Dicen que lo vio la ley, pero que sintieron frнo. 


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Dicen que lo vio la ley, pero que sintieron frнo.



Ya dije que anduve por Culiacбn, Sinaloa, al comienzo de mi investigaciуn, antes de conocer personalmente a Teresa Mendoza. Allн, donde hace tiempo que el narcotrбfico dejу de ser clandestino para convertirse en hecho social objetivo, algunos dуlares bien repartidos me respaldaron en ambientes especializados, de esos en los que un forastero curioso y desprovisto de avales puede terminar, de la noche a la maсana, flotando en el Humaya o en el Tamazula con una bala en la cabeza. Tambiйn hice un par de buenos amigos: Julio Bernal, director de Cultura del municipio, y el escritor sinaloense Йlmer Mendoza, cuyas esplйndidas novelas Un asesinу solitario y El amante de Janis Joplin habнa leнdo para ponerme en situaciуn. Fueron Йlmer y Julio quienes mejor me orientaron por los vericuetos locales: ninguno de ellos habнa tratado personalmente a Teresa Mendoza en los inicios de esta historia —ella no era nadie entonces—, pero conocieron al Gьero Dбvila y a otros personajes que de una u otra forma movieron los hilos de la trama. Asн averigьй buena parte de lo que ahora sй. En Sinaloa todo resulta cuestiуn de confianza: en un mundo duro y complejo como йse, las reglas son simples y no hay lugar para equнvocos. Uno es presentado a alguien por un amigo en quien ese alguien confнa, y ese alguien confнa en ti porque confнa en quien te avala. Despuйs, si algo se tuerce, el avalista responde con su vida, y tъ con la tuya. Bang, bang. Los cementerios del noroeste mejicano estбn llenos de lбpidas con nombres de gente de la que alguien se fiу una vez.

Una noche de mъsica y humo de cigarrillos en el Don Quijote, bebiendo cerveza y tequila tras escuchar los chistes guarros del cуmico Pedro Valdez —lo precedнan el ventrнlocuo Enrique y Chechito, su muсeco adicto a la coca—, Йlmer Mendoza se inclinу sobre la mesa y seсalу a un tipo corpulento, moreno, con lentes, que bebнa rodeado por un grupo numeroso, de esos que se dejan las chaquetas y cazadoras puestas como si tuvieran frнo en todas partes: botas de serpiente o avestruz, cintos piteados de a mil dуlares, sombreros de palma, gorras de bйisbol con el escudo de los Tomateros de Culiacбn y mucho oro grueso al cuello y en las muсecas. Los habнamos visto bajarse de dos Ram Charger y entrar como en su casa, sin que el vigilante de la puerta, que saludу obsequioso, les exigiera el trбmite habitual de dejarse cachear como el resto de clientes.

—Es Cйsar Batman Gьemes —dijo Йlmer en voz baja—. Un narco famoso.

—їTiene corridos?

—Unos cuantos —mi amigo se reнa, a medio trago—... Йl matу al Gьero Dбvila.

Me quedй boquiabierto, mirando al grupo: caras morenas y rasgos duros, mucho bigote y evidente peligro. Eran ocho, llevaban allн quince minutos y habнan liquidado un veinticuatro de latas de cerveza. Ahora acababan de pedir dos botellas de Buchanan's y otras dos de Remy Martin, y las bailarinas, cosa insуlita en el Don Quijote, bajaban a reunirse con ellos al abandonar la pista. Un grupo de homosexuales teсidos de rubio —el local florecнa de gays a ъltima hora de la noche, y ambas parroquias se mezclaban sin problemas— dirigнa miradas insinuantes desde la mesa contigua. El tal Gьemes les sonreнa socarrуn, muy en macho, y luego llamaba al camarero para pagar sus copas. Pura coexistencia pacнfica.

—їCуmo lo sabes?

—No, pues. Lo sabe todo Culiacбn.

Cuatro dнas mбs tarde, gracias a una amiga de Julio Bernal que tenнa un sobrino relacionado con el negocio, Cйsar Batman Gьemes y yo tuvimos una conversaciуn extraсa e interesante. Me habнan invitado a una parrillada de carne en una casa de las colinas de San Miguel, en la parte alta de la ciudad. Allн, los narcos junior —de segunda generaciуn—, menos ostentosos que sus padres que bajaron de la sierra, primero al barrio de Tierra Blanca y luego al asalto de las espectaculares mansiones de la colonia Chapultepec, empezaban a invertir en casas de aspecto discreto, donde el lujo solнa reservarse para la familia y los invitados, de puertas adentro. El sobrino de la amiga de julio, hijo de un narco histуrico de San Josй de los Hornos, de los que en su juventud anduvieron a balazos con policнas y con bandas rivales —ahora cumplнa una cуmoda condena en la prisiуn de Puente Grande, Jalisco—, tenнa veintiocho aсos y se llamaba Ernesto Samuelson. A cinco de sus primos y a un hermano mayor los habнan matado a tiros otros narcos, o los federales, o los soldados, y йl aprendiу pronto la lecciуn: estudios de derecho en Estados Unidos, negocios en el extranjero y nunca en suelo nacional, dinero blanqueado en una respetable compaснa mejicana de trбilers y en criaderos panameсos de camarуn. Vivнa en una casa de apariencia discreta con su mujer y sus dos hijos, conducнa un sobrio Audi europeo, y pasaba tres meses al aсo en un sencillo apartamento de Miami, con un Golf en el garaje. De ese modo vives mбs tiempo, solнa decir. En este oficio, lo que mata es la envidia.

Fue Ernesto Samuelson quien me presentу a Cйsar Batman Gьemes bajo la palapa de caсa y palma de su jardнn, con una cerveza en una mano y un plato con carne demasiado hecha en la otra. Escribe novelas y pelнculas, dijo, y nos dejу solos. El Batman Gьemes hablaba suave y bajito, con largas pausas que empleaba en estudiarte de arriba abajo. No habнa leнdo un libro en su vida, pero le encantaba el cine. Hablamos de Al Pacino —El precio del poder, que en Mйxico se llamу Cara cortada, era su pelнcula favorita—, de Robert de Niro —Uno de los nuestros, Casino— y de cуmo los directores y guionistas de Hollywood, esos hijos de la chingada, nunca sacaban a un narco gabacho y gьero, sino que todos se apellidaban Sбnchez y habнan nacido al sur del rнo Bravo. Lo del narco gьero me lo puso fбcil, asн que dejй caer el nombre del Gьero Dбvila; y mientras el otro me miraba tras los cristales de sus lentes con mucha atenciуn y mucho silencio, rematй aсadiendo el de Teresa Mendoza. Escribo su historia, concluн, consciente de que en ciertos lugares y con cierta clase de hombres, las mentiras siempre te explotan bajo la almohada. Y el Batman Gьemes era tan peligroso, me habнan advertido, que cuando subнa a la sierra los coyotes encendнan fogatas para que no se les acercara.

—Ha pasado un chingo de tiempo —dijo.

Le calculй menos de cincuenta aсos. Tenнa la piel muy morena y un rostro inescrutable de marcados rasgos norteсos. Luego supe que no era sinaloense sino de Бlamos, Sonora, paisano de Marнa Fйlix, y que habнa empezado como pollero y burrero, pasando emigrantes, hierba y polvo del cбrtel de Juбrez en un camiуn de su propiedad, antes de ascender en la jerarquнa: primero como operador del Seсor de los Cielos, y al cabo propietario de una compaснa de trбilers y otra de avionetas privadas que estuvo contrabandeando entre la sierra, Nevada y California, hasta que los norteamericanos endurecieron el espacio aйreo y cerraron casi todos los huecos en su sistema de radar. Ahora vivнa medio tranquilo, de los ahorros invertidos en negocios seguros y de controlar algunos pueblos de campesinos gomeros sierra arriba, casi en la raya de Durango. Tenнa un buen rancho por el rumbo de El Salado, con cuatro mil cabezas: Do Brasil, Angus, Bravo. Tambiйn criaba caballos de raza para las parejeras, y gallos de pelea que le daban un costal de dinero cada octubre o noviembre, en los palenques de la feria ganadera.

