Vбmonos donde nadie nos juzgue. 


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Vбmonos donde nadie nos juzgue.



A Dris Larbi no le gustaba meterse en la vida privada de sus chicas. O al menos eso me dijo. Era un hombre tranquilo, atento al negocio, partidario de que cada cual se lo montara a su aire, siempre y cuando no le endosaran a йl la nota de gastos. Tan apacible era, contу, que hasta se habнa dejado la barba para contentar a su cuсado: un integrista pelmazo que vivнa en Nador con la hermana y cuatro sobrinos. Poseнa el DNI espaсol y la nequa marroquн, votaba en las elecciones, mataba su cordero el dнa de Aid el Adha y pagaba impuestos sobre los beneficios declarados de sus negocios oficiales: no era mala biografнa para alguien que habнa cruzado la frontera a los diez aсos con una caja de limpiabotas bajo el brazo y menos papeles que un conejo de monte. Precisamente ese punto, el de los negocios, habнa obligado a Dris Larbi a considerar una y otra vez la situaciуn de Teresa Mendoza. Porque la Mejicana terminу convirtiйndose en algo especial. Llevaba la contabilidad del Yamila y conocнa algunos secretos de la empresa. Ademбs, tenнa cabeza para los nъmeros, y eso era de mucha utilidad en otro orden de cosas. A fin de cuentas, los tres clubs de alterne que el rifeсo tenнa en la ciudad eran parte de negocios mбs complejos, que incluнan facilitar el trбfico ilegal de inmigrantes —йl decнa trбnsito privado— a Melilla y a la Penнnsula. Eso abarcaba cruces por la valla fronteriza, pisos francos en la Caсada de la Muerte o en casas viejas del Real, sobornos a los policнas de guardia en los puestos de control, o expediciones mбs complejas, veinte o treinta personas por viaje, con desembarcos clandestinos en las playas andaluzas mediante pesqueros, lanchas o pateras que salнan de la costa marroquн. Mбs de una vez le habнan propuesto a Dris Larbi aprovechar la infraestructura para transportar algo mбs rentable; pero йl, ademбs de buen ciudadano y buen musulmбn, era prudente. La droga estaba bien y era dinero rбpido; pero trabajar ese gйnero, cuando se era conocido y con cierta posiciуn a este lado de la frontera, implicaba pasar tarde o temprano por un juzgado. Y una cosa era engrasar a un par de policнas espaсoles para que no pidieran demasiados papeles a las chicas o a los inmigrantes, y otra muy distinta comprar a un juez. Prostituciуn e inmigraciуn ilegal tenнan menos ruina que cincuenta kilos de hachнs en unas diligencias policiales. Menos malos rollos. El dinero venнa mas despacio, pero gozabas de libertad para gastбrtelo y no se iba en abogados y otras sanguijuelas. Por su cara que no.

La habнa seguido un par de veces, sin ocultarse demasiado. Haciйndose el encontradizo. Tambiйn habнa hecho averiguaciones sobre aquel individuo: gallego, visitas a Melilla cada ocho o diez dнas, una lancha rбpida Phantom pintada de negro. No era preciso ser enуlogo, o etnуlogo, o como se dijera, para deducir que lнquido y en tetrabrik sуlo podнa ser vino. Un par de consultas en los lugares adecuados permitieron establecer que el fulano vivнa en Algeciras, que la planeadora estaba registrada en Gibraltar, y que se llamaba, o lo llamaban —en ese ambiente era difнcil saber— Santiago Fisterra. Sin antecedentes penales, contу confidencial un cabo de la Policнa Nacional muy aficionado, por cierto, a que las chicas de Dris Larbi se la mamaran en horas de servicio dentro del coche patrulla. Todo eso permitiу que el jefe de Teresa Mendoza se hiciera una idea aproximada del personaje, considerбndolo bajo dos aspectos: inofensivo como cliente del Yamila, incуmodo como нntimo de la Mejicana. Incуmodo para йl, claro.

Pensaba en todo eso mientras observaba a la pareja. Los habнa visto de modo casual desde su automуvil paseando cerca del puerto, en el Mantelete, junto a las murallas de la ciudad vieja; y tras seguir adelante un trecho maniobrу para regresar de nuevo, aparcar e ir a tomar un botellнn a la esquina del Hogar del Pescador. En la placita, bajo un arco antiquнsimo de la fortaleza, Teresa y el gallego comнan pinchos morunos sentados junto a una de las tres desvencijadas mesas de un chiringuito. Hasta Dris Larbi llegaba el aroma de la carne especiada sobre las brasas, y tuvo que reprimirse —no habнa almorzado— para no ir hasta allн y pedir algo. A su lado marroquн lo volvнan loco los pinchitos.

En el fondo todas son iguales, se dijo. No importa lo serenas que parezcan, cuando se les cruza una buena herramienta se lнan la manta a la cabeza y no atienden a razones. Estuvo un rato mirбndola de lejos, con la Mahou en la mano, intentando relacionar a la joven que йl conocнa, la mejicanita eficiente y discreta detrбs del mostrador, con aquella otra vestida con tejanos, zapatos de tacуn muy alto y una chaqueta de cuero, el pelo con la raya en medio, liso y tirante hacia atrбs para recogerse en la nuca a la manera de su tierra, que conversaba con el hombre sentado junto a ella a la sombra de la muralla. Una vez mбs pensу que no era especialmente bonita sino del montуn; pero que segъn se arreglara, o segъn quй momento, podнa serlo. Los ojos grandes, el pelo tan negro, el cuerpo joven al que le sentaban bien los pantalones ajustados, los dientes blancos y sobre todo la manera dulce de hablar, y la forma en que escuchaba cuando le decнas algo, callada y seria como si pensara, de manera que te sentнas atendido, y casi importante. Sobre el pasado de Teresa, Dris Larbi sabнa lo imprescindible, y no deseaba mбs: que tuvo problemas serios en su tierra, y que alguien con influencias le procurу un sitio donde ocultarse. La habнa visto bajar del ferry de Mбlaga con su bolsa de viaje y el aire aturdido, desterrada a un mundo extraсo del que ignoraba las claves. A esta palomita se la comen en dos dнas, llegу a pensar. Pero la Mejicana habнa demostrado una singular capacidad de adaptarse al terreno; como esos soldados jуvenes de origen campesino, acostumbrados a sufrir bajo el sol y el frнo, que luego, en la guerra, resisten cualquier cosa y son capaces de soportar fatigas y privaciones, enfrentбndose a cada situaciуn como si hubieran pasado la vida en ella.

