleros con cada vela y cada cabito en su sitio. Y era curioso lo de los barcos, y tambiйn lo de la lancha; porque, para su sorpresa, habнa descubierto que Santiago no sabнa nadar. Ni siquiera bracear como ella —el Gьero la habнa enseсado en Altata—: con muy poco estilo, pero nadando, a fin de cuentas. Lo confesу una vez, al hilo de otro asunto. Nunca pude tenerme a flote, dijo. Me da raro. Y cuando Teresa le preguntу por quй se arriesgaba entonces en una planeadora, йl se limitу a encogerse de hombros, fatalista, con aquella sonrisa suya que parecнa salirle despuйs de muchas vueltas y revueltas por los adentros. La mitad de los gallegos no sabemos nadar, dijo al fin. Nos ahogamos resignados, y punto. Y al principio ella no supo si hablaba del todo en broma, o del todo en serio.

Una tarde, tapeando donde, Kuki —casa Bernal, una tasca de Campamento— Santiago le presentу a un conocido: un reportero del Diario de Cбdiz llamado Уscar Lobato. Conversador, moreno, cuarentуn, con un rostro lleno de marcas y cicatrices que le daba aspecto del tipo hosco que en realidad no era, Lobato se movнa como pez en el agua lo mismo entre contrabandistas que entre aduaneros y guardias civiles. Leнa libros y sabнa de todo, desde motores a geografнa, o mъsica. Tambiйn conocнa a todo el mundo, no revelaba sus fuentes ni con una 45 apoyada en la sien, y frecuentaba el ambiente desde hacнa tiempo, con la agenda telefуnica repleta de contactos. Siempre echaba una mano cuando podнa, sin importarle en quй lado de la ley militase cada cual, en parte por relaciones pъblicas y en parte porque, pese a los resabios de su oficio, decнan, no era mala gente. Ademбs, le gustaba su trabajo. Aquellos dнas rondaba la Atunara, el antiguo barrio pescador de La Lнnea, donde el paro habнa reconvertido a los pescadores en contrabandistas. Las lanchas de Gibraltar alijaban en la playa a plena luz del dнa, descargadas por mujeres y niсos que pintaban sus propios pasos de peatones en la carretera para cruzar cуmodamente con los fardos a cuestas. Los crнos jugaban a traficantes y guardias civiles en la orilla del mar, persiguiйndose con cajas vacнas de Winston encima de la cabeza; sуlo los mбs pequeсos querнan desempeсar el papel de guardias. Y cada intervenciуn policial terminaba entre gases lacrimуgenos y pelotazos de goma, con autйnticas batallas campales entre los vecinos y los antidisturbios.

—Imaginad la escena —contaba Lobato—: playa de Puente Mayorga, de noche, una planeadora gibraltareсa con dos fulanos descargando tabaco. Pareja de la Guardia Civil: cabo viejo y guardia joven. Alto, quiйn vive, etcйtera. Los de tierra que se largan. El motor que no arranca, el guardia joven que se mete en el agua y sube a la planeadora. Ese motor que por fin arranca, y allб se va la lancha para Gibraltar, un traficante al timуn y el otro dбndose de hostias con el picoleto... Imaginad ahora esa planeadora que se para en mitad de la bahнa. Esa conversaciуn con el guardia. Mira, chaval, le dicen. Si seguimos contigo a Gibraltar nos vamos a buscar la ruina, y a ti te empapelarбn por perseguirnos dentro de territorio inglйs. Asн que vamos a tranquilizarnos, їvale?... Desenlace: esa planeadora que vuelve a la orilla, ese guardia que se baja. Adiуs, adiуs. Buenas noches. Y aquн paz y despuйs gloria.