—Teresa Mendoza —murmurу al cabo de un rato. Movнa la cabeza al decirlo, como si evocara algo divertido. Luego bebiу un trago de cerveza, masticу un trozo de carne y volviу a beber. Seguнa mirбndome fijo tras los lentes, un poco socarrуn, dando a entender que no tenнa inconveniente en comentar algo tan viejo, y que el riesgo de hacer preguntas en Sinaloa era exclusivamente mнo. Hablar de los muertos no traнa problemas —los narcocorridos estaban llenos de nombres e historias reales—; lo peligroso era ponerle el dedo a los vivos, con riesgo de que alguien te confundiera con bocуn y madrina. Y yo, aceptando las reglas del juego, mirй el ancla de oro —sуlo algo mбs pequeсa que la del Titanic— colgada de la gruesa cadena que relucнa bajo el cuello abierto de su camisa a cuadros, e hice sin mбs rodeos la pregunta que me quemaba la boca desde que Йlmer Mendoza lo habнa nombrado cuatro dнas atrбs, en el Don Quijote. Dije lo que tenнa que decir, luego levantй la vista, y el tipo me estaba observando igual que antes. O le caigo simpбtico, pensй, o voy a tener problemas. Al cabo de unos segundos bebiу otro trago de cerveza sin dejar de mirarme. Debн de caerle simpбtico, porque al fin sonriу un poquito, lo justo. їEs para una pelнcula o una novela?, preguntу. Respondн que aъn no lo sabнa. Que lo mismo para las dos. Entonces me ofreciу una cerveza, buscу otra para йl, y empezу a contar la traiciуn del Gьero Dбvila.

No era un mal tipo, el Gьero. Valiente, cumplidor, apuesto. Un aire asн como a Luis Miguel, pero en mбs flaco, y mбs duro. Y muy chingуn. Muy simpбtico. Raimundo Dбvila Parra se gastaba el dinero a medida que lo ganaba, o casi, y era generoso con los amigos. Cйsar Batman Gьemes y йl habнan amanecido muchos dнas con mъsica, alcohol y mujeres, celebrando buenas operaciones. Incluso un tiempo fueron нntimos: bien broders o carnales, como decнan los sinaloenses. El Gьero era chicano: habнa nacido en San Antonio, Texas. Y empezу muy joven, llevando hierba oculta en automуviles a la Uniуn Americana: mбs de un viaje habнan hecho juntos por Tijuana, Mexicali o Nogales, hasta que los gabachos le administraron una temporada en una cбrcel de allб arriba. Despuйs el Gьero se emperrу en lo de volar: tenнa estudios, y se pagу sus clases de aviaciуn civil en la antigua escuela del bulevar Zapata. Como piloto era bueno —el mejor, reconociу el Batman Gьemes moviendo convencido la cabeza—, de los que no tienen madre: hombre adecuado para aterrizajes y despegues clandestinos en las pequeсas pistas ocultas de la sierra, o para vuelos a baja altura eludiendo los radares del Sistema Hemisfйrico que controlaba las rutas aйreas entre Colombia y los Estados Unidos. Lo cierto era que la Cessna parecнa una prolongaciуn de sus manos y de su temple: aterrizaba en cualquier sitio y a cualquier hora, y eso le dio fama, lana y respeto. La raza culichi lo llamaba, con justicia, el rey de la pista corta. Hasta Chalino Sбnchez, que tambiйn fue amigo suyo, habнa prometido hacerle un corrido con ese tнtulo: El rey de la pista corta. Pero a Chalino le dieron picarrуn antes de tiempo —Sinaloa era de lo mбs insalubre, segъn en quй ambientes—, y el Gьero se quedу sin canciуn. De cualquier modo, con corrido o sin йl, nunca le faltу trabajo. Su padrino era don Epifanio Vargas, un chaca veterano de la sierra, con buenos agarres, duro y cabal, que controlaba Norteсa de Aviaciуn, una compaснa privada de Cessnas y Piper Comanche y Navajo. Bajo la cobertura de la Norteсa, el Gьero Dбvila estuvo haciendo vuelos clandestinos de dos o trescientos kilos antes de participar en los grandes negocios de la йpoca dorada, cuando Amado Carrillo se ganaba el apodo de Seсor de los Cielos organizando el mayor puente aйreo de la historia del narcotrбfico entre Colombia, Baja California, Sinaloa, Sonora, Chihuahua y Jalisco. Muchas de las misiones que el Gьero llevу a cabo en esa йpoca fueron de diversiуn, actuando como seсuelo en las pantallas de radar terrestre y en las de los aviones Oriуn atiborrados de tecnologнa y con tripulaciones mixtas gringas y mejicanas. Y lo de la diversiуn no era sуlo un tйrmino tйcnico, porque el compa disfrutaba. Ganу una feria jugбndose la piel con vuelos al lнmite, de noche y de dнa: maniobras extraсas, aterrizajes y despegues en dos palmos de tierra y lugares inverosнmiles, a fin de desviar la atenciуn lejos de los grandes Boeing, Caravelles y DC8 que, comprados en rйgimen de cooperativa por los traficantes, transportaban en un solo viaje de ocho a doce toneladas con la complicidad de la policнa, el ministerio de Defensa y la propia presidencia del Gobierno mejicano. Eran los tiempos felices de Carlos Salinas de Gortari, con los narcos traficando a la sombra de Los Pinos; tiempos muy felices tambiйn para el Gьero Dбvila: avionetas vacнas, sin carga de la que hacerse responsable, jugando al gato y al ratуn con adversarios a los que no siempre era posible comprar del todo. Vuelos donde se rifaba la vida a sol o бguila, o una larga condena si lo agarraban del lado gringo.

Por aquel tiempo, Cйsar Batman Gьemes, que tenнa literalmente los pies en la tierra, empezaba a prosperar en la mafia sinaloense. Los grupos mejicanos se independizaban de los proveedores de Medellнn y de Cali, subiendo las tasas, haciйndose pagar cada vez con mayores cantidades de coca, y comercializando ellos la droga colombiana que antes sуlo transportaban. Eso facilitу el ascenso del Batman en la jerarquнa local; y despuйs de unos sangrientos ajustes de cuentas para estabilizar mercado y competencia —algunos dнas amanecieron con doce o quince muertos propios y ajenos— y de poner en nуmina al mayor nъmero posible de policнas, militares y polнticos, incluidos aduaneros y migras gringos, los paquetes con su marca —un murcielaguito— empezaron a cruzar en trбilers el rнo Bravo. Lo mismo se ocupaba de goma de la sierra que de coca o de mota. Vivo de tres animales, decнa la letra de un corrido que se mandу hacer, contaban, con un grupo norteсo de la calle Francisco Villa: mi perico, mi gallo y mi chiva. Casi por la misma йpoca, don Epifanio Vargas, que hasta entonces habнa sido patrуn del Gьero Dбvila, empezaba a especializarse en drogas con futuro como el cristal y el йxtasis: laboratorios propios en Sinaloa y Sonora, y tambiйn al otro lado de la raya gringa. Que si allб los gabachos quieren montar, decнa, yo mero les hierro la yegua. En pocos aсos, apenas sin tiros y con muy poco recurso al panteуn, casi de guante blanco, Vargas logrу convertirse en el primer magnate mejicano de precursores para drogas de diseсo como la efedrina, que importaba sin problemas de la India, China y Tailandia, y en uno de los principales productores de metanfetaminas arriba y abajo de la frontera. Tambiйn empezу a meterse en polнtica. Con los negocios legales a la vista y los ilegales camuflados bajo una sociedad farmacйutica con respaldo estatal, la coca y Norteсa de Aviaciуn estaban de mбs. Asн que vendiу la compaснa aйrea al Batman Gьemes, y con ella cambiу de chaca el Gьero Dбvila, que deseaba seguir volando mбs todavнa que ganar dinero. Para entonces el Gьero habнa comprado ya una casa de dos plantas en el barrio de Las Quintas, manejaba en lugar de la vieja Bronco negra otra con placas del aсo, y vivнa con Teresa Mendoza.

Ahн empezaron a torcerse las cosas. Raimundo Davila Parra no era un tipo discreto. Vivir largo no le acomodaba, de manera que preferнa fregбrselo bien aprisa. Todo le valнa verga, como decнan los de la sierra; y entre otras cosas lo perdiу la boca, que al cabo pierde hasta a los tiburones. Se apendejaba gacho alardeando de lo hecho y de lo por hacer. Mejor, solнa decir, cinco aсos como rey que cincuenta como buey. De ese modo, pasito a pasito, a oнdos del Batman Gьemes empezaron a llegar rumores. El Gьero trufaba carga suya entre la ajena, aprovechando los viajes para negocios propios. La merca se la facilitaba un ex policнa llamado Guadalupe Parra, tambiйn conocido por Lupe el Chino, o Chino Parra, que era primo hermano suyo y tenнa contactos. Por lo general se trataba de coca decomisada por judiciales que agarraban veinte y declaraban cinco, dбndole salida al resto. Eso estaba muy requetemal —no lo de los judiciales, sino que el Gьero hiciera negocio privado—, porque ya cobraba un chingo por su trabajo, las reglas eran las reglas, y hacer transas privadas, en Sinaloa y a espaldas de los patrones, era la forma mбs eficaz de encontrarse con problemas.