Por eso lo sorprendнa su relaciуn con el gallego. No era de las que se enredaban con un cliente o con cualquiera, sino de las resabiadas. De las que se lo pensaban. Y sin embargo allн estaba, comiendo pinchos morunos sin apartar los ojos del tal Fisterra; que tal vez tuviese futuro por delante —el propio Dris Larbi era una prueba de que podнa llegar a medrarse en la vida—, pero de momento no tenнa donde caerse muerto, y lo mбs probable eran diez aсos en cualquier prisiуn espaсola o marroquн, o un navajazo en una esquina. Es mбs: estaba seguro de que el gallego tenнa que ver con las recientes e insуlitas peticiones de Teresa de asistir a algunas de las fiestas privadas que Dris Larbi organizaba a uno y otro lado de la frontera. Quiero ir, propuso ella sin mбs explicaciones; y йl, sorprendido, no pudo ni quiso negarse. Vale, de acuerdo, por quй no. El caso es que allн habнa estado, en efecto, ver para creer, la misma que en el Yamila iba de estrecha y de seria detrбs de la barra, muy arreglada ahora y con mucho maquillaje y bien guapa, con aquel mismo peinado de raya en medio muy tirante hacia atrбs y un vestido negro de falda corta, escotado, de esos que se pegan a un cuerpo que no estaba mal, y sobre el tacуn alto unas piernas —nunca antes Dris Larbi la habнa visto asн— en realidad bastante potables. Vestida para matar, pensу el rifeсo la primera vez, cuando la recogiу con un par de coches y cuatro chicas europeas para llevarla al otro lado de la frontera, mбs allб de Mar Chica, a un chalet de lujo junto a la playa de Kariat Бrkeman. Despuйs, metidos en jarana —un par de coroneles, tres funcionarios de alto rango, dos polнticos y un rico comerciante de Nador—, Dris Larbi no le habнa quitado ojo a Teresa, curioso por averiguar lo que llevaba entre manos. Mientras las cuatro europeas, reforzadas por tres jovencнsimas marroquнes, entretenнan a los invitados de manera convencional en aquel tipo de situaciones, Teresa entablу conversaciуn un poco con todo el mundo, en espaсol y tambiйn en un inglйs elemental que hasta ese momento Dris Larbi ignoraba que ella controlara, y que йl desconocнa por completo salvo las palabras goodmorning, goodbye, fuck y money. Teresa estuvo toda la noche, observу desconcertado, tolerante y hasta simpбtica de aquн para allб, como tanteando con cбlculo el terreno; y tras esquivar el avance de uno de los polнticos locales, que a esas horas iba ya bastante cargado de todo lo ingerible en estado sуlido, lнquido y gaseoso, terminу decidiйndose por un coronel de la Gendarmerнa Real llamado Chaib. Y Dris Larbi, que como esos maоtres eficientes de hoteles y restaurantes se mantenнa en discreto aparte, un toque aquн y otro allб, una indicaciуn de cabeza o una sonrisa, procurando que todo transcurriese a gusto de sus invitados —tenнa una cuenta bancaria, tres puticlubs que mantener y docenas de emigrantes ilegales esperando luz verde para ser transportados a Espaсa—, no pudo menos que apreciar, como experto en relaciones pъblicas, la soltura con que la Mejicana se trajinaba al gendarme. Que no era, y eso lo advirtiу preocupado, un militar cualquiera. Porque todo traficante que pretendiera mover hachнs entre Nador y Alhucemas tenнa que pagarle un impuesto adicional, en dуlares, al coronel Abdelkader Chaib.

Teresa aъn asistiу a otra fiesta, un mes mбs tarde, donde se encontrу de nuevo con el coronel marroquн. Y mientras los observaba charlar aparte y en voz baja en un sofб junto a la terraza —esta vez se trataba de un lujoso бtico en uno de los mejores edificios de Nador—, Dris Larbi empezу a asustarse y decidiу que no habrнa una tercera vez. Llegу a pensar incluso en despedirla del Mamila; pero se veнa atado por ciertos compromisos. En aquella compleja cadena de amigos de un amigo, el rifeсo no controlaba las causas ъltimas ni los eslabones intermedios; y en esos casos mбs valнa ser cauto y no incomodar a nadie. Tampoco podнa negar cierta simpatнa personal por la Mejicana: ella le caнa bien. Pero eso no incluнa facilitarle las gestiones al gallego ni a ella los polvos con sus contactos marroquнes. Sin contar con que Dris Larbi procuraba mantenerse lejos de la planta del cannabis en cualquiera de sus formas y transformaciones. Asн que nunca mбs, se dijo. Si ella querнa cascбrsela a Abdelkader Chaib o cualquier otro por cuenta de Santiago Fisterra, no era йl quien iba a poner la cama.

La previno como йl solнa hacer esas cosas, sin meterse mucho. Dejбndolo caer. En cierta ocasiуn en que salнan juntos del Yamila y bajaron caminando hasta la playa mientras conversaban sobre una entrega de botellas de ginebra que debнa hacerse por la maсana, al llegar a la esquina del paseo marнtimo Dris Larbi vio al gallego que esperaba sentado en un banco; y sin transiciуn, a medio comentario sobre las cajas de botellas y el pago al proveedor, dijo: йse es de los que no se quedan. Nada mбs. Luego guardу silencio un par de segundos antes de seguir hablando de las cajas de ginebra, y tambiйn antes de darse cuenta de que Teresa lo miraba muy seria; no como si no entendiera, sino desafiбndolo a seguir, hasta el punto de que el rifeсo se vio obligado a encogerse de hombros y aсadir algo: o se van o los matan.

—Quй sabrбs tъ de eso —habнa dicho ella.

Y lo dijo con un tono de superioridad y un cierto desdйn que hicieron sentirse a Dris Larbi un poco ofendido. Quй se habrб creнdo esta apache estъpida, llegу a pensar. Abriу la boca para decir una groserнa, o quizб —no lo tenнa decidido— para comentarle a la mejicanita que йl de hombres y de mujeres sabнa unas cuantas cosas despuйs de pasar un tercio de su vida traficando con seres humanos y con coсos; y que si no le parecнa bien, estaba a tiempo de buscarse otro curro. Pero se quedу callado porque creyу comprender que ella no se referнa a eso, a los hombres y las mujeres y a los que te follan y desaparecen, sino a algo mбs complicado de lo que йl no estaba al corriente; y que en ocasiones, si uno era capaz de observar ese tipo de cosas, se traslucнa en la forma de mirar y en los silencios de aquella mujer. Y esa noche, junto a la playa donde aguardaba el gallego, Dris Larbi intuyу que el comentario de Teresa tenнa menos que ver con los hombres que se van que con los hombres a los que matan. Porque, en el mundo del que ella procedнa, que te mataran era una forma de irse tan natural como otra cualquiera.

