La mitad de mi copa dejй servida 


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La mitad de mi copa dejй servida



Llovнa sobre Culiacбn, Sinaloa; y la casa de la colonia Chapultepec parecнa encerrada en una burbuja de tristeza gris. Era como si hubiese una frontera definida entre los colores del jardнn y los tonos plomizos de afuera: en los cristales de la ventana, las gotas de lluvia mбs gruesas se desmoronaban en largos regueros que hacнan ondular el paisaje, mezclando el verde de la hierba y las copas de los laureles de la India con el naranja de la flor del tabachнn, el blanco de los capiros, el lila y rojo de las amapas y buganvillas; pero el color morнa en los altos muros que rodeaban el jardнn. Mбs allб sуlo existнa un panorama difuso, triste, en el que apenas podнan distinguirse, tras el foso invisible del Tamazula, las dos torres y la gran cъpula blanca de la catedral, y mбs lejos, a la derecha, las torres con azulejos amarillos de la iglesia del Santuario.

Teresa estaba junto a la ventana de un saloncito del piso superior, contemplando el paisaje, aunque el coronel Edgar Ledesma, subcomandante de la Novena Zona Militar, aconsejaba que no hiciera eso. Cada ventana, habнa dicho mirбndola con sus ojos de guerrero frнo y eficiente, es una oportunidad para un francotirador. Y usted, seсora, no ha venido a dar oportunidades. El coronel Ledesma era un tipo agradable, correcto, que llevaba la cincuentena muy airoso, con su uniforme y el pelo rapado como si fuese un guachito joven. Pero ella estaba harta de la limitada visiуn de la planta baja, el gran salуn con muebles de Concordia mezclados con metacrilato y cuadros espantosos en las paredes —la casa habнa sido incautada por el Gobierno a un narco que cumplнa condena en Puente Grande—, las ventanas y el porche que sуlo dejaban ver un poco de jardнn y la piscina vacнa. Desde arriba podнa adivinar a lo lejos, recomponiйndola con ayuda de su memoria, la ciudad de Culiacбn. Tambiйn veнa a uno de los federales que se encargaban de la escolta en el recinto interior: un hombre con el impermeable abultado por el chaleco antibalas, con gorra y un fusil Errequince en las manos, que fumaba protegido del agua con la espalda contra el tronco de un mango. Bastante mбs lejos, tras la verja de la entrada que daba a la calle General Anaya, se distinguнa una camioneta militar y las siluetas verdes de dos guachos que montaban guardia con equipo de combate. Йse era el acuerdo, la habнa informado el coronel Ledesma cuatro dнas atrбs, cuando el Learjet en vuelo especial que la traнa desde Miami —ъnica escala desde Madrid, pues la DEA desaconsejaba cualquier parada intermedia en suelo mejicano— aterrizу en el aeropuerto de Culiacбn. La Novena Zona se encargaba de la seguridad general, y los federales corrнan a cargo de la seguridad cercana. Quedaban descartados del operativo trбnsitos y judiciales, por considerarse mбs fбciles de infiltrar, y por la constancia de que algunos actuaban de sicarios para trabajos sucios del narco. Tambiйn los federales eran asequibles a un fajo de dуlares; pero el grupo de йlite asignado a esa misiуn, traнdo del Distrito Federal —estaba vetada la intervenciуn de agentes que tuvieran conexiones sinaloenses—, estaba probado, decнan, en integridad y eficacia. Respecto a los militares, no es que resultaran incorruptibles; pero su disciplina y organizaciуn los hacнa mбs caros. Mбs difнciles de comprar, y tambiйn mбs respetados. Incluso cuando decomisaban en la sierra, los campesinos consideraban que hacнan su trabajo sin buscar arreglos. En concreto, el coronel Ledesma tenнa fama de нntegro y duro. Tambiйn le habнan matado a un hijo teniente, los narcos. Eso ayudaba mucho.

—Deberнa apartarse de ahн, patrona. Por las corrientes de aire.

—Chale, Pinto —le sonreнa al gatillero—. No mames.