Por su doble condiciуn de gallego y de traficante, Santiago desconfiaba de los periodistas; pero Teresa sabнa que a Lobato lo consideraba una excepciуn: era objetivo, discreto, no creнa en buenos ni malos, sabнa hacerse tolerar, pagaba las copas y jamбs tomaba notas en pъblico. Tambiйn sabнa buenas historias y mejores chistes, y nunca cotorreaba gacho. Habнa llegado al Bernal con Toby Parrondi, un piloto de planeadoras gibraltareсo, y algunos colegas de йste. Todos los llanitos eran jуvenes: cabellos largos, pieles bronceadas, aretes en las orejas, tatuajes, paquetes de tabaco con mecheros de oro sobre la mesa, coches de gran cilindrada y cristales tintados que circulaban con la mъsica de Los Chunguitos, o de Javivi, o de Los Chichos, a toda potencia: canciones que a Teresa le recordaban un poco los narcocorridos mejicanos. De noche no duermo, de dнa no vivo, decнa una de las letras. Entre estas paredes, maldito presidio. Canciones que formaban parte del folklore local, como aquellas otras de Sinaloa, con tнtulos igual de pintorescos: La mora y el legionario, Soy un perro callejero, Puсos de acero, A mis colegas. Los contrabandistas llanitos sуlo se diferenciaban de los espaсoles en que habнa mбs tipos claros de pelo y piel, y en que mezclaban palabras inglesas con su acento andaluz. En lo demбs salнan cortados por el mismo patrуn: cadenas de oro al cuello con crucifijos, medallas de la Virgen o la inevitable efigie de Camarуn. Camisetas heavy metal, chбndals caros, zapatillas Adidas y Nike, pantalones tejanos muy descoloridos y de buenas marcas con fajos de billetes en un bolsillo trasero y el bulto de la navaja en el otro. Raza dura, tan peligrosa a ratos como la sinaloense. Nada que perder y mucho por ganar. Con esas chavas, sus novias, embutidas en pantalones estrechos y camisetas cortas que enseсaban las caderas tatuadas y los piercings de los ombligos, mucho maquillaje y perfume, y todo aquel oro encima. A Teresa le recordaban a las morras de los narcos culichis. En cierta forma tambiйn a ella misma; y darse cuenta la hizo pensar que habнa pasado demasiado tiempo, y demasiadas cosas. En aquel grupo estaba algъn espaсol de la Atunara, pero la mayor parte eran llanitos; britбnicos con apellidos espaсoles, ingleses, malteses y de todos los rincones del Mediterrбneo. Como dijo Lobato guiсando un ojo mientras incluнa a Santiago en el gesto, lo mejor de cada casa.

—Asн que mejicana.

—Уrale.

—Pues has venido bien lejos. —Cosas de la vida.

La sonrisa del reportero estaba manchada de espuma de cerveza.

—Eso suena a canciуn de Josй Alfredo. —їConoces a Josй Alfredo?

—Un poco.

Y Lobato se puso a canturrear Llegу borracho el borracho mientras invitaba a otra ronda. Lo mismo para mis amigos y para mн, dijo. Incluidos los caballeros de aquella mesa y sus seсoras.

... Pidiendo cinco tequilas, Y le dijo el cantinero:

se acabaron las bebidas.

Teresa roleу un par de estrofas con йl, y se rieron al final. Era simpбtico, pensу. Y no se pasaba de listo. Pasarse de listo con Santiago y con aquella raza era malo para la salud. Lobato la miraba con ojos atentos, valorativo. Ojos de saber de quй lado masca la iguana.

—Una mejicana y un gallego. Vivir para ver.

Eso estaba bien. No hacer preguntas sino dar pie a que otros cuenten, si se tercia. Dejбndosela ir como con cremita.

—Mi papб era espaсol. —їDe dуnde? —Nunca lo supe.

Lobato no preguntу si era verdad que nunca lo habнa sabido, o si le estaba saliendo por peteneras. Dando por zanjado el asunto familiar, bebiу un sorbo de cerveza y seсalу a Santiago.

—Dicen que bajas al moro con йste.

—їQuiйn lo dice?

—Por ahн. Aquн no hay secretos. Quince kilуmetros de anchura son poca agua.