Teresa tenнa una foto en el bolso. La llevaba en la cartera desde hacнa mucho tiempo: desde que el Chino Parra se la hizo a ella y al Gьero Dбvila un dнa que celebraban su cumpleaсos. Estaban los dos solos en la foto, йl llevaba puesta la chamarra de piloto y le pasaba un brazo por los hombros. Se veнa bien chilo riйndose frente a la cбmara, con su facha de gringo flaco y alto, la otra mano colgada por el pulgar en la hebilla del cinturуn. Su gesto risueсo contrastaba con el de Teresa, que apuntaba sуlo una sonrisa entre inocente y desconcertada. Contaba apenas veinte aсos entonces, y ademбs de chavisima parecнa frбgil, con los ojos muy abiertos ante el flash de la cбmara, y en la boca aquella mueca algo forzada, que no llegaba a contagiarse de la alegrнa del hombre que la abrazaba. Tal vez, como ocurre en la mayor parte de las fotografнas, la expresiуn era casual: un instante cualquiera, el azar fijado en la pelнcula. Pero cуmo no aventurarse ahora, con la lecciуn sabida, a interpretar. A menudo las imбgenes y las situaciones y las fotos no lo son del todo hasta que llegan los acontecimientos posteriores; como si quedaran en suspenso, provisionales, para verse confirmadas o desmentidas mбs tarde. Nos hacemos fotos, no con objeto de recordar, sino para completarlas despuйs con el resto de nuestras vidas. Por eso hay fotos que aciertan y fotos que no. Imбgenes que el tiempo pone en su lugar, atribuyendo a unas su autйntico significado, y negando otras que se apagan solas, igual que si los colores se borraran con el tiempo. Aquella foto que guardaba en la cartera era de las que se hacen para que luego adquieran sentido, aunque nadie sepa eso cuando la hace. Y al cabo, el pasado mбs reciente de Teresa daba a esa vieja instantбnea un futuro inexorable, al fin consumado. Ya era fбcil, desde esta orilla de sombras, leer, o interpretar. Todo parecнa obvio en la actitud del Gьero, en la expresiуn de Teresa, en la sonrisa confusa motivada por la presencia de la cбmara. Ella sonreнa para agradar a su hombre, lo justo —ven aquн, prietita, mira el objetivo y piensa en lo que me quieres, mi chula—, mientras se le refugiaba en los ojos el presagio oscuro. El presentimiento.

Ahora, sentada junto a otro hombre al pie de la Melilla antigua, Teresa pensaba en esa foto. Pensaba en ella porque apenas llegados allн, mientras su acompaсante encargaba los pinchitos al moro del hornillo de carbуn, un fotуgrafo callejero con una vieja Yashica colgada al cuello se les habнa acercado, y cuando le decнan que no, gracias, ella se preguntу quй futuro podrнan leer un dнa en la foto que no iban a hacerse, si la contemplaran aсos mбs tarde. Quй signos iban a interpretar, cuando todo se hubiera cumplido, en aquella escena junto a la muralla, con el mar resonando a pocos metros, el oleaje batiendo las rocas tras el arco del muro medieval que dejaba ver un trozo de cielo azul intenso, el olor a algas y a piedra centenaria y a basura de la playa mezclбndose con el aroma de los pinchitos especiados dorбndose sobre las brasas. —Me voy esta noche —dijo Santiago.

Era la sexta desde que se conocнan. Teresa contу un par de segundos antes de mirarlo, y asintiу al hacerlo.

—їDуnde?

—Da igual adуnde —la miraba grave, dando por sentado que eran malas noticias para ella—. Hay trabajo. Teresa sabнa cuбl era ese trabajo. Todo estaba a punto al otro lado de la frontera, porque ella misma se habнa encargado de que lo estuviera. Tenнan la palabra de Abdelkader Chaib —la cuenta secreta del coronel en Gibraltar acababa de aumentar un poco— de que no habrнa problemas en el embarque. Santiago llevaba ocho dнas pendiente de un aviso en su habitaciуn del hotel Бnfora, con Lalo Veiga vigilando la lancha en una ensenada de la costa marroquн, cerca de Punta Bermeja. A la espera de una carga. Y ahora el aviso habнa llegado.

—їCuбndo te regresas?

—No sй. Una semana como mucho.

Moviу Teresa un poco la cabeza, asintiendo de nuevo como si una semana fuera el tiempo adecuado. Habrнa hecho el mismo gesto si hubiese oнdo un dнa, o un mes. —Viene el oscuro —apuntу йl.

Quizб por eso estoy aquн sentada contigo, pensaba ella. Viene la luna nueva y tienes trabajo, y es como si yo estuviera sentenciada a repetir la misma rola. La cuestiуn es si quiero o no quiero repetirla. Si me conviene o no me conviene.

—Seme fiel —apuntу йl, o su sonrisa.

Lo observу como si regresara de muy lejos. Tanto que hizo un esfuerzo para entender a quй chingados se referнa.

—Lo intentarй —dijo al fin, cuando comprendiу. —Teresa.

—Quй.

—No hace falta que sigas aquн.

La miraba de frente, casi leal. Todos ellos miraban de frente, casi leales. Incluso al mentir, o al prometer cosas que no iban a cumplir jamбs, aunque no lo supieran.

—No mames. Ya hemos hablado de eso.

Habнa abierto el bolso y buscaba el paquete de cigarrillos y el encendedor. Bisonte. Unos cigarrillos recios, sin filtro, a los que se habнa acostumbrado por casualidad. No habнa Faros en Melilla. Encendiу uno, y Santiago seguнa mirбndola de la misma manera.

—No me gusta tu trabajo —dijo al rato йl. A mн me encanta el tuyo.

Sonу como el reproche que era, e incluнa demasiadas cosas en sуlo seis palabras. Йl desviу la vista. —Querнa decir que no necesitas a ese moro. —Pero tъ sн necesitas a otros moros... Y me necesitas a mн.

Recordу sin desear hacerlo. El coronel Abdelkader Chaib andaba por los cincuenta y no era mal tipo. Sуlo ambicioso y egoнsta como cualquier hombre, y tan razonable como cualquier hombre inteligente. Tambiйn podнa ser, cuando se lo proponнa, educado y amable. A Teresa la habнa tratado con cortesнa, sin exigir nunca mбs de lo que ella planeaba darle, y sin confundirla con la mujer que no era. Atento al negocio y respetando la cobertura. Respetбndola hasta cierto punto.

—Ya nunca mбs.

—Claro.

—Te lo juro. Lo he pensado mucho. Ya nunca mбs. Seguнa ceсudo, y ella se girу a medias. Dris Larbi estaba al otro lado de la placita, en la esquina del Hogar del Pescador, con una chela en la mano, observando la calle. O a ellos dos. Vio que levantaba el botellнn, como para saludarla, y respondiу inclinando un poco la cabeza. —Dris es un buen hombre —dijo, vuelta de nuevo a Santiago—. Me respeta y me paga.

—Es un chulo de putas y un moro cabrуn. —Y yo soy una india puta y cabrona.

Se quedу callado y ella fumу en silencio, malhumorada, escuchando el rumor del mar tras el arco del muro. Santiago se puso a entrecruzar distraнdamente los pinchos de metal en el plato de plбstico. Tenнa manos бsperas, fuertes y morenas, que ella conocнa bien. Llevaba el mismo reloj sumergible barato y fiable, nada de pulseras o anillos. Los reflejos de luz en el encalado de la plaza le doraban el vello sobre el tatuaje del brazo. Tambiйn clareaban sus ojos.