—Cuando se vive torcido —puntualizу el Batman Gьemes aquella tarde, con la cerveza en una mano y el plato de carne asada en la otra— hay que trabajar derecho.

Resumiendo: el Gьero era demasiado largуn, y el pinche primo no resultaba un talento. Torpe, chapucero, pendejo, el Chino Parra era de esos mensos a quienes en cargas un camiуn de coca y traen un camiуn de pepsi. Tenнa deudas, necesitaba un pericazo cada media hora, se morнa por los carros grandes, y a su mujer y sus tres plebes los alojaba en una casa de mucho lujo en la parte mбs ostentosa de Las Quintas. Aquello era juntarse el hambre con las ganas de comer: los cueros de rana se iban como llegaban. Asн que los primos decidieron ingeniarse una operaciуn propia, a lo grande: el transporte de cierta carga que unos judiciales tenнan clavada en El Salto, Durango, y que habнa encontrado compradores en Obregуn. Como de costumbre, el Gьero volу solo. Aprovechando un viaje a Mexicali con catorce latas de manteca de puerco cargadas cada una con veinte kilos de chiva, hizo un desvнo para recoger cincuenta de la fina, toda bien empacadita en sus plбsticos. Pero alguien le puso el dedo, y otro alguien decidiу cortarle al Gьero los espolones.

—їQuй alguien?

—No me chingue. Alguien.

El cuatro, siguiу contando el Batman Gьemes, se lo tendieron en la misma pista de aterrizaje, a las seis de la tarde —la precisiуn de la hora habrнa ido bien para ese corrido que el Gьero deseaba y que el difunto Chalino Sбnchez nunca compuso—, cerca de un lugar de la sierra conocido como el Espinazo del Diablo. La pista tenнa sуlo trescientos doce metros, y el Gьero, que la sobrevolу sin ver nada sospechoso, acababa de dejarse caer con los flaps de su Cessna 172R en la ъltima muesca, sonando la chicharra de pйrdida, casi tan vertical como si descendiera en paracaнdas, y rodaba el primer trecho a una velocidad de cuarenta nudos cuando vio dos trocas y gente que no debнa estar allн camuflada bajo los бrboles. Asн que en vez de usar los frenos dio gas, acelerando, y tirу de la palanca. Quizб lo hubiera conseguido, y alguien dijo luego que cuando empezaron a dispararle cargadores enteros de Errequinces y cuernos de chivo ya habнa logrado levantar las ruedas del suelo. Pero todo aquel plomo era mucho lastre, y la Cessna fue a estrellarse cosa de cien pasos mбs allб del final de la pista. Cuando llegaron hasta йl, el Gьero aъn estaba vivo entre los restos retorcidos de la cabina: tenнa la cara ensangrentada, la mandнbula rota de un balazo, y los huesos astillados le asomaban fuera de las extremidades, aunque respiraba dйbil. Ya no iba a durar mucho, pero las instrucciones eran matarlo despacio. Asн que sacaron la droga de la avioneta y luego, como en las pelнculas, le echaron un Zippo ardiendo a la gasolina de 100 octanos que chorreaba del depуsito roto. Fluoossss. La verdad es que el Gьero ya casi ni se enterу de nada.

Cuando se vive torcido, repitiу Cйsar Batman Gьemes, no hay otra que trabajar derecho. Esta vez lo dijo a modo de conclusiуn, en tono pensativo, dejando el plato vacнo sobre la mesa. Luego chasqueу la lengua, dio cuenta del resto de la cerveza y mirу la etiqueta amarilla donde ponнa Cervecerнa del Pacнfico S. A. Todo el tiempo habнa estado hablando como si la historia que acababa de contarme nada tuviera que ver con йl, y fuese algo oнdo por aquн y por allб. Algo del dominio pъblico. Y supuse que lo era. —їQuй hay de Teresa Mendoza? —aventurй.

Me mirу receloso tras sus lentes, inquiriendo sin palabras quй hay de quй. Preguntй sin rodeos si ella estaba implicada en las maniobras del Gьero y negу sin dudarlo. Ni hablar, dijo. En aquellos tiempos era una de tantas: jovencita, callada. La chava de un narco. Con la diferencia de que no se teснa el pelo de gьera y que tampoco era de las buchonas a las que les gusta aparentar. En cuanto a lo otro, aсadiу, aquн las hembras suelen ocuparse de sus asuntos: peluquerнa, telenovelas, Juan Gabriel y mъsica norteсa, compras de tres mil dуlares en Sercha's y en Coppel, donde su crйdito vale mбs que el dinero. Ya sabe. Reposo del guerrero. Habrнa oнdo cosas, claro. Pero nada tenнa que ver con las transas de su hombre.

—їPor quй ir a por ella, entonces? —A mн quй me pregunta.

De pronto estaba serio, y otra vez temн que acabara la conversaciуn. Pero al rato encogiу los hombros. Aquн hay reglas, comentу. Uno no las elige, sino que se las encuentra hechas cuando entra. Todo es cuestiуn de reputaciуn y de respeto. Igual que los escualos. Si flojeas o sangras, los demбs te vienen encima. Esto es hacer un pacto con la muerte y la vida: equis aсos como un seсor. Digan lo que digan, el dinero sucio quita el hambre lo mismo que el limpio. Ademбs, proporciona lujo, mъsica, vino y mujeres. Luego te mueres pronto, y en paz. Pocos narcos se jubilan, y la salida natural es la cбrcel o el panteуn; salvo los muy suertudos o muy listos que saben desmontar a tiempo, como Epifanio Vargas, por ejemplo, que se volу la barda comprando media Sinaloa y matando a la otra media, despuйs se metiу a farmacйutico y ahora anda en polнtica. Pero eso es lo raro. Aquн la raza desconfнa de quien llevando mucho tiempo en el negocio sigue en activo. —їEn activo?

—Vivo.

Me dejу meditarlo tres segundos. Dicen, aсadiу despuйs, los que saben y andan en la chamba —recalcaba mucho el dicen y el los—, que incluso si eres bueno y derecho en tu trabajo, muy serio y cumplidor, terminas mal. La raza viene, entra fбcil, te prefiere a otros, subes sin querer, y entonces los competidores van a por ti. Por eso cualquier paso en falso se paga caro. Y encima, cuanta mбs gente quieres o tienes, mбs vulnerable te vuelves. Ahн estб el caso de otro gьero famoso, con corridos, Hйctor Palma, a quien un antiguo socio, por desacuerdos, secuestrу y torturу a la familia, cuentan, y el dнa de su cumpleaсos le mandу por correo una caja con la cabeza de su esposa. Japibirdi tu-yъ. Cuando se vive en el filo de la navaja nadie puede permitirse olvidar las reglas. Fueron las reglas las que sentenciaron al Gьero Dбvila. Y era un buen tipo, le doy mi palabra. Gallo fino. Requetebiйn raza, el compa. Valiente de los que se rifan el alma y mueren donde quieras. Algo bocуn y ambicioso, como vio, pero nada diferente de lo mejor que hay por aquн. No sй si me comprende. En cuanto a Teresa Mendoza, era su mujer. Inocente o no, las reglas tambiйn la incluнan a ella.

Santa Virgencita. Santo Patrуn. La pequeсa capilla de Malverde estaba en sombras. Sуlo un farolito relucнa sobre el pуrtico, abierto a cualquier hora del dнa o de la noche, y por las ventanas se filtraba la luz rojiza de algunas velas encendidas ante el altar. Teresa llevaba mucho rato inmуvil en la oscuridad, oculta junto a la tapia que separaba la desierta calle Insurgentes de las vнas del ferrocarril y el canal. Intentaba rezar y no podнa; otras cosas ocupaban su cabeza. Habнa tardado mucho en decidirse a hacer la llamada telefуnica. Calculando las posibilidades. Despuйs anduvo hasta allн observando con mucha cautela los alrededores, y ahora aguardaba, la brasa de un cigarrillo oculta en el hueco de la mano. Media hora, habнa dicho don Epifanio Vargas. Teresa no llevaba reloj, y le era imposible calcular el tiempo transcurrido. Sintiу un vacнo en el estуmago y procurу apagar el cigarrillo a toda prisa cuando un coche de judiciales pasу lento, en direcciуn al bulevar Zapata: siluetas oscuras de dos patrulleros en los asientos de delante, el rostro de la derecha iluminado apenas, visto y no visto, por la lucecita de la capilla.