—Fin de la entrevista —dijo Santiago quitбndole a Lobato la cerveza mediada de la mano, a cambio de otra de la nueva ronda que acababan de encargar los rubios de la mesa.

El reportero encogiу los hombros. —Es bonita, tu chica. Y con ese acento. —A mн me gusta.

Teresa se dejaba acunar estrechada por los brazos de Santiago, sintiйndose como lechuguita. Kuki, el dueсo del Bernal, puso unas raciones sobre el mostrador: gambas al ajillo, carne mechada, albуndigas, tomates aliсados con aceite de oliva. A Teresa le encantaba comer o cenar de aquella forma tan espaсola, a base de botanas, de pie y de barra en barra, lo mismo embutidos que platos de cocina. Tapeando. Dio cuenta de la carne mechada, mojando pan en la salsa. Tenнa jaria y no le preocupaba engordar: era de las flacas, y durante algunos aсos podrнa permitirse excesos. Como decнan en Culiacбn, ponerse hasta la madre. Kuki tenнa en las estanterнas una botella de Cuervo, asн que pidiу un tequila. En Espaсa no usaban los caballitos largos y estrechos frecuentes en Mйxico, y ella siempre pisteaba en catavinos pequeсos, porque era lo mбs parecido. El problema era que duplicabas la tomada en cada trago.

Entraron mбs clientes. Santiago y Lobato, apoyados en la barra, conversaban sobre las ventajas de las lanchas de goma tipo Zodiac para moverse a altas velocidades con mala mar; y Kuki terciaba en la conversaciуn. Los cascos rнgidos sufrнan mucho en las persecuciones, y hacнa tiempo que Santiago acariciaba la idea de una semirrнgida con dos o tres motores, lo bastante grande para aguantar la mar, llegando hasta las costas orientales andaluzas y el cabo de Gata. El problema era que no disponнa de medios: demasiada inversiуn y demasiado riesgo. Suponiendo que luego, en el agua, aquellas ideas fuesen confirmadas por los hechos.

De pronto cesу la conversaciуn. Tambiйn los gibraltareсos de la mesa habнan enmudecido, y miraban al grupo que acababa de instalarse al extremo de la barra, junto al antiguo cartel taurino de la ъltima corrida de toros antes de la guerra civil —Feria de La Lнnea, 19, 20 y 21 de julio de 1936—. Eran cuatro hombres jуvenes, de buen aspecto. Uno gьerito y con gafas y dos altos, atlйticos, con polos deportivos y el pelo corto. El cuarto hombre era atractivo, vestido con una camisa azul impecablemente planchada y unos tejanos tan limpios que parecнan nuevos.

—Heme aquн, una vez mбs —suspirу Lobato, guasуn—, entre aqueos y troyanos.

Se disculpу un momento, guiсу un ojo a los gibraltareсos de la mesa y fue a saludar a los reciйn llegados, demorбndose un poco mas con el de la camisa azul. A la vuelta se reнa por lo bajini.

—Los cuatro son de Vigilancia Aduanera. Santiago los miraba con interйs profesional. Al verse observado, uno de los altos inclinу un poco la cabeza a modo de saludo, y Santiago levantу un par de centнmetros su vaso de cerveza. Podнa ser una respuesta o no serlo. Los cуdigos y las reglas del juego al que todos jugaban: cazadores y presas en territorio neutral. Kuki servнa manzanilla y tapas sin inmutarse. Aquellos encuentros se daban a diario. —El guaperas —seguнa detallando Lobato— es piloto del pбjaro.

El pбjaro era el BO-105 de Aduanas, preparado para el rastreo y caza en el mar. Teresa lo habнa visto volar acosando a las lanchas contrabandistas. Volaba bien, muy bajo. Arriesgбndose. Observу al tipo: en torno a los treinta y pocos, prieto de pelo, bronceado de piel. Habrнa podido pasar por mejicano. Parecнa correcto, bien chiles. Un punto tнmido.

—Me ha dicho que anoche le tiraron una bengala que le pegу en una pala —Lobato miraba a Santiago—. No serнas tъ, їverdad?