—Puedes venirte conmigo —apuntу йl por fin—. En Algeciras se estб bien... Nos verнamos cada dнa. Lejos de esto.

—No sй si quiero verte cada dнa.

—Eres una tнa rara. Rara de narices. No sabнa que las mejicanas fuerais asн.

—No sй cуmo son las mejicanas. Sй cуmo soy yo —lo pensу un instante—. Algunos dнas creo que lo sй. Tirу el cigarrillo al suelo, apagбndolo con la suela del zapato. Luego se volviу a comprobar si Dris Larbi seguнa en el bar de enfrente. Ya no estaba. Se puso en pie y dijo que se le antojaba dar un paseo. Todavнa sentado, mientras buscaba el dinero en el bolsillo de atrбs del pantalуn, Santiago seguнa mirбndola, y su expresiуn era distinta. Sonreнa. Siempre sabнa cуmo sonreнr para que a ella se le desvaneciesen las nubes negras. Para que hiciera esto, o lo de mбs allб. Abdelkader Chaib incluido joder, Teresa.

.—їQuй?

A veces pareces una crнa, y me gusta —se levantу, dejando unas monedas sobre la mesa—. Quiero decir cuando te veo caminar, y todo eso. Andas moviendo el culo, te vuelves, y te lo comerнa todo como si fueras fruta fresca... Y esas tetas.

—їQuй pasa con ellas?

Santiago ladeaba la cabeza, buscando una definiciуn adecuada.

—Que son bonitas —concluyу, serio—. Las mejores tetas de Melilla.

—Hнjole. їЙse es un piropo espaсol?

—Pues no sй —esperу a que ella terminara de reнrse—. Es lo que pasa por mi cabeza.

—їY sуlo eso?

—No. Tambiйn me gusta cуmo hablas. O cуmo te callas. Me pone, no sй... De muchas maneras. Y para una de esas maneras, a lo mejor la palabra es tierno.

—Bien. Me agrada que a veces olvides mis chichotas y te pongas tiernito.

—No tengo por quй olvidarme de nada. Tus tetas y yo tierno somos compatibles.

Ella se quitу los zapatos y echaron a andar por la arena sucia, y despuйs entre las rocas por la orilla del agua, bajo los muros de piedra ocre por cuyas troneras asomaban caсones oxidados. A lo lejos se dibujaba la silueta azulada del cabo Tres Forcas. A veces la espuma les salpicaba los pies. Santiago caminaba con las manos en los bolsillos, deteniйndose a trechos para comprobar que Teresa no corrнa riesgo de resbalar en el verdнn de las piedras hъmedas.

—Otras veces —aсadiу de pronto, como si no hubiera dejado de pensar en ello— me pongo a mirarte y pareces de golpe muy mayor... Como esta maсana.

—їY quй pasу esta maсana?

—Pues que me despertй y estabas en el cuarto de baсo, y me levantй a verte, y te vi delante del espejo, echбndote agua en la cara, y te mirabas como si te costara reconocerte. Con cara de vieja.

—їFea?

—Feнsima. Por eso quise volverte guapa, y te apalanquй en brazos y te llevй a la cama y estuvimos dбndonos estiba una hora larga.

—No me acuerdo.

—їDe lo que hicimos en la cama? —De estar fea.

Lo recordaba muy bien, por supuesto. Habнa despertado temprano, con la primera claridad gris. Canto de gallos al alba. Voz del muecнn en el minarete de la mezquita. Tic tac del reloj en la mesilla. Y ella incapaz de recobrar el sueсo, mirando cуmo la luz aclaraba poco a poco el techo del dormitorio, con Santiago dormido boca abajo, el pelo revuelto, media cara hundida en la almohada y la бspera barba naciente de su mentуn que le rozaba el hombro. Su respiraciуn pesada y su inmovilidad casi continua, idйntica a la muerte. Y la angustia sъbita que la hizo saltar de la cama, ir al cuarto de baсo, abrir la llave del agua y mojarse la cara una y otra vez, mientras la mujer que la observaba desde el espejo se parecнa a la mujer que la habнa mirado con el pelo hъmedo el dнa que sonу el telйfono en Culiacбn. Y luego Santiago reflejado detrбs, los ojos hinchados por el sueсo, desnudo como ella, abrazбndola antes de llevarla de nuevo a la cama para hacerle el amor entre las sбbanas arrugadas que olнan a los dos, a semen y a tibieza de cuerpos enlazados. Y luego los fantasmas desvaneciйndose hasta nueva orden, una vez mбs, con la penumbra del amanecer sucio —no habнa nada tan sucio en el mundo como esa indecisa penumbra gris de los amaneceres— al que la luz del dнa, derramбndose ya en caudal entre las persianas, relegaba de nuevo a los infiernos.

—Contigo me pasa, a ratos, que me quedo un poco fuera, їentiendes? —Santiago miraba el mar azul, ondulante con la marejada que chapaleaba entre las rocas; una mirada familiar y casi tйcnica—... Te tengo bien controlada, y de pronto, zaca. Te vas.

—A Marruecos.

—No seas tonta. Por favor. He dicho que eso terminу.

Otra vez la sonrisa que lo borraba todo. Guapo para no acabбrselo, pensу de nuevo ella. El pinche contrabandista de su pinche madre.

—Tambiйn a veces tъ te vas —dijo—. Requetelejos.

—Lo mнo es distinto. Tengo cosas que me preocupan... Quiero decir cosas de ahora. Pero lo tuyo es diferente.

Se quedу un poco callado. Parecнa buscar una idea difнcil de concretar. O de expresar.

—Lo tuyo —dijo al fin— son cosas que ya estaban ahн antes de conocerte.

Dieron unos pasos mбs antes de volver bajo el arco de la muralla. El viejo de los pinchitos limpiaba la mesa. Teresa y el moro cambiaron una sonrisa.

—Nunca me cuentas nada de Mйxico —dijo Santiago.

Ella se apoyaba en йl, poniйndose los zapatos. —No hay mucho que contar —respondiу—... Allн la gente se chinga entre ella por el narco o por unos pesos, o la chingan porque dicen que es comunista, o llega un huracбn y se los chinga a todos bien parejo.

—Me referнa a ti.

—Yo soy sinaloense. Un poquito lastimada en mi orgullo, ъltimamente. Pero atrabancada de a madre. —їY quй mбs?

—No hay mбs. Tampoco te pregunto a ti sobre tu vida. Ni siquiera sй si estбs casado.

—No lo estoy —movнa los dedos ante sus ojos—. Y me jode que no lo hayas preguntado hasta hoy.

—No pregunto. Sуlo digo que no lo sй. Asн fue el pacto.

—їQuй pacto? No recuerdo ningъn pacto. —Nada de preguntas chuecas. Tъ vienes, yo estoy. Tъ te vas, yo me quedo.

—їY el futuro?