Teresa retrocediу en busca de mбs oscuridad. No era sуlo que estuviese fuera de la ley. En Sinaloa, como en el resto de Mйxico, desde el patrullero en busca de mordida —chamarra cerrada para que no vieras el nъmero de placa—, hasta el superior que cada mes recibнa un fajo de dуlares del narcotrбfico, tratar con la ley era a veces meterse en la boca del lobo.

Aquel rezo inъtil que nunca terminaba. Santa Virgencita. Santo Patrуn. Lo habнa empezado seis o siete veces, sin acabarlo ninguna. La capilla del bandido Malverde le traнa demasiados recuerdos vinculados al Gьero Davila. Tal vez por eso, cuando don Epifanio Vargas accediу por telйfono a la cita, ella dijo el nombre de ese lugar, casi sin pensarlo. Al principio don Epifanio propuso que fuera hasta la colonia Chapultepec, cerca de su casa; pero eso suponнa cruzar la ciudad y un puente sobre el Tamбzula. Demasiado riesgo. Y aunque no mencionу ningъn detalle de lo ocurrido, sуlo que estaba huyendo y que el Gьero le habнa dicho que se pusiera en contacto con don Epifanio, йste comprendiу que las cosas andaban mal, o peor. Quiso tranquilizarla: no te preocupes, Teresita, nos vemos, no te agites y no te muevas. Ocъltate y dime dуnde. Siempre la llamaba Teresita cuando se la encontraba con el Gьero por el malecуn, en los restaurantes playeros de Altata, en una fiesta o comiendo callo de hacha, ceviche de camarуn y jaiba rellena los domingos, en Los Arcos. La llamaba Teresita y le daba un beso y hasta la habнa presentado a su mujer y a sus hijos, una vez. Y aunque don Epifanio era hombre inteligente y de poder, con mбs lana de la que el Gьero habrнa juntado en toda su vida, siempre era amable con йl, y lo seguнa llamando ahijado como en los viejos tiempos; y en una ocasiуn, por Navidad, la primera que Teresa pasу de novia, don Epifanio llegу a mandarle unas flores y una esmeraldita colombiana muy linda con cadena de oro, y un fajo con diez mil dуlares para que le regalase algo a su hombre, una sorpresa, y con el resto se comprara ella lo que quisiera. Por eso Teresa lo habнa telefoneado esa noche, y guardaba para йl aquella agenda del Gьero que le quemaba encima, y esperaba quieta en la oscuridad a unos pasos de la capilla de Malverde. Santa Virgencita, santo Patrуn. Porque sуlo de don Epi puedes fiarte, aseguraba el Gьero. Es un hombre cabal y un caballero, fue un buen chaca y ademбs es mi padrino. Pinche Gьero. Eso habнa dicho antes de que todo se fuera a la chingada y sonara aquel telйfono que no debiу sonar nunca, y ella se viera como se veнa. Y ojalб, murmurу, ardas en el infierno. Cabrуn. Por ponerme en la quema como me pones. Ahora sabнa que no podнa fiarse de nadie; ni siquiera de don Epifanio. Por eso lo habнa citado allн, sin pensarlo casi, aunque en el fondo pensбndolo. La capilla era un sitio tranquilo, al que podнa llegar oculta entre las vнas del tren que iba por la orilla del canal, y vigilar la calle a un lado y a otro por si el hombre que la llamaba Teresita y le regalу diez mil dуlares y una esmeralda en Navidad no venнa solo, o el Gьero habнa fallado en sus cбlculos, o a ella se le iba el temple y —en el mejor de los casos, si podнa— echaba a correr de nuevo.

Luchу con la tentaciуn de encender otro cigarrillo. Santa Virgencita. Santo Patrуn. A travйs de las ventanas podнa ver las velas que alumbraban dentro de la capilla. El santo Malverde habнa sido en vida mortal Jesъs Malverde, el buen bandido que robaba a los ricos, decнan, para ayudar a los pobres. Los curas y la autoridad nunca lo reconocieron santo; pero los curas y la autoridad no tenнan ni idea de esas cosas, y el pueblo lo canonizу por cuenta propia. Tras su ejecuciуn, el Gobierno habнa ordenado que no se diera sepultura al cuerpo, para escarmiento; pero la gente que pasaba junto al lugar iba poniendo piedras, una sola cada vez para no incumplir, hasta que de esa manera se le dio tierra cristiana, y luego se hizo la capilla y lo demбs. Entre la raza pesada de Culiacбn y todo Sinaloa, Malverde era mбs popular y milagroso que el propio Diosito o la Seсora de Guadalupe. La capilla estaba llena de placas y exvotos agradeciendo los milagros: pelo de plebito por un parto feliz, camarones en alcohol por una buena pesca, fotos, estampas. Pero sobre todo el santo Malverde era patrуn de los narcos sinaloenses, que acudнan para encomendarse y dar gracias, con donativos y placas grabadas o escritas a mano despuйs de cada retorno feliz y cada negocio provechoso. Gracias patroncito por sacarme de presidio, podнa leerse, pegado a la pared junto a la imagen del santo —moreno, bigotudo, vestido de blanco y con elegante mascada negra al cuello—, o Gracias por aqueyo que tъ sabes. Los tipos mбs duros, los peores criminales del llano y de la sierra, llevaban su foto en cinturones, escapularios, gorras de bйisbol y coches, lo nombraban persignбndose, y muchas madres acudнan a rezar a la capilla cuando sus hijos hacнan el primer viaje o andaban en la cбrcel o en algo gacho. Habнa gatilleros que pegaban la estampa de Malverde en las cachas de la pistola o en la culata del cuerno de chivo. E incluso el Gьero Dбvila, que decнa no creer en esas cosas, llevaba en el tablero de mandos de la avioneta una foto del santo enmarcada en cuero, con la oraciуn Dios vendiga mi camino y permita mi regreso: tal cual, con falta de ortografнa incluida. Teresa se la habнa comprado al santero de la capilla luego que durante algъn tiempo, al principio, estuvo acudiendo allн a escondidas, a encender velas cuando el Gьero pasaba dнas sin volver a casa. Hizo eso hasta que йl se enterу, prohibiйndoselo. Supersticiones idiotas, prietita. Chale. No me gusta que mi mujer haga el ridнculo.

Pero el dнa que ella le llevу la foto con la oraciуn, no dijo nada, ni se burlу siquiera, y la puso en el tablero de la Cessna.

Cuando los faros se apagaron despuйs de iluminar la capilla con dos rбfagas largas, Teresa ya apuntaba la Doble Бguila hacia el coche. Tenнa miedo, pero eso no le impedнa sopesar los pros y los contras, calibrando las apariencias bajo las que el peligro podнa presentarse. Su cabeza, habнan descubierto tiempo atrбs quienes la emplearon de cambista frente al mercadito Buelna, era muy dotada para el cбlculo: A + B igual a X, mбs Z probabilidades hacia adelante y hacia atrбs, multiplicaciones, divisiones, sumas y restas. Y eso la ponнa otra vez ante La Situaciуn. Habнan transcurrido al menos cinco horas desde que sonу el telйfono en la casa de Las Quintas, y un par de ellas desde el primer disparo en la cara del Gato Fierros. Pagada la cuota de horror, de desconcierto, ahora todos los recursos de su instinto y su inteligencia estaban entregados a mantenerla viva. Por eso no le temblaba la mano. Por eso querнa rezar, sin conseguirlo, y en cambio recordaba con absoluta precisiуn que habнa quemado cinco balas, que le quedaban una en la recбmara y diez en el cargador, que el retroceso de la Doble Бguila era muy fuerte para ella, y que la prуxima vez debнa apuntar algo mбs abajo del blanco si no querнa fallar el tiro; con la mano izquierda no bajo la culata, como en las pelнculas, sino encima de la muсeca derecha, afirmбndola a cada disparo. Aquйlla era la ъltima oportunidad, y lo sabia. Que su corazуn latiera despacio, que la sangre circulara tranquila y los sentidos anduvieran alerta, marcarla la diferencia entre estar viva o estar en el piso una hora mбs tarde. Por eso se habнa dado un par de pericazos rбpidos del paquete que llevaba en la bolsa. Y por eso, cuando llegу la Suburban blanca, habнa apartado instintivamente los ojos de la luz para no deslumbrarse; y ahora miraba de nuevo por encima del arma, un dedo en el gatillo, retenido el aliento, atenta al primer indicio de que algo anduviese cabrуn. Lista para disparar contra cualquiera.