—No salн anoche.

—Igual fue alguno de йsos.

—Igual.

Lobato mirу a los gibraltareсos, que ahora hablaban exageradamente alto, riйndose. Ochenta kilos les voy a meter maсana, fanfarroneaba alguien. Por la cara. Uno de ellos, Parrondi, le dijo a Kuki que sirviera una ronda a los seсores aduaneros. Que es mi cumpleaсos y tengo yo, decнa con manifiesta guasa, mucho gusto en convidarles. Desde el extremo de la barra, los otros rechazaron la propuesta, aunque uno de ellos levantу dos dedos haciendo la uve de la victoria mientras decнa felicidades. El rubio de las gafas, informу Lobato, era el patrуn de una. turbolancha Hachejota. Tambiйn gallego, por cierto. De La Coruсa.

—En cuanto al aire, ya sabes —aсadiу Lobato para Santiago—. Reparaciуn, y una semana de cielo libre, sin buitres en la chepa. Asн que tъ mismo.

—No tengo nada estos dнas. —їNi siquiera tabaco? —Tampoco.

—Pues quй lбstima.

Teresa seguнa observando al piloto. Tan modos y mosquita muerta que parecнa. Con su camisa impecable, el pelo reluciente y repeinado, resultaba difнcil relacionarlo con el helicуptero que era pesadilla de los contrabandistas. A lo mejor, se dijo, pasaba como en una pelнcula que vieron Santiago y ella comiendo pipas en el cine de verano de La Lнnea: el doctor Jeckyll y mнster Hyde.

Lobato, que habнa advertido su mirada, acentuу un poco la sonrisa.

—Es un buen chaval. De Cбceres. Y le tiran las cosas mбs raras que puedas imaginar. Una vez le arrojaron un remo, partiйndole una pala, y casi se mata. Y cuando aterriza en la playa, los crнos lo reciben a pedradas... A veces la Atunara parece Vietnam. Claro que en el mar es distinto.

—Sн —confirmу Santiago entre dos sorbos de cerveza—. Allн son esos hijoputas los que tienen la ventaja.

Asн llenaban el tiempo libre. Otras veces iban de compras o de gestiones al banco en Gibraltar, o paseaban por la playa en los magnнficos atardeceres del prolongado verano andaluz, con el Peсуn prendiendo sus bombillas poco a poco, al fondo, y la bahнa llena de buques con diferentes banderas —Teresa ya identificaba las principales— que encendнan las luces mientras se apagaba el sol a poniente. La casa era un chalecito situado a diez metros del agua, en la boca del rнo Palmones, donde se levantaban algunas viviendas de pescadores justo a la mitad de la bahнa entre Algeciras y Gibraltar. Le gustaba aquella zona que le recordaba un poco a Altata, en Sinaloa, con playas arenosas, y pateras azules y rojas varadas junto al agua mansa del rнo. Solнan desayunar cafй cortado con tostadas de aceite en El Espigуn o el Estrella de Mar, y comer los domingos tortillitas de camarones en casa Willy. En ocasiones, entre viaje y viaje llevando cargas por el Estrecho, tomaban la Cherokee de Santiago y se iban hasta Sevilla por la Ruta del Toro, a comer en casa Becerra o parando a picar jamуn ibйrico y caсa de lomo en las ventas de carretera. Otras veces recorrнan la Costa del Sol hasta Mбlaga o iban en direcciуn opuesta, por Tarifa y Cбdiz hasta Sanlъcar de Barrameda y la desembocadura del Guadalquivir: vino Barbadillo, langostinos, discotecas, terrazas de cafйs, restaurantes, bares y karaokes, hasta que Santiago abrнa la cartera, echaba cuentas y decнa ya vale, se encendiу la reserva, volvamos para ganar mбs, que nadie nos lo regala. A menudo pasaban dнas enteros en el Peсуn, sucios de aceite y grasa, achicharrados bajo el sol y comidos de moscas en el varadero de Marina Sheppard, desmontando y volviendo a montar el cabezуn de la Phantom —palabras antes misteriosas como pistones americanos, cabezas ovaladas, jaulas de rodamientos, ya no tenнan secretos para Teresa—, y luego probaban la lancha en veloces planeadas por la bahнa, observados de cerca por el helicуptero y las Hachejotas y las Heineken, que tal vez esa misma noche volverнan a empeсarse con ellos en el juego del gato y el ratуn al sur de Punta Europa. Y cada tarde, los dнas tranquilos de puerto y varadero, al terminar el trabajo se iban al Olde Rock a tomar algo sentados en la mesa de siempre, bajo un cuadrito que mostraba la muerte de un almirante inglйs llamado Nelson.