—Del futuro hablaremos cuando llegue. —їPor quй te acuestas conmigo?

—їY con quiйn mбs? —Conmigo.

Se detuvo ante йl, los brazos en jarras, las manos apoyadas en la cintura como si fuera a cantarle una ranchera. —Porque eres un gьey bien puesto —dijo, mirбndolo de arriba abajo, con mucha lentitud y mucho aprecio—. Porque tienes ojos verdes, un trasero criminal de bonito, unos brazos fuertes... Porque eres un hijo de la chingada sin ser del todo egoнsta. Porque puedes ser duro y dulce al mismo tiempo... їTe basta con eso? —sintiу que se le tensaban los rasgos del rostro, sin querer—... Tambiйn porque te pareces a alguien que conocн.

Santiago la miraba. Torpe, naturalmente. La expresiуn halagada se habнa esfumado de un tajo, y ella adivinу sus palabras antes de que las pronunciara.

—No me gusta eso de recordarte a otro.

Pinche gallego, aquйl. Pinches hombres de mierda. Tan fбciles todos, y tan pendejos. De pronto sintiу la urgencia de acabar esa conversaciуn.

—Chale. Yo no he dicho que me recuerdes a otro. He dicho que te pareces a alguien.

—їY no quieres saber por quй me acuesto yo contigo?

—їAparte de mi utilidad en las fiestas de Dris Larbi? Aparte.

—Porque te la pasas requetelindo en mi panochita. Y porque a veces te sientes solo.

Lo vio pasarse una mano por el pelo, confuso. Luego la agarrу del brazo.

—їY si me acostara con otras? їTe importarнa? Liberу el brazo sin violencia; sуlo fue apartбndolo con suavidad hasta que de nuevo lo sintiу libre. —Estoy segura de que tambiйn te acuestas con otras.

—їEn Melilla?

—No. Eso lo sй. Aquн, no. —Di que me quieres. —Уrale. Te quiero. —Eso no es verdad.

—Quй mбs te da. Te quiero.

No me fue difнcil conocer la vida de Santiago Fisterra. Antes de viajar a Melilla completй el informe de la policнa de Algeciras con otro muy detallado de Aduanas que contenнa fechas y lugares, incluido su nacimiento en O Grove, un pueblo de pescadores de la rнa de Arosa. Por eso sabнa que, cuando conociу a Teresa, Fisterra acababa de cumplir los treinta y dos aсos. El suyo era un currнculum clбsico. Habнa estado embarcado en pesqueros desde los catorce, y despuйs del servicio militar en la Armada trabajу para los amos do fume, los capos de las redes contrabandistas que operaban en las rнas gallegas: Charlines, Sito Miсanco, los hermanos Pernas. Tres aсos antes de su encuentro con Teresa, el informe de Aduanas lo situaba en Villagarcнa como patrуn de una lancha planeadora del clan de los Pedrusquiсos, conocida familia de contrabandistas de tabaco, que por esa йpoca ampliaba sus actividades al trбfico de hachнs marroquн. En aquel tiempo Fisterra era un asalariado a tanto el viaje: su trabajo consistнa en pilotar lanchas rбpidas que alijaban tabaco y droga desde buques nodriza y pesqueros situados fuera de las aguas espaсolas, aprovechando la complicada geografнa del litoral gallego. Ello daba pie a peligrosos duelos con los servicios de vigilancia costera, Aduanas y Guardia Civil; y en una de esas incursiones nocturnas, cuando eludнa la persecuciуn de una turbolancha con cerrados zigzags entre las bateas mejilloneras de la isla de Cortegada, Fisterra, o su copiloto —un joven ferrolano llamado Lalo Veiga—, encendieron un foco para deslumbrar a los perseguidores en mitad de una maniobra, y los aduaneros chocaron contra una batea. Resultado: un muerto. La historia sуlo figuraba a grandes rasgos en los informes policiales; asн que marquй infructuosamente algunos nъmeros de telйfono hasta que el escritor Manuel Rivas, gallego, amigo mнo y vecino de la zona —tenнa una casa junto a la Costa de la Muerte—, hizo un par de gestiones y confirmу el episodio. Segъn me contу Rivas, nadie pudo probar la intervenciуn de Fisterra en el incidente; pero los aduaneros locales, tan duros como los propios contrabandistas —se habнan criado en los mismos pueblos y navegado en los mismos barcos—, juraron echarlo al fondo en la primera ocasiуn. Ojo por ojo. Eso bastу para que Fisterra y Veiga dejaran las Rнas Bajas en busca de aires menos insalubres: Algeciras, a la sombra del Peсуn de Gibraltar, sol mediterrбneo y aguas azules. Y allн, beneficiбndose de la permisiva legislaciуn britбnica, los dos gallegos matricularon a travйs de terceros una potente planeadora de siete metros de eslora y un motor Yamaha PRO de seis cilindros y 225 caballos, trucado a 250, con la que se movнan entre la colonia, Marruecos y la costa espaсola.

—Por ese tiempo —me explicу en Melilla Manolo Cйspedes, despuйs de ver a Dris Larbi— la cocaнna todavнa era para ricos—ricos. El grueso del trбfico consistнa en tabaco de Gibraltar y hachнs marroquн: dos cosechas y dos mil quinientas toneladas de cannabis exportadas clandestinamente a Europa cada aсo... Todo eso pasaba por aquн, claro. Y sigue pasando.

Despachбbamos una cena en regla sentados ante una mesa de La Amistad: un bar—restaurante mбs conocido por los melillenses como casa Manolo, frente al cuartel de la Guardia Civil que el propio Cйspedes habнa hecho construir en sus tiempos de poderнo. En realidad el dueсo del local no se llamaba Manolo sino Mohamed, aunque tambiйn era conocido por hermano de Juanito, propietario a su vez del restaurante casa Juanito, quien tampoco se llamaba Juanito sino Hassбn; laberintos patronнmicos, todos ellos, muy propios de una ciudad con mъltiples identidades como Melilla. En cuanto a La Amistad, era un sitio popular, con sillas y mesas de plбstico y una barra para el tapeo frecuentada por europeos y musulmanes, donde a menudo la gente comнa o cenaba de pie. La calidad de su cocina era memorable, a base de pescado y marisco fresco venido de Marruecos, que el propio Manolo —Mohamed— compraba cada maсana en el mercado central. Esa noche, Cйspedes y yo tomбbamos coquinas, langostinos de Mar Chica, mero troceado, abadejo a la espalda y una botella de Barbadillo frнo. Disfrutбndolo, claro. Con los caladeros espaсoles arrasados por los pescadores, era cada vez mбs difнcil encontrar aquello en aguas de la Penнnsula.

—Cuando llegу Santiago Fisterra —continuу Cйspedes—, casi todo el trбfico importante se hacнa en lanchas rбpidas. Vino porque йsa era su especialidad, y porque muchos gallegos buscaban instalarse en Ceuta, Melilla y la costa andaluza... Los contactos se hacнan aquн o en Marruecos. La zona mбs transitada eran los catorce kilуmetros que hay entre Punta Carnero y Punta Cires, en pleno Estrecho: pequeсos traficantes en los ferrys de Ceuta, alijos grandes en yates y pesqueros, planeadoras... El trбfico era tan intenso que a esa zona la llamaban el Bulevar del Hachнs.