Sonaron las portezuelas. Contuvo el aliento. Una, dos, tres. Hнjole. Tres siluetas masculinas de pie junto al coche, iluminadas en contraluz por las farolas de la calle. Elegir. Habнa creнdo estar a salvo de eso, al margen, mientras alguien lo hacнa por ella. Tъ tranquila, prietita —aquello era al principio—. Limнtate a quererme, y yo me ocupo. Era dulce y cуmodo. Era engaсosamente seguro despertarse de noche y escuchar la respiraciуn tranquila del Hombre. Ni siquiera el miedo existнa entonces; porque el miedo es hijo de la imaginaciуn, y allн sуlo habнa horas felices que pasaban como un bolero bonito o el agua mansa. Y era fбcil la trampa: su risa cuando la abrazaba, los labios al recorrer su piel, la boca susurrando palabras tiernas o atrevidas bien requeteabajo, entre sus muslos, muy cerca y bien adentro, como si fuera a quedarse allб para siempre —si vivнa lo bastante para olvidar, aquella boca serнa lo ъltimo que ella olvidarнa—. Pero nadie se queda para siempre. Nadie estб a salvo, y toda seguridad es peligrosa. De pronto despiertas con la evidencia de que resulta imposible sustraerse a la mera vida; de que la existencia es camino, y que caminar implica elecciуn continua. O esto o lo otro. Con quiйn vives, a quiйn amas, a quiйn matas. Quiйn te mata. Queriendo o sin querer, cada cual recorre sus propios pasos. La Situaciуn. A fin de cuentas, elegir. Tras dudar un instante, apuntу la pistola hacia la mбs corpulenta y grande de las tres siluetas masculinas. Resultaba mejor blanco, y ademбs era el jefe.

—Teresita—dijo don Epifanio Vargas.

Aquella voz conocida, tan familiar, removiу algo dentro de ella. Sintiу que las lбgrimas —era demasiado joven, y las habнa creнdo ya imposibles— le enturbiaban la vista. Inesperadamente se volviу frбgil; quiso comprender por quй, y en el empeсo tambiйn se le hizo tarde para evitarlo. Pinche perra, se dijo. Maldita chava estъpida. Si algo sale mal, la regaste. Las luces lejanas de la calle se desgarraban ante sus ojos, y todo se volviу confusiуn de reflejos lнquidos y sombras. De pronto no tuvo delante nada a lo que apuntar. Asн que bajу la pistola. Por una lбgrima, pensу, resignada. Ahora me pueden matar por una pinche lбgrima.

—Son malos tiempos.

Don Epifanio Vargas dio una chupada larga al cigarro habano y estuvo mirando la brasa, pensativo. En la penumbra de la capilla, las velas y lamparitas encendidas iluminaban su perfil aindiado, el pelo muy negro, espeso y peinado hacia atrбs, el mostacho norteсo afirmando un fнsico que a Teresa siempre le recordaba el de Emilio Fernбndez o Pedro Armendбriz en las viejas pelнculas mejicanas que ponнan en la tele. Debнa de andar por los cincuenta y era grande y ancho, con manos enormes. En la izquierda sostenнa el habano, y en la derecha la agenda del Gьero.

Antes, por lo menos, respetбbamos a los niсos y a las mujeres.

Movнa la cabeza, evocador y triste. Teresa sabнa que ese antes se remontaba al tiempo en que, siendo un joven campesino de Santiago de los Caballeros y harto de pasar hambre, Epifanio Vargas cambiу la yunta de bueyes y las milpas de maнz y frijoles por las matas de mariguana, desmachу semillas para limpiar la mota, se rifу la vida vendiendo y se la quitу a cuantos pudo, y al fin anduvo de la sierra al llano, instalбndose en Tierra Blanca cuando las redes de contrabandistas sinaloenses empezaban a encaminar hacia el norte, junto a sus ladrillos de colas de borrego, los primeros polvitos blancos que llegaban en barco y por aviуn desde Colombia. Para los hombres de la generaciуn de don Epifanio, que despuйs de cruzar el Bravo a nado con fardos a la espalda habitaban ahora lujosas fincas de la colonia Chapultepec, y tenнan hijos fresitas que iban a colegios de lujo conduciendo sus propios autos o estudiaban en universidades norteamericanas, aquйl fue el tiempo lejano de las grandes aventuras, los grandes riesgos y las grandes riquezas hechas de la noche a la maсana: una operaciуn con suerte, una buena cosecha, un cargamento afortunado. Aсos de peligro y dinero jalonando una vida que en la sierra no habrнa sido mбs que existencia miserable. Vida intensa y a menudo corta; porque sуlo los mбs duros de esos hombres lograron sobrevivir, establecerse y delimitar el territorio de los grandes cбrteles de la droga. Aсos en los que todo estaba por definirse. Cuando nadie ocupaba un lugar sin empujar a otros, y el error o el fracaso se pagaban al contado. Pero se pagaba con la mera vida. Ni menos, ni mбs.

—Tambiйn han ido a casa del Chino Parra —comentу don Epifanio—. Lo dijo el noticiero hace un rato. Mujer y tres hijos —la brasa del habano volviу a brillar cuando le dio otra chupada—... Al Chino lo encontraron en la puerta, dentro de la cajuela de su Silverado. Estaba sentado junto a Teresa en el banquito situado a la derecha del pequeсo altar. Al mover la cabeza, las velas daban reflejos de charol a su pelo repeinado y abundante. Los aсos transcurridos desde que bajу de la sierra habнan refinado su aspecto y maneras; pero, bajo los trajes a medida, las corbatas que se hacнa traer de Italia y la seda de sus camisas de quinientos dуlares, seguнa latiendo el campesino de la sierra sinaloense. Y no sуlo por el regusto de ostentaciуn norteсa —botas picudas, cinto piteado con hebilla de plata, centenario de oro en la cadena de las llaves—, sino tambiйn, y sobre todo, por la mirada a ratos impasible, a ratos desconfiada o paciente, del hombre a quien durante siglos y generaciones un granizo o una sequнa habнan obligado una y otra vez a empezar desde cero.

—Por lo visto, al Chino lo agarraron por la maсana y pasaron el dнa con йl, de plбtica... Segъn la radio, se tomaron su tiempo.

Teresa pudo imaginar sin esfuerzo: manos atadas con alambre, cigarrillos, navajas de afeitar. Los gritos del Chino Parra apagados dentro de una bolsa de plбstico o bajo un palmo de masking—tape, en algъn sуtano o almacйn, antes de que acabaran con йl y fueran a ocuparse de su familia. Quizб el mismo Chino habнa terminado por delatar al Gьero Dбvila. O a su propia carne. Ella conocнa bien al Chino, a su mujer, Brenda, y a los tres plebitos. Dos varones y una niсa. Los recordу jugando y alborotando en la playa de Altata, el ъltimo verano: sus cuerpecitos morenos y cбlidos bajo el sol, cubiertos por las toallas, dormidos al regreso en la trasera de la misma Silverado donde ahora aparecнa el despojo del padre. Brenda era una chava menuda, muy habladora, de bonitos ojos marrones, que llevaba en el tobillo derecho una cadena de oro con las iniciales de su hombre. Habнan ido muchas veces juntas de compras por Culiacбn, pantalones de piel muy ceсidos, uсas decoradas, tacones bien altos, Guess Jeans, Calvin Klein, Carolina Herrera... Se preguntу si le habнan mandado al Gato Fierros y Potemkin Gбlvez, o a otros gatilleros distintos. Si ocurriу antes o a la vez que lo de ella. Si a Brenda la mataron antes o despuйs que a los plebitos. Si lo hicieron rбpido, o si tambiйn procuraron tomarse su tiempo. Pinches hombres puercos. Retuvo aire y lo soltу poco a poco, para que don Epifanio no la viera sollozar. Luego maldijo en silencio al Chino Parra, antes de maldecir todavнa mбs al Gьero. El Chino era valiente como tantos que mataban o traficaban: de pura ignorancia, porque no pensaba. Se metнa en lнos por su poca cabeza, sin discurrir que ponнa en peligro no sуlo a йl, sino a toda su familia. El Gьero era distinto a su primo: йl sн era inteligente, bien lanza. Conocнa todos los riesgos y siempre supo lo que iba a pasarle a ella si lo agarraban a йl, pero le valнa madres. Aquella perra agenda. Ni la leas, habнa dicho. Llйvasela y ni la leas. El maldito, murmurу una vez mбs. El maldito Gьero cabrуn.