De ese modo, durante aquel tiempo casi feliz —por primera vez en su vida era consciente de serlo—, Teresa se hizo al oficio. La mejicanita que poco mбs de un aсo antes habнa echado a correr en Culiacбn era ahora una mujer fogueada en travesнas nocturnas y sobresaltos, en cuestiones marineras, en mecбnica naval, en vientos y corrientes. Conocнa el rumbo y la actividad de los barcos por el nъmero, color y posiciуn de sus luces. Estudiу las cartas nбuticas espaсolas e inglesas del Estrecho comparбndolas con sus propias observaciones, hasta saberse de memoria sondas, perfiles de costa, referencias que luego, de noche, marcarнan la diferencia entre el йxito o el fracaso. Cargу tabaco en los almacenes gibraltareсos, alijбndolo una milla mбs allб, en la Atunara, y hachнs en la costa marroquн para desembarcarlo en calas y playas desde Tarifa a Estepona. Verificу, llave inglesa y destornillador en mano, bombas de refrigeraciуn y cilindros, cambiу бnodos, purgу aceite, desmontу bujнas y aprendiу cosas que nunca habнa imaginado fuesen ъtiles; como, por ejemplo, que el consumo/hora de un cabezуn trucado, como el de cualquier motor de dos tiempos, se calcula multiplicando por 0,4 1a potencia mбxima: regla utilнsima cuando se quema el combustible a chorros en mitad del mar, donde no hay gasolineras. Del mismo modo se acostumbrу a guiar a Santiago con golpes en los hombros en huidas muy apuradas, para que la proximidad de las turbolanchas o el helicуptero no lo distrajeran cuanto pilotaba a velocidades peligrosas; e incluso a manejar ella misma una planeadora por encima de los treinta nudos, meter gas o reducirlo con mala mar para que el casco sufriera lo imprescindible, elevar la cola del cabezуn con marejada o regularla intermedia para el planeo, camuflarse cerca de la costa aprovechando los dнas sin luna, pegarse a un pesquero o a un barco grande a fin de disimular la propia seсal de radar. Y tambiйn, las tбcticas evasivas: utilizar el corto radio de giro de la Phantom para esquivar el abordaje de las mбs potentes pero menos maniobrables turbolanchas, buscar la popa de quien te da caza, doblarle la proa o cortar su estela aprovechando las ventajas de la gasolina frente al lento gasуleo del adversario. Y asн pasу del miedo a la euforia, de la victoria al fracaso; y supo, de nuevo, lo que ya sabнa: que unas veces se pierde, otras se gana, y otras se deja de ganar. Arrojу fardos al mar, iluminada en plena noche por el foco de los perseguidores, o los transbordу a pesqueros y a sombras negras que se adelantaban desde playas desiertas entre el rumor de la resaca, metidas en el agua hasta la cintura. Incluso en cierta ocasiуn —la ъnica hasta entonces, en el transcurso de una operaciуn con gente de poco fiar— lo hizo mientras Santiago vigilaba sentado a popa, en la oscuridad, con una Uzi disimulada bajo la ropa; no como precauciуn ante la llegada de aduaneros o guardias civiles —eso iba contra las reglas del juego— sino para precaverse de la gente a la que hacнan la entrega: unos franceses de mala fama y peores modos. Y luego, esa misma madrugada, alijada ya la carga y navegando rumbo al Peсуn, la propia Teresa habнa arrojado con mucho alivio la Uzi al mar.