—їY Gibraltar?

—Pues ahн, en el centro de todo —Cйspedes seсalу el paquete de Winston que tenнa cerca, sobre el mantel, y describiу con el tenedor un cнrculo a su alrededor—. Como una araсa en su tela. En aquella йpoca era la principal base contrabandista del Mediterrбneo occidental... Los ingleses y los llanitos, la poblaciуn local de la colonia, dejaban las manos libres a las mafias. Invierta aquн, caballero, confнenos su pasta, facilidades financieras y portuarias... El alijo de tabaco se hacнa directamente de los almacenes del puerto a las playas de La Lнnea, mil metros mбs allб... Bueno, en realidad eso todavнa ocurre —seсalу otra vez la cajetilla—. Йste es de allн. Libre de impuestos.

—їY no te da vergьenza?... Un ex delegado gubernativo defraudando a Tabacalera Eseб.

—No fastidies. Ahora soy un pensionista. їTъ sabes cuбnto fumo al dнa?

—їY quй hay de Santiago Fisterra?

Cйspedes masticу un poco de mero, saboreбndolo sin prisas. Luego bebiу un sorbo de Barbadillo y me mirу. —Йse no sй si fumaba o no fumaba; pero de alijar tabaco, nada. Un viaje con un cargamento de hachнs equivalнa a cien de Winston o Marlboro. El hachнs era mas rentable.

—Y mбs peligroso, imagino.

—Mucho mбs —despuйs de chuparlas minuciosamente, Cйspedes alineaba las cabezas de los langostinos en el borde del plato, como si fueran a pasar revista—. Si no tenнas bien engrasados a los marroquнes, ibas listo. Fнjate en el pobre Veiga... Pero con los ingleses no habнa problema: йsos actuaban con su doble moral de costumbre. Mientras las drogas no tocasen suelo britбnico, ellos se lavaban las manos... Asн que los traficantes iban y venнan con sus alijos, conocidos de todo el mundo. Y cuando se veнan sorprendidos por la Guardia Civil o los aduaneros espaсoles, corrнan a refugiarse en Gibraltar. La ъnica condiciуn era que antes tirasen la carga por la borda.

—їAsн, tan fбcil?

Asн. Por el morro —seсalу otra vez la cajetilla de tabaco con el tenedor, dбndole esta vez un golpecito encima—. A veces los de las lanchas tenнan apostados en lo alto de la piedra a cуmplices con visores nocturnos y radiotransmisores, monos, los llamaban, para estar al tanto de los aduaneros... Gibraltar era el eje de toda una industria, y se movнan millones. Mehanis marroquнes, policнas llanitos y espaсoles... Ahн mojaba todo Dios. Hasta a mн quisieron comprarme —reнa entre dientes al recordar, la copa de vino blanco en la mano—... Pero no tuvieron suerte. Por esa йpoca era yo quien compraba a otros.

Despuйs de aquello Cйspedes suspirу. Ahora, dijo mientras liquidaba el ъltimo langostino, es diferente. En Gibraltar se mueve el dinero de otro modo. Date una vuelta mirando buzones por Main Street y cuenta el nъmero de sociedades fantasma que hay allн. Te mondas. Han descubierto que un paraнso fiscal es mбs rentable que un nido de piratas, aunque en el fondo sea lo mismo. Y de clientes, calcula: la Costa del Sol es una mina de oro, y las mafias extranjeras se instalan de todas las maneras imaginables. Ademбs, desde Almerнa a Cбdiz las aguas espaсolas estбn ahora muy vigiladas por lo de la inmigraciуn ilegal. Y aunque lo del hachнs sigue en plena forma, tambiйn la coca pega fuerte y los mйtodos son diferentes... Digamos que se acabaron los tiempos artesanos, o heroicos: las corbatas y los cuellos blancos relevan a los viejos lobos de mar. Todo se descentraliza. Las planeadoras contrabandistas han cambiado de manos, de tбcticas y de bases de retaguardia. Son otros pastos.

Dicho todo aquello, Cйspedes se echу atrбs en la silla, le pidiу un cafй a Manolo—Mohamed y encendiу un cigarrillo libre de impuestos. Su cara de viejo tahъr sonreнa evocadora, enarcando las cejas. Que me quiten lo que me he reнdo, parecнa decir. Y comprendн que, ademбs de viejos tiempos, el antiguo delegado gubernativo aсoraba a cierta clase de hombres.

—El caso —concluyу—, es que cuando Santiago Fisterra apareciу por Melilla, el Estrecho estaba en todo lo suyo. Edad golden age, que dirнan los llanitos. Ohъ. Viajes directos de ida y vuelta, por las bravas. Con dos cojones. Cada noche era un juego del gato y el ratуn entre traficantes por una parte y aduaneros, policнas y guardias civiles por la otra... A veces se ganaba y a veces se perdнa —dio una larga chupada al cigarrillo y sus ojos zorrunos se empequeсecieron, recordando—. Y ahн, huyendo de la sartйn para caer en las brasas, es donde fue a meterse Teresa Mendoza.

Cuentan que fue Dris Larbi el que delatу a Santiago Fisterra; y que lo hizo pese al coronel Abdelkader Chaib, o tal vez incluso con el conocimiento de йste. Eso resultaba fбcil en Marruecos, donde el eslabуn mбs dйbil eran los contrabandistas que no actuaban protegidos por el dinero o la polнtica: un nombre dicho aquн o allб, algunos billetes cambiando de manos. Y a la policнa le iba de perlas para las estadнsticas. De todas formas, nadie pudo probar nunca la intervenciуn del rifeсo. Cuando planteй el tema —lo habнa reservado para nuestro ъltimo encuentro—, йste se cerrу como una ostra y no hubo forma de sacarle una palabra mбs. Ha sido un placer. Fin de las confidencias, adiуs y hasta nunca. Pero Manolo Cйspedes, que cuando ocurrieron los hechos todavнa era delegado gubernativo en Melilla, sostiene que fue Dris Larbi quien, con intenciуn de alejar al gallego de Teresa, pasу el encargo a sus contactos del otro lado. Por lo general, la consigna era paga y trafica, a tu aire. Iallah bismillah. Con Dios. Eso incluнa una vasta red de corrupciуn que iba desde las montaсas donde se cosechaba el cannabis hasta la frontera o la costa marroquн. Los pagos se escalonaban en la proporciуn adecuada: policнas, militares, polнticos, altos funcionarios y miembros del Gobierno. A fin de justificarse ante la opiniуn pъblica —despuйs de todo, el ministro del Interior marroquн asistнa como observador a las reuniones antidroga de la Uniуn Europea—, gendarmes y militares realizaban periуdicas aprehensiones; pero siempre a pequeсa escala, deteniendo a quienes no pertenecнan a las grandes mafias oficiales, y cuya eliminaciуn no molestaba a nadie. Gente que a menudo era delatada, o apresada, por los mismos contactos que les procuraban el hachнs.