—їQuй ha pasado? —preguntу.

Don Epifanio Vargas encogiу los hombros. —Ha pasado lo que tenнa que pasar —dijo. Miraba al guardaespaldas que estaba en la puerta, el cuerno de chivo en la mano, silencioso como una sombra o un fantasma. Cambiar la droga por la farmacia y la polнtica no excluнa las precauciones de siempre. El otro guarura estaba afuera, tambiйn armado. Le habнan dado doscientos pesos al celador nocturno de la capilla para que se rajara de allн. Don Epifanio mirу la bolsa que Teresa tenнa en el suelo, entre los pies, y despuйs la Doble Бguila apoyada en el regazo.

—Tu hombre llevaba mucho rifбndosela. Era cuestiуn de tiempo.

—їDe verdad se muriу?

—Pues claro que se muriу. Lo agarraron arriba en la sierra... No eran guachos, ni federales, ni nada. Eran su propia gente.

—їQuiйnes?

—Da lo mismo quiйnes. Tъ sabes en quй transas andaba el Gьero. Metнa naipes propios en barajas ajenas. Y al final alguien dio el pitazo.

Se reavivу la brasa del habano. Don Epifanio abriу la agenda. La acercaba a la luz de las velas, pasando pбginas al azar.

—їLeнste lo que hay aquн?

—Nomбs se la traje a usted, como йl dijo. Yo no sй de esas cosas.

Asintiу don Epifanio, reflexivo. Se le veнa incуmodo.

—El pobre Gьero tuvo lo que se iba buscando —concluyу.

Ella miraba ahora al frente, hacia las sombras de la capilla donde colgaban los exvotos y las flores secas. —Quй pobre ni quй chingados. El muy puerco no pensу en mн.

Habнa conseguido que no le temblara la voz. Sin volverse, sintiу que el otro se ladeaba a observarla.

—Tъ tienes suerte —le oyу decir—. De momento sigues viva.

Se quedу asн un poco mбs. Estudiбndola. El aroma del habano se mezclaba con el olor de las velas y el de un pebetero de incienso que ardнa junto al busto del bandido santo.

—їQuй piensas hacer? —preguntу al fin.

—No sй —ahora le llegaba a Teresa la vez de encoger los hombros—. El Gьero dijo que usted me ayudarнa. Dбsela y pнdele que te ayude. Eso fue lo que dijo. —El Gьero siempre fue un optimista.

El hueco que ella notaba en el estуmago se hizo mбs hondo. Sofoco del humo de velas, crepitar de llamitas ante Malverde. Calor hъmedo. De pronto sentнa una desazуn insoportable. Reprimiу el impulso de levantarse, apagar las velas de un manotazo, ir en busca de aire fresco. Correr otra vez, si todavнa la dejaban. Pero cuando mirу de nuevo ante sн, vio que la otra Teresa Mendoza estaba sentada enfrente, observбndola. O tal vez era ella misma la que estaba allн, silenciosa, mirando a la mujer asustada que se inclinaba hacia adelante en su banco junto a don Epifanio, con una inъtil pistola en el regazo.

—Йl lo querнa mucho a usted —se oyу decir.

El otro se removiу en el asiento. Un hombre decente, habнa dicho siempre el Gьero. Un chaca bueno y justo, de ley. El mejor patrуn que tuve nunca.

—Y yo lo querнa —don Epifanio hablaba muy quedo, como si recelara de que el guarura de la puerta lo oyese hablar de sentimientos—. Y a ti tambiйn... Pero con sus pendejadas te puso en mala situaciуn.

—Necesito ayuda.

—Yo no puedo mezclarme en esto. —Usted tiene mucho poder.

Lo oyу chasquear la lengua con desaliento e impaciencia. En aquel negocio, explicу don Epifanio siempre en voz baja y dirigiendo miradas furtivas al guardaespaldas, el poder era una cosa relativa, efнmera, sujeta a reglas complicadas. Y йl lo conservaba, puntualizу, porque no iba escarbando donde no debнa. El Gьero ya no trabajaba para йl; era asunto de sus jefes de ahora. Y esa gente mochaba parejo.

—No tienen nada personal contra ti, Teresita. Ya los conoces. Pero es su manera de hacer las cosas... Tienen que dar ejemplo.

—Usted podrнa hablar con ellos. Decirles que no sй nada.

—Saben de sobra que tъ no sabes nada. Йse no es el problema... Y yo no puedo comprometerme. En esta tierra, quien hoy pide favores tiene que devolverlos maсana.

Ahora miraba la Doble Бguila que ella mantenнa sobre los muslos, una mano apoyada con descuido en la culata. Sabнa que el Gьero la enseсу a tirar tiempo atrбs, hasta conseguir que acertara a seis botes vacнos de cerveza Pacнfico, uno tras otro, a diez pasos. Al Gьero siempre le habнan gustado la Pacнfico y las mujeres medio bravas, aunque Teresa no soportara la cerveza y se asustara a cada estampido de la pistola.

Ademбs —prosiguiу don Epifanio—, lo que me has contado empeora las cosas. No pueden dejar que les truenen a un hombre, y menos que lo haga una hembra... Serнan la risa de todo Sinaloa.

Teresa mirу sus ojos oscuros e impasibles. Ojos duros de indio norteсo. De superviviente.

—No puedo comprometerme —le oyу repetir. Y don Epifanio se levantу. Ya valiу madres, pensу ella. Aquн termina todo. El vacнo del estуmago se agrandaba hasta abarcar la noche que acechaba afuera, inexorable. Se rindiу, pero la mujer que la observaba entre las sombras no quiso hacerlo.

—El Gьero dijo que me ayudarнa —insistiу terca, como si hablara consigo misma—. Llйvale la agenda, dijo, y cбmbiasela por tu vida.

A tu hombre le gustaban demasiado los albures. —Yo no sй de eso. Pero sй lo que me dijo.

Habнa sonado mбs a queja que a sъplica. Una queja sincera y muy amarga. O un reproche. Despuйs se quedу un momento callada y al fin alzу el rostro, igual que el reo cansado que aguarda un veredicto. Don Epifanio estaba de pie ante ella, y parecнa mбs grande y corpulento que nunca. Golpeteaba con los dedos en la agenda del Gьero. —Teresita...

—Mande.

Seguнa tamborileando los dedos en la agenda. Lo vio mirar la efigie del santo, de nuevo al guarura de la puerta, de vuelta a ella. Luego se detuvo otra vez en la pistola. —їLa neta que no leнste nada?

—Lo juro. Nomбs dнgame quй iba a leer.

Un silencio. Largo, pensу ella, como una agonнa. Oнa chisporrotear los pбbilos de las velas en el altar. —Sуlo tienes una posibilidad —dijo el otro al fin. Teresa se aferrу a esas palabras, con la mente avivada de pronto como si acabara de meterse dos pases de doсa Blanca. La otra mujer habнa desaparecido entre las sombras. Y de nuevo era ella. O al contrario.

—Me basta con una —dijo. —їTienes pasaporte?

—Sн. Con visa americana. —їY dinero?

—Veinte mil dуlares y unos pocos pesos —abrнa la bolsa a sus pies para mostrarlo, esperanzada—. Tambiйn una bolsa de polvo de diez o doce onzas.

—El polvo dйjalo. Es peligroso andar con eso por ahн... їSabes conducir?

—No —se habнa puesto en pie y lo miraba de cerca, atenta. Concentrada en seguir viva—. Ni siquiera tengo licencia.

—Dudo que puedas llegar al otro lado. Te pisarбn la huella en la frontera, y ni entre gringos ibas a estar segura... Lo mejor serнa que salieras esta mera noche. Puedo prestarte el carro con un chofer de confianza... Puedo hacer eso y que te lleve al Deefe. Directamente al aeropuerto, y allн te agarras el primer aviуn.