Ahora estaba lejos de sentir ese alivio, pese a que navegaban con la planeadora vacнa y de vuelta a Gibraltar. Eran las 4.40 de la madrugada y sуlo habнan transcurrido dos horas desde que embarcaron los trescientos kilos de resina de hachнs en la costa marroquн: tiempo suficiente para cruzar las nueve millas que separaban Al Marsa de Cala Arenas, y alijar allн sin problemas la carga de la otra orilla. Pero —decнa un refrбn espaсol— hasta que pasa el rabo todo es toro. Y para confirmarlo, un poco antes de Punta Carnero, reciйn entrados en el sector rojo del faro y viйndose ya la mole iluminada del Peсуn al otro lado de la bahнa de Algeciras, Santiago habнa soltado una blasfemia, vuelto de pronto a mirar hacia lo alto. Y un instante despuйs, por encima del sonido del cabezуn, Teresa oyу un ronroneo diferente que se aproximaba por una banda y luego se situaba a popa, segundos antes de que un foco encuadrase de pronto la lancha, deslumbrбndolos muy de cerca. El pбjaro, mascullaba ahora Santiago. El puto pбjaro. Las palas del helicуptero removнan una turbonada de aire sobre la Phantom, levantando agua y espuma alrededor, cuando Santiago moviу el trimer de la cola, pisу el acelerador, la aguja saltу de 2.500 a 4.000 revoluciones, y la lancha empezу a correr dando golpes sobre el mar, planeando en rбpidos pantocazos. Ni madres. El foco los seguнa, oscilante de una banda a otra y de йstas a popa, iluminando como una cortina blanca el aguaje que levantaban doscientos cincuenta caballos a buena potencia. Entre los golpes y la espuma, bien agarrada para no caer por la borda, Teresa hizo lo que debнa hacer: olvidarse de la amenaza relativa del helicуptero —volaba, calculу, a unos cuatro metros del agua, y como ellos a una velocidad de casi cuarenta nudos— y ocuparse de la otra amenaza que sin duda rondaba cerca, mбs peligrosa pues corrнan demasiado prуximos a tierra: la Hachejota de Vigilancia Aduanera que, guiada por su radar y por el foco del helicуptero, debнa de estar en ese momento navegando hacia ellos a toda velocidad, para cortarles el paso o empujar la planeadora contra la costa. Hacia las piedras de la restinga de La Cabrita, que estaban en algъn lugar delante y un poco a babor.

Pegу la cara al cono de goma del Furuno, lastimбndose la frente y la nariz con los pantocazos, y tecleу para bajar el alcance a media milla. Diosito, Dios. Si en esta chamba no estбs a buenas con Dios, ni te metas, pensу. El barrido de la antena en la pantalla le parecнa increнblemente largo, una eternidad que aguardу conteniendo el aliento. Sбcanos tambiйn de йsta, Diosito lindo. Hasta del santo Malverde se acordaba, aquella negra noche de su mal. Iban sin carga que los mandara a prisiуn; pero los aduaneros eran raza pesada, aunque en las tascas de Campamento te dijeran cumpleaсos feliz. A tales horas y por aquellos rumbos, podнan recurrir a cualquier pretexto para incautarse de la lancha, o golpearla como por accidente y echarla a pique. La luz cegadora del foco se le metнa en la pantalla, dificultбndole la visiуn. Advirtiу que Santiago subнa las revoluciones del motor, pese a que con la mar que levantaba el viento de poniente ya iban al lнmite. Al gallego no se le arrugaba el cuero; y tampoco era hombre inclinado a poner las cosas fбciles a la ley. Entonces la planeadora dio un salto mбs prolongado que los anteriores —que no se gripe el motor, pensу mientras imaginaba la hйlice girando en el vacнo— y, al golpear de nuevo el casco la superficie del agua, Teresa, agarrada lo mejor que podнa, dбndose una y otra vez con la cara en el reborde de goma del radar, vio por fin en la pantalla, entre los innumerables pequeсos ecos de la marejada, otra mancha negra, distinta: una seсal alargada y siniestra que se les acercaba rбpidamente por la aleta de estribor, a menos de quinientos metros.