El comandante Benamъ, del servicio guardacostas de la Gendarmerнa Real de Marruecos, no tuvo inconveniente en contarme su participaciуn en el episodio de Cala Tramontana. Lo hizo en la terraza del cafй Hafa, en Tбnger, despuйs de que un amigo comъn, el inspector de policнa Josй Bedmar —veterano de la Brigada Central y ex agente de Informaciуn de los tiempos de Cйspedes—, se encargara de localizarlo y concertar una cita tras recomendarme mucho por fax y por telйfono. Benamъ era un hombre simpбtico, elegante, con un bigotillo recortado que le daba aspecto de galбn latino de los aсos cincuenta. Vestнa de paisano, con chaqueta y camisa blanca sin corbata, y me estuvo hablando media hora en francйs, sin pestaсear, hasta que, ya con mбs confianza, pasу a un espaсol casi perfecto. Contaba bien las cosas, con cierto sentido del humor negro, y de vez en cuando seсalaba hacia el mar que se extendнa ante nuestros ojos bajo el acantilado como si todo hubiera ocurrido allн mismo, frente a la terraza donde йl bebнa su cafй y yo mi tй con yerbabuena. Cuando ocurrieron los hechos era capitбn, puntualizу. Patrulla de rutina con lancha armada —eso de la rutina lo dijo mirando un punto indefinido del horizonte—, contacto radar a poniente de Tres Forcas, procedimiento habitual. Por pura casualidad habнa otra patrulla en tierra, enlazada por radio —seguнa mirando el horizonte cuando pronunciу la palabra casualidad—; y entre una y otra, dentro de Cala Tramontana e igual que un pajarito en su nido, una planeadora intrusa en aguas marroquнes, muy pegada a la costa, metiendo a bordo una carga de hachнs con una patera abarloada. Voz de alto, foco, bengala iluminante con paracaнdas recortando las piedras de isla Charranes sobre el agua lechosa, voces reglamentarias y un par de tiros al aire en plan disuasorio. Por lo visto, la planeadora —baja, larga, fina como una aguja, pintada de negro, motor fueraborda— tenнa problemas de arranque, porque tardу en moverse. A la luz del foco y la bengala, Benamъ vio dos siluetas a bordo: una en el sitio del piloto, y otra corriendo a popa para soltar el cabo de la patera, donde habнa otros dos hombres que en ese momento tiraban por la borda los fardos de droga que no habнa embarcado la planeadora. Rateaba el motor sin llegar a ponerse en marcha; y Benamъ —ateniйndose al reglamento, fue el matiz entre dos sorbos de cafй— ordenу a su marinero de proa que soltara una rбfaga con la 12.7, tirando a dar. Sonу como suenan esas cosas, tacatacatб. Ruidoso, claro. Segъn Benamъ, impresionaba. Otra bengala. Los de la patera alzaron las manos, y en ese momento la lancha se encabritу, levantando espuma con la hйlice, y el hombre que estaba de pie a popa cayу al agua. La ametralladora de la patrullera seguнa tirando, taca, taca, taca, y los gendarmes de tierra la secundaron tнmidamente al principio, pan, pan, y luego con mбs entusiasmo. Parecнa la guerra. La ъltima bengala y el foco alumbraban los rebotes y piques de las balas en el agua, y de pronto la planeadora soltу un rugido mбs fuerte y saliу de estampida en lнnea recta; de manera que cuando miraron hacia el norte ya se habнa perdido en la oscuridad. Asн que se acercaron a la patera, detuvieron a los ocupantes —dos marroquнes— y pescaron del agua tres fardos de hachнs y a un espaсol que tenнa una bala del 12.7 en un muslo —Benamъ seсalу la circunferencia de su taza de cafй—. Un boquete asн. Interrogado mientras se le prestaba la debida atenciуn mйdica, el espaсol dijo llamarse Veiga y ser marinero de una planeadora contrabandista que patroneaba un tal Santiago Fisterra; y que era ese Fisterra quien se les habнa escurrido entre las manos en Cala Tramontana. Dejбndome tirado, recordaba Benamъ oнr lamentarse al preso. El comandante tambiйn creнa recordar que al tal Veiga, juzgado dos aсos mбs tarde en Alhucemas, le cayeron quince aсos en la prisiуn de Kenitra —al mencionarla me mirу como recomendбndome que nunca incluyera ese lugar entre mis residencias de verano—, y que habнa cumplido la mitad. їDelaciуn? Benamъ repitiу esa palabra un par de veces, cual si le resultara completamente ajena; y, mirando de nuevo la extensiуn azul cobalto que nos separaba de las costas espaсolas, moviу la cabeza. No recordaba nada al respecto. Tampoco habнa oнdo hablar nunca de ningъn Dris Larbi. La Gendarmerнa Real tenнa un competente servicio de informaciуn propio, y su vigilancia costera resultaba altamente eficaz. Como la Guardia Civil de ustedes, apuntу. O mбs. La de Cala Tramontana habнa sido una actuaciуn rutinaria, un brillante servicio como tantos otros. La lucha contra el crimen, y todo eso.

Tardу casi un mes en regresar, y lo cierto es que ella no esperaba verlo nunca mбs. Su fatalismo sinaloense llegу a creerlo ausente para siempre —es de los que no se quedan, habнa dicho Dris Larbн—, y ella aceptу esa ausencia del mismo modo que ahora aceptaba su reapariciуn. En los ъltimos tiempos, Teresa comprendнa que el mundo giraba segъn reglas propias e impenetrables; reglas hechas de albures —en el sentido bromista que en Mйxico daban a esa palabra— y azares que incluнan apariciones y desapariciones, presencias y ausencias, vidas y muertes. Y lo mбs que ella podнa hacer era asumir esas reglas como suyas, flotar sintiйndose parte de una descomunal broma cуsmica mientras era arrastrada por la corriente, braceando para seguir a flote, en vez de agotarse pretendiendo remontarla, o entenderla. De ese modo habнa llegado a la convicciуn de que era inъtil desesperarse o luchar por nada que no fuese el momento concreto, el acto de inspiraciуn y espiraciуn, los sesenta y cinco latidos por minuto —el ritmo de su corazуn siempre habнa sido lento y regular— que la mantenнan viva. Era absurdo gastar energнas en disparos contra las sombras, escupiendo al cielo, incomodando a un Dios ocupado en tareas mбs importantes. En cuanto a sus creencias religiosas —las que habнa traнdo consigo desde su tierra y sobrevivнan a la rutina de aquella nueva vida—, Teresa seguнa yendo a misa los domingos, rezaba mecбnicamente sus oraciones antes de dormir, padrenuestro, avemarнa, y a veces se sorprendнa a sн misma pidiйndole a Cristo o a la Virgencita —un par de veces invocу tambiйn al santo Malverde— tal o cual cosa. Por ejemplo, que el Gьero Dбvila estй en la gloria, amйn. Aunque sabнa muy bien que, pese a sus buenos deseos, era improbable que el Gьero estuviera en la pinche gloria. De fijo ardнa en los infiernos, el muy perro, lo mismo que en las canciones de Paquita la del Barrio —їestбs ardiendo, inъtil?—. Como el resto de sus oraciones, aquйlla la encaraba sin convicciуn, mбs por protocolo que por otra cosa. Por costumbre. Aunque tal vez en lo del Gьero la palabra era lealtad. En todo caso, lo hacнa a la manera de quien eleva una instancia a un ministro poderoso, con pocas esperanzas de ver cumplido su ruego.