—їAdуnde?

—Me vale verga adуnde. Pero si quieres ir a Espaсa, tengo amigos allн. Gente que me debe favores... Si maсana me llamas antes de subir al aviуn, podrй darte un nombre y un nъmero de telйfono. Despuйs serб asunto tuyo.

—їNo hay otra?

—Ni modo. Con йsta, o te encabestras o te ahorcas. Teresa mirу alrededor, buscando en las sombras de la capilla. Estaba absolutamente sola. Nadie decidнa por ella, ahora. Pero seguнa viva.

—Tengo que irme —se impacientaba don Epifanio—. Decнdete.

—Ya decidн. Harй lo que usted mande.

—Bien —Don Epifanio observу cуmo ella ponнa el seguro a la pistola y se la metнa atrбs en la cintura, entre los tejanos y la piel, antes de cubrirse con la chamarra—... Y recuerda una cosa: ni siquiera allн estarбs a salvo. їComprendes?... Si yo tengo amigos, ellos tambiйn. Asн que procura enterrarte tan hondo que no te encuentren.

Teresa asintiу de nuevo. Habнa sacado el paquete de coca de la bolsa y lo colocaba en el altar, bajo la efigie de Malverde. A cambio encendiу otra vela. Santa Virgencita, rezу un instante en silencio. Santo Patrуn. Dios vendiga mi camino y permita mi regreso. Se persignу casi furtivamente.

—Siento de verdad lo del Gьero —dijo don Epifanio a su espalda—. Era un buen tipo.

Teresa se habнa vuelto al oнr eso. Ahora estaba tan lъcida y serena que sentнa la garganta seca y la sangre circular muy despacio, latido a latido. Se echу la bolsa al hombro, sonriendo por primera vez en todo el dнa: una sonrisa que marcу su boca como un impulso nervioso, inesperado. Y aquella sonrisa, o lo que fuera, debнa de ser extraсa, pues don Epifanio la mirу con un poco de sorpresa y el pensamiento a la vista, por una vez reflejado en la cara. Teresita Mendoza. Chale. La morra del Gьero. La hembra de un narco. Una chava como tantas, mбs bien callada, ni demasiado despierta ni demasiado bonita. Y sin embargo la estudiу de ese modo reflexivo y cauto, con mucha atenciуn, como si de pronto se viera frente a una desconocida.

—No —dijo ella—. El Gьero no era un buen tipo. Era un hijo de su pinche madre.


 

3.

Cuando los aсos pasen

—Ella no era nadie —dijo Manolo Cйspedes. —Explнcame eso.

Acabo de hacerlo —mi interlocutor me apuntaba con dos dedos entre los que sostenнa un cigarrillo—. Nadie significa nadie. Una paria. Llegу con lo puesto, como quien busca enterrarse en un agujero... Todo fue casualidad. —Tambiйn algo mбs. Era una chica lista.

—їY quй?... Conozco a muchas chicas listas que han terminado en una esquina.

Mirу a uno y otro lado de la calle, como si buscara algъn ejemplo que mostrarme. Estбbamos sentados bajo la marquesina de la terraza de la cafeterнa California, en Melilla. Un sol africano, cenital, amarilleaba las fachadas modernistas de la avenida Juan Carlos I. Era la hora del aperitivo, y las aceras y terrazas rebosaban de paseantes, ociosos, vendedores de loterнa y limpiabotas. La indumentaria europea se mezclaba con yihabs y chilabas morunas, acentuando el ambiente de tierra fronteriza, a caballo entre dos continentes y varias culturas. Al fondo, donde la plaza de Espaсa y el monumento a los muertos en la guerra colonial de 1921 —un joven soldado de bronce con el rostro vuelto hacia Marruecos—, las copas de las palmeras anunciaban la proximidad del Mediterrбneo.

—Yo no la conocн entonces —prosiguiу Cйspedes—. En realidad ni me acuerdo de ella. Una cara detrбs de la barra del Yamila, a lo mejor. O ni eso. Sуlo mucho despuйs, al oнr cosas aquн y allб, terminй asociбndola con la otra Teresa Mendoza... Ya te lo he dicho. En aquella йpoca no era nadie.

Ex comisario de policнa, ex jefe de seguridad de La Moncloa, ex delegado del Gobierno en Melilla: a Manolo Cйspedes el azar y la vida lo habнan hecho todo eso; pero lo mismo podнa haber sido torero templado y sabio, gitano guasуn, pirata bereber o astuto diplomбtico rifeсo. Era un viejo zorro, moreno, enjuto como un legionario grifota, con mucha experiencia y mucha mano izquierda. Nos habнamos conocido dos dйcadas atrбs, durante una йpoca de violentos incidentes entre las comunidades europea y musulmana, que pusieron a Melilla en primera plana de los periуdicos cuando yo me ganaba el jornal escribiendo en ellos. Y por aquel tiempo, melillense de nacimiento y mбxima autoridad civil en el enclave norteafricano, Cйspedes ya conocнa a todo el mundo: iba de copas al bar de oficiales del Tercio, controlaba una eficaz red de informadores a ambos lados de la frontera, cenaba con el gobernador de Nador y tenнa en nуmina lo mismo a mendigos callejeros que a miembros de la Gendarmerнa Real marroquн. Nuestra amistad databa de entonces: largas charlas, cordero con especias morunas, ginebras con tуnica hasta altas horas de la madrugada. Hoy por ti, maсana por mн. Ahora, jubilado de su cargo oficial, Cйspedes envejecнa aburrido y pacнfico, dedicado a la polнtica local, a su mujer, a sus hijos y al aperitivo de las doce. Mi visita alteraba felizmente su rutina diaria.

—Te digo que todo fue casualidad —insistiу—. Y en su caso, la casualidad se llamaba Santiago Fisterra. Me quedй con el vaso a medio camino, contenido el aliento.

—їSantiago Lуpez Fisterra?

—Claro —Cйspedes chupaba el cigarrillo, valorando mi interйs —. El gallego.

Soltй aire despacio, bebн un poco y me recostй en la silla, satisfecho como quien recobra un rastro perdido, mientras Cйspedes sonreнa calculando en quй estado situaba eso el balance de nuestra vieja asociaciуn de favores mutuos. Aquel nombre me habнa llevado hasta allн, en busca de cierto perнodo oscuro en la biografнa de Teresa Mendoza. Hasta ese dнa en la terraza del California, yo sуlo contaba con testimonios dudosos y conjeturas. Pudo ocurrir esto. Dicen que pasу aquello. A alguien le habнan dicho, o alguien creнa saber. Rumores. De lo demбs, lo concreto, en los archivos de inmigraciуn del ministerio del Interior sуlo figuraba una fecha de entrada —vнa aйrea, Iberia, aeropuerto de Barajas, Madrid— con el nombre autйntico de Teresa Mendoza Chбvez. Luego el rastro oficial parecнa perderse durante dos aсos, hasta que la ficha policial 8653690FA/42, que incluнa huellas dactilares, una foto de frente y otra de perfil, clausuraba esa etapa de la vida que yo intentaba reconstruir, y permitнa seguirle mejor los pasos a partir de entonces. La ficha era de las antiguas que se hacнan en cartulina hasta que la policнa espaсola informatizу sus documentos. La habнa tenido ante mis ojos una semana atrбs, en la comisarнa de Algeciras, gracias a la gestiуn de otro antiguo amigo: el comisario jefe de Torremolinos, Pepe Cabrera. Entre la escueta informaciуn consignada al dorso figuraban dos nombres: el de un individuo y el de una ciudad. El individuo se llamaba Santiago Lуpez Fisterra. La ciudad era Melilla.

Aquella tarde hicimos dos visitas. Una fue breve, triste y poco ъtil, aunque sirviу para aсadir un nombre y un rostro a los personajes de esta historia. Frente al club nбutico, al pie de las murallas medievales de la ciudad vieja, Cйspedes me seсalу a un hombre escuбlido, de pelo ceniciento y escaso, que vigilaba los coches a cambio de unas monedas. Estaba sentado en el suelo junto a un noray, mirando el agua sucia bajo el muelle. De lejos lo tomй por alguien mayor, maltratado por el tiempo y la vida; pero al acercarnos comprobй que no debнa de tener cuarenta aсos. Vestнa un pantalуn remendado y viejo, camiseta blanca insуlitamente limpia e inmundas zapatillas de deporte. El sol y la intemperie no bastaban para ocultar el tono grisбceo, mate, de su piel envejecida, cubierta de manchas y con profundas oquedades en las sienes. Le faltaba la mitad de los dientes, y pensй que se parecнa a esos despojos que la resaca del mar arroja a las playas y los puertos.