—ЎA las cinco! —gritу, sacudiendo el hombro derecho de Santiago—... ЎTres cables!

Lo dijo pegбndole la boca a la oreja para hacerse oнr por encima del rugido del motor. Entonces Santiago echу un inъtil vistazo hacia allн, entornados los ojos bajo el resplandor del foco del helicуptero que seguнa pegado a ellos, y despuйs arrancу de un manotazo la goma del radar para ver йl mismo la pantalla. La sinuosa lнnea negra de la costa se trazaba inquietantemente cerca a cada barrido de la antena, unos trescientos metros por el travйs de babor. Teresa mirу a proa. El faro de Punta Carnero seguнa emitiendo sus destellos de color rojo. Con aquel rumba, cuando pasaran al sector de luz blanca ya no habrнa modo de evitar la restinga de La Cabrita. Santiago debiу de pensar lo mismo, pues en ese momento redujo velocidad y girу el timуn hacia la derecha, volviу a acelerar y maniobrу varias veces en zigzag de la misma forma, mar adentro, mirando alternativamente la pantalla de radar y el foco del helicуptero, que a cada quiebro se adelantaba, perdiйndolos de vista un momento, antes de pegбrseles de nuevo para mantenerlos encuadrados con su luz. Ya fuera el de la camisa azul o cualquier otro, pensу Teresa con admiraciуn, aquel tipo de arriba era de los que no tenнan madre. Pa' quй te digo que no, si sн. Y dominaba su oficio. Volar de noche con un helicуptero y a ras del agua no estaba en manos de cualquiera. El piloto debнa de ser tan bueno como el Gьero, en sus tiempos y en lo suyo. O mбs. Deseу tirarle una pinche bengala, si hubieran llevado bengalas a bordo. Verlo caer en llamas al agua.

ЎChof!

Ahora la seсal de la Hachejota estaba mбs prуxima en el radar, acercбndose implacable. Lanzada a toda potencia con mar llana, la planeadora resultaba inalcanzable; pero con marejada sufrнa demasiado, y la ventaja era de los perseguidores. Teresa mirу atrбs y al travйs de estribor haciendo visera con la mano bajo la luz, esperando verla aparecer de un momento a otro. Agarrada lo mejor que podнa, agachando la cabeza cada vez que un rociуn de espuma saltaba sobre la proa, sentнa doloridos los riсones de los continuos pantocazos. A ratos observaba el perfil testarudo de Santiago, sus rasgos tensos goteando agua salada, los ojos deslumbrados atentos a la noche. Las manos crispadas sobre el timуn de la Phantom, dirigiйndola con pequeсas y hбbiles sacudidas, sacando el mбximo partido de las quinientas vueltas extra del motor trucado, del grado de inclinaciуn de la cola, y de la quilla plana que en algunos prolongados saltos parecнa volar, como si la hйlice sуlo tocara el agua de vez en cuando, y otras veces golpeaba con estrйpito, crujiendo de manera que el casco parecнa a punto de desarmarse en pedazos.

—ЎAhн estб!