No rezaba por Santiago Fisterra. Ni una sola vez. Ni por su bienestar ni por su regreso. Lo mantenнa al margen de forma deliberada, negбndose a vincularlo de modo oficial a la mйdula del problema. Nada de repeticiones o dependencias, se habнa jurado a sн misma. Nunca mбs. Y sin embargo, la noche en que regresу a su casa y lo encontrу sentado en los escalones igual que si se hubieran despedido unas horas antes, sintiу un alivio extremo, y una alegrнa fuerte que la sacudiу entre los muslos, en el vientre y en los ojos, y la necesidad de abrir la boca para respirar bien hondo. Fue un momento cortito, y luego se encontrу calculando los dнas exactos que habнan transcurrido desde la ъltima vez, echando la cuenta de lo que se empleaba en ir de acб para allб y el regreso, kilуmetros y horas de viaje, horarios adecuados para llamadas telefуnicas, tiempo que tarda una carta o una tarjeta postal en ir del punto A al punto B. Pensaba en todo eso, aunque no hizo ningъn reproche, mientras йl la besaba, y entraban en la casa sin pronunciar palabra, e iban al dormitorio. Y seguнa pensando en lo mismo cuando йl se quedу quieto, tranquilo al fin, aliviado, de bruces sobre ella, y su respiraciуn entrecortada fue apaciguбndose contra su cuello.

—Trincaron a Lalo —dijo al fin.

Teresa se quedу aъn mбs quieta. La luz del pasillo recortaba el hombro masculino ante su boca. Lo besу. —Casi me trincan a mн —aсadiу Santiago. Seguнa inmуvil, el rostro hundido en el hueco de su cuello. Hablaba muy quedo, y los labios le rozaban la piel con cada palabra. Lentamente, ella le puso los brazos sobre la espalda.

—Cuйntamelo, si quieres.

Negу, moviendo un poco la cabeza, y Teresa no quiso insistir porque sabнa que era innecesario. Que iba a hacerlo cuando se sintiera mбs tranquilo, si ella mantenнa la misma actitud y el mismo silencio. Y asн fue. Al poco rato, йl empezу a contar. No a la manera de un relato, sino a trazos cortos semejantes a imбgenes, o a recuerdos. En realidad recordaba en voz alta, comprendiу. Quizб en todo aquel tiempo era la primera vez que hablaba de eso.

Y asн supo, y asн pudo imaginar. Y sobre todo entendiу que la vida gasta bromas pesadas a la gente, y que esas bromas se encadenan de forma misteriosa con otras que le ocurren a gente distinta, y que una misma podнa verse en el centro del absurdo entramado como una mosca en una tela de araсa. De ese modo escuchу una historia que ya le era conocida antes de conocerla, en la que sуlo cambiaban lugares y personajes, o apenas cambiaban siquiera; y decidiу que Sinaloa no estaba tan lejos como ella habнa creнdo. Tambiйn vio el foco de la patrullera marroquн quebrando la noche como un escalofrнo, la bengala blanca en el aire, la cara de Lalo Veiga con la boca abierta por el estupor y el miedo al gritar: la mora, la mora. Y entre el inъtil ronroneo del motor de arranque, la silueta de Lalo en la claridad del reflector mientras corrнa a popa a largar el cabo de la patera, los primeros disparos, fogonazos junto al foco, salpicaduras en el agua, zumbidos de balas, ziaaang, ziaaang, y los otros resplandores de tiros por el lado de tierra. Y de pronto el motor rugiendo a toda potencia, la proa de la planeadora levantбndose hacia las estrellas, y mбs balazos, y el grito de Lalo cayendo por la borda: el grito y los gritos, espera, Santiago, espera, no me dejes, Santiago, Santiago, Santiago. Y luego el tronar del motor a toda potencia y la ъltima mirada sobre el hombro para ver a Lalo quedбndose atrбs en el agua, encuadrado en el cono de luz de la patrullera, alzado un brazo para asirse inъtilmente a la planeadora que corre, salta, se aleja golpeando con su pantoque la marejada en sombras.

Teresa escuchaba todo eso mientras el hombre desnudo e inmуvil sobre ella seguнa rozбndole la piel del cuello al mover los labios, sin levantar el rostro y sin mirarla. O sin dejar que ella lo mirase a йl.

Los gallos. El canto del muecнn. Otra vez la hora sucia y gris, indecisa entre noche y dнa. Esta vez tampoco Santiago dormнa; por su respiraciуn supo que continuaba despierto. Todo el resto de la noche lo habнa sentido removerse a su lado, estremeciйndose cuando caнa en un sueсo breve, tan inquieto que despertaba en seguida. Teresa permanecнa boca arriba, reprimiendo el deseo de levantarse o de fumar, abiertos los ojos, mirando primero la oscuridad del techo y luego la mancha gris que reptaba desde afuera como una babosa maligna.

—Quiero que vengas conmigo —murmurу йl, de pronto.

Ella estaba absorta en los latidos de su propio corazуn: cada amanecer le parecнa mбs lento que nunca, semejante a esos animales que duermen durante el invierno. Un dнa voy a morir a esta misma hora, pensу. Me matarб esa luz sucia que siempre acude a la cita.

—Sн —dijo.

Aquel mismo dнa, Teresa buscу en su bolso la foto que conservaba de Sinaloa: ella bajo el brazo protector del Gьero Dбvila, mirando asombrada el mundo sin adivinar lo que acechaba en йl. Estuvo asн un buen rato, y al fin fue al lavabo y se contemplу en el espejo, con la foto en la mano. Comparбndose. Despuйs, con cuidado y muy despacio, la rasgу en dos, guardу el trozo en el que estaba ella y encendiу un cigarrillo. Con el mismo fуsforo aplicу la llama a una punta de la otra mitad y se quedу inmуvil, el cigarrillo entre los dedos, viйndola chisporrotear y consumirse. La sonrisa del Gьero fue lo ъltimo en desaparecer, y se dijo que eso era muy propio de йl: burlarse de todo hasta el final, valiйndole madres. Lo mismo entre las llamas de la Cessna que entre las llamas de la pinche foto.


 

5.



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