—Se llama Veiga —me dijo Cйspedes al acercarnos—. Y conociу a Teresa Mendoza.

Sin detenerse a observar mi reacciуn dijo hola, Veiga, cуmo te va, y luego le dio un pitillo y fuego. No hubo presentaciones ni otros comentarios, y estuvimos allн un rato, callados, mirando el agua, los pesqueros amarrados, el antiguo cargadero de mineral al otro lado de la dбrsena y las espantosas torres gemelas construidas para conmemorar el quinto centenario de la conquista espaсola de la ciudad. Vi costras y marcas en los brazos y las manos del hombre. Se habнa levantado para encender el cigarrillo, torpe, balbuceando palabras confusas de agradecimiento. Olнa a vino rancio y a miseria rancia. Cojeaba.

—Pregъntale, si quieres —apuntу al fin Cйspedes. Dudй un instante y despuйs pronunciй el nombre de Teresa Mendoza. Pero no detectй en su rostro ni reconocimiento ni memoria. Tampoco tuve mбs suerte al mencionar a Santiago Fisterra. El tal Veiga, o lo que quedaba de йl, se habнa vuelto de nuevo hacia el agua grasienta del muelle. Acuйrdate, hombre, le dijo Cйspedes. Este amigo mнo ha venido para hablar contigo. No digas que no te acuerdas de Teresa y de tu socio. No me hagas ese feo. їVale?... Pero el otro seguнa sin responder; y cuando Cйspedes insistiу otra vez, lo mбs que logrу fue que se rascase los brazos antes de mirarnos entre desconcertado e indiferente. Y esa mirada turbia, lejana, con pupilas tan dilatadas que ocupaban la totalidad del iris, parecнa deslizarse por las personas y las cosas desde un lugar sin camino de vuelta.

—Era el otro gallego —dijo Cйspedes cuando nos alejamos—. El marinero de Santiago Fisterra... Nueve aсos en una cбrcel marroquн lo dejaron asн.

Anochecнa cuando hicimos la segunda visita. Cйspedes lo presentу como Dris Larbi —mi amigo Dris, dijo mientras le palmeaba la espalda—, y me vi ante un rifeсo de nacionalidad espaсola que hablaba un castellano perfecto. Lo encontramos en el barrio del Hipуdromo delante del Yamila, uno de los tres locales nocturnos que regentaba en la ciudad —mбs tarde supe eso y algunas cosas mбs—, cuando salнa de un lujoso Mercedes de dos plazas: mediana estatura, pelo muy rizado y negro, barba recortada con esmero. Manos de las que aprietan la tuya con precauciуn para comprobar quй traes en ella. Mi amigo Dris, repitiу Cйspedes; y por la forma en que el otro lo miraba, cauta y deferente a un tiempo, me preguntй quй detalles biogrбficos del rifeсo justificaban aquel prudente respeto hacia el ex delegado gubernativo. Mi amigo Fulano —era mi turno—. Investiga la vida de Teresa Mendoza. Cйspedes lo dijo asн, a bocajarro, cuando el otro me daba la mano derecha y tenнa la izquierda con las llaves electrуnicas apuntando hacia el coche, y los intermitentes de йste, yiu, yiu, yiu, destellaban al activarse la alarma. Entonces el tal Dris Larbi me estudiу con mucho detenimiento y mucho silencio, hasta el punto de que Cйspedes se echу a reнr. —Tranquilo —dijo—. No es un policнa.

El ruido de cristal roto hizo que Teresa Mendoza frunciera el ceсo. Era el segundo vaso que los de la mesa cuatro rompнan aquella noche. Cambiу una mirada con Ahmed, el camarero, y йste se encaminу allн con un recogedor y una escoba, taciturno como siempre, la pajarita negra bailбndole holgada bajo la nuez. Las luces que giraban sobre la pequeсa pista vacнa deslizaban rombos luminosos por su chaleco rayado. Teresa revisу la cuenta de un cliente que estaba al extremo de la barra, muy animado con dos de las chicas. El individuo llevaba allн un par de horas y la cifra era respetable: cinco White Label con hielo y agua para йl, ocho benjamines para las chicas —la mayor parte de los benjamines habнa sido hecha desaparecer discretamente por Ahmed con el pretexto de cambiar las copas—. Faltaban veinte minutos para cerrar, y Teresa escuchaba, sin proponйrselo, el diбlogo habitual. Os espero fuera. Una o las dos. Mejor las dos. Etcйtera. Dris Larbi, el jefe, era inflexible en cuanto a la moral oficial del asunto. Aquello era un bar de copas, y punto. Fuera de horas laborales, las chicas eran libres. O lo eran en principio, pues el control resultaba estricto: cincuenta por ciento para la empresa, cincuenta por ciento para la interesada. Viajes y fiestas organizadas aparte, donde las normas se modificaban segъn con quiйn, cуmo y dуnde. Yo soy un empresario, solнa decir Dris. No un simple chulo de putas.

Martes de mayo, casi a fin de mes. No era una noche animada. En la pista vacнa, Julio Iglesias cantaba para nadie en particular. Caballero de fina estampa, decнa la letra. Teresa movнa los labios en silencio, siguiendo la canciуn, atenta a su papel y su bolнgrafo a la luz de la lбmpara que iluminaba la caja. Una noche chuequita, comprobу. Casi mala. Muy diferente de los viernes y sбbados, cuando habнa que traer chicas de otros locales porque el Yamila se llenaba: funcionarios, comerciantes, marroquнes adinerados del otro lado de la frontera, militares de la guarniciуn. Nivel medio razonable, poca raza pesada salvo la inevitable. Chavas limpias y jуvenes, de buen aspecto, renovadas cada seis meses, reclutadas por Dris en Marruecos, en los barrios marginales melillenses, alguna europea de la Penнnsula. Pago puntual —la delicadeza del detalle— a leyes y autoridades competentes para que vivieran y dejaran vivir. Copas gratis al subcomisario de policнa y a los inspectores de paisano. Local ejemplar, permisos gubernativos en regla. Pocos problemas. Nada que Teresa no conociera de sobra, multiplicado hasta el infinito, en su todavнa reciente memoria mejicana. La diferencia era que aquн la gente, aunque mбs ruda de modales y menos cortйs, no se fajaba a plomazos y todo se hacнa con mucha mano izquierda. Incluso —a eso tardу en acostumbrarse— habнa gente que no se dejaba sobornar en absoluto. Usted se equivoca, seсorita. O en versiуn бspera, tan espaсola: hбgame el favor de meterse eso por el culo. Lo cierto es que aquello hacнa la vida difнcil, a veces. Pero a menudo la facilitaba. Relajaba mucho no tenerle miedo a un policнa. O no tenerle todo el tiempo miedo.

Ahmed volviу con su recogedor y su escoba, pasу a este lado de la barra y se puso a charlar con las tres chicas que estaban libres. Cling. De la mesa de los vasos rotos llegaban risas y brindis, chocar de copas. Ahmed tranquilizу a Teresa con un guiсo. Todo en regla por allн. Aquella cuenta iba a ser pesada, comprobу echando un vistazo a las notas que tenнa junto a la caja registradora. Hombres de negocios espaсoles y marroquнes, celebrando algъn acuerdo: chaquetas en los respaldos de los asientos, cuellos de camisa abiertos, corbatas en los bolsillos. Cuatro hombres maduros y cuatro chicas. El presunto Moйt Chandon desaparecнa rбpido en las cubetas de hielo: cinco botellas, y caerнa otra antes de cerrar. Las chicas —dos moras, una hebrea, una espaсola— eran jуvenes y profesionales. Dris nunca se acostaba con las empleadas —donde tienes la olla, decнa, no metas la polla—, pero a veces mandaba a amigos suyos a modo de inspectores laborales. Primera calidad, alardeaba luego. En mis locales, sуlo primera calidad. Si el informe resultaba negativo, nunca las maltrataba. Se limitaba a echarlas, y punto. Rescisiуn. No eran chicas lo que faltaba en Melilla, con la inmigraciуn ilegal, y la crisis, y todo aquello. Alguna soсaba con viajar a la Penнnsula, ser modelo y triunfar en la tele; pero la mayorнa se conformaba con un permiso de trabajo y una residencia legal.



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