Y ahн estaba: una fantasmal sombra por momentos gris, por momentos azul y blanca, que se iba adentrando en el campo de luz proyectada por el helicуptero con grandes rбfagas de agua, su casco peligrosamente cerca. Entraba y salнa de la luz como un muro enorme o un cetбceo monstruoso que corriera sobre el mar, y el foco que ahora tambiйn los iluminaba desde la turbolancha, coronado por un destello azul intermitente, parecнa un ojo maligno. Sorda por el rugido de los motores, agarrada donde podнa, empapada por los rociones, sin osar frotarse los ojos, que le escocнan de sal, por miedo a verse lanzada fuera, Teresa observу que Santiago abrнa la boca para gritar algo que no llegу a sus oнdos, y despuйs lo vio llevar la mano derecha a la palanca de trimado de la cola, levantar el pie del acelerador para reducir gas bruscamente mientras metнa el timуn a babor, y pisar de nuevo, proa al faro de Punta Carnero. El tijeretazo les hizo esquivar el foco del helicуptero y la proximidad de la Hachejota; pero el alivio de Teresa durу el tiempo brevнsimo que tardу en darse cuenta de que corrнan directos a tierra casi por el lнmite entre los sectores rojo y blanco del faro, hacia los cuatrocientos metros de piedras y arrecifes de La Cabrita. No requetechingues, murmurу. El foco de la turbolancha los perseguнa ahora desde atrбs, a popa, ayudado por el helicуptero que otra vez volaba junto a ellos. Y entonces, cuando Teresa, crispadas las manos en los agarres, todavнa intentaba calcular los pros y los contras, vio el faro delante y arriba, demasiado cerca, pasar del rojo al blanco. No necesitaba el radar para saber que estaban a menos de cien metros de las piedras, y que la sonda disminuнa rбpidamente. Todo bien requetegacho. O afloja o nos estrellamos, se dijo. Y a esta pinche velocidad ni siquiera puedo arrojarme al mar. Al mirar atrбs vio el foco de la Hachejota abrirse poco a poco, cada vez mбs lejos, a medida que sus tripulantes tomaban resguardo para evitar la restinga. Santiago mantuvo el rumbo un poco mбs, echу un vistazo sobre el hombro hacia la Hachejota, mirу la sonda y luego al frente, donde la claridad lejana de Gibraltar silueteaba en oscuro La Cabrita. Espero que no, pensу asustada Teresa. Espero que no se le ocurra meterse por mitad del caсo que hay entre las piedras: ya lo hizo una vez, pero era de dнa y no corrнamos tanto como hoy. En ese momento Santiago redujo gas de nuevo, metiу el timуn a estribor, y pasando bajo la panza del helicуptero, cuyo piloto lo hizo ascender bruscamente para evitar la antena de radar de la Phantom, cruzу no por el caсo sino sobre la punta exterior de la restinga, con la masa negra de La Cabrita tan cerca que Teresa pudo oler sus algas y oнr el eco del motor en las paredes rocosas del acantilado. Y de pronto, todavнa con la boca abierta y los ojos desorbitados, se vio al otro lado de Punta Carnero: la mar mucho mбs tranquila que afuera, y la Hachejota otra vez a un par de cables a causa del arco que habнa descrito para abrirse del rumbo. El helicуptero volvнa a pegбrseles a popa, pero ya no era mбs que una compaснa incуmoda, sin consecuencias, mientras Santiago subнa el motor al mбximo, 6.300 revoluciones, y la Phantom cruzaba la bahнa de Algeciras a cincuenta y cinco nudos, planeando sobre la mar llana hacia la embocadura del puerto de Gibraltar. Padrнsimo. Cuatro millas en cinco minutos, con una leve maniobra para eludir un petrolero fondeado a medio camino. Y cuando la Hachejota abandonу la persecuciуn y el helicуptero empezу a distanciarse y ganar altura, Teresa se incorporу a medias en la planeadora y, todavнa iluminada por el foco, le hizo al piloto un elocuente corte de mangas. Adiуs, cabrooooуn. Tres veces te engaсй, y ahн nos vemos, zopilote. En la tasca de Kuki.


 

6.



Поделиться:


Последнее изменение этой страницы: 2017-01-27; просмотров: 119; Нарушение авторского права страницы; Мы поможем в написании вашей работы!

infopedia.su Все материалы представленные на сайте исключительно с целью ознакомления читателями и не преследуют коммерческих целей или нарушение авторских прав. Обратная связь - 3.133.160.156 (0.09 с.)