Habнa sido una especie de sueсo extraсo; como asistir a una cadena de situaciones que no le estuvieran ocurriendo a ella. Las ъltimas dos semanas se ordenaban en su recuerdo igual que una sucesiуn de capнtulos intensos y perfectamente definidos. La noche de la ъltima operaciуn. Teo Aljarafe leyendo la ausencia de futuro en las sombras del camarote. Hйctor Tapia y Willy Rangel mirбndola estupefactos en una suite del hotel Puente Romano, cuando planteу su decisiуn y sus exigencias: Culiacбn en lugar del Distrito Federal —las cosas se hacen bien hechas, dijo, o no se hacen—. La firma de documentos privados con garantнas por ambas partes, en presencia del embajador de Estados Unidos en Madrid, un alto funcionario del ministerio espaсol de justicia y otro de Asuntos Exteriores. Y despuйs, quemadas las naves, el largo viaje sobre el Atlбntico, la escala tйcnica en la pista de Miami con el Learjet rodeado de policнas, la cara inescrutable de Pote Gбlvez cada vez que se cruzaban sus miradas. La van a querer matar todo el tiempo, advirtiу Willy Rangel. A usted, a su guardaespaldas y a todo el que respire alrededor. Asн que procure cuidarse. Rangel la acompaсу hasta Miami, poniendo a punto lo necesario. Instruyйndola sobre lo que se esperaba de ella y sobre lo que ella podнa esperar. El despuйs —si habнa despuйs— incluнa facilidades durante los siguientes cinco aсos para establecerse donde quisiera: Amйrica o Europa, nueva identidad incluyendo pasaporte norteamericano, protecciуn oficial, o dejarla a su aire si lo deseaba. Y cuando ella respondiу que el despuйs era sуlo asunto suyo, gracias, el otro se frotу la nariz y asintiу como si se hiciera cargo. A fin de cuentas, la DEA le calculaba a Teresa Mendoza unos fondos seguros, en bancos suizos y del Caribe, de entre cincuenta y cien millones de dуlares.

Siguiу viendo caer la lluvia tras los cristales. Culiacбn. La noche de su llegada, cuando abordaba a pie de escalerilla el convoy de militares y federales que aguardaba en la pista, Teresa habнa descubierto a la derecha la antigua torre amarilla del viejo aeropuerto, aъn con docenas de Cessnas y Piper estacionadas, y a la izquierda las nuevas instalaciones en construcciуn. La Suburban donde se instalу con Pote Gбlvez era blindada, con cristales ahumados. Dentro iban sуlo ella, Pote y el chуfer, que llevaba una radio encendida en frecuencia policial en el salpicadero. Habнa luces azules y rojas, guachos con cascos de combate, federales de paisano y de gris oscuro armados hasta los dientes en la parte trasera de las trocas y en las portezuelas abiertas de las Suburban, gorras de bйisbol, ponchos relucientes de lluvia, ametralladoras montadas apuntando a todas partes, antenas de radio que oscilaban al tomar las curvas a toda velocidad entre el bramido de las sirenas. Chale. Quiйn hubiera pensado, decнa la cara de Pote Gбlvez, que нbamos a volver de esta manera. Asн recorrieron el bulevar Zapata, girando en el Libramiento Norte a la altura de la gasolinera El Valle. Luego vino el malecуn, con los бlamos y los grandes sauces que prolongaban la lluvia hasta el suelo, las luces de la ciudad, los rincones familiares, el puente, el cauce oscuro del rнo Tamazula, la colonia Chapultepec. Teresa habнa creнdo que sentirнa algo especial en el corazуn al estar de nuevo allн; pero lo cierto, descubriу, era que no se daba gran diferencia de un lugar a otro. No sentнa emociуn, ni miedo. Durante todo el trayecto, ella y Pote Gбlvez se observaron muchas veces. Al fin Teresa preguntу quй tienes en la cabeza, Pinto; y el gatillero tardу un poquito en responder, mirando hacia afuera, el bigote como un brochazo oscuro en la cara y las salpicaduras de agua de la ventanilla moteбndole mбs la cara cuando pasaban ante focos de luz. Pos fнjese que nada especial, patrona, repuso al fin. Sуlo se me hace raro. Lo dijo sin entonaciones, inexpresivo el rostro aindiado y norteсo. Sentado muy formal a su lado en el cuero de la Suburban, con las manos cruzadas sobre la barriga. Y por primera vez desde aquel sуtano lejano de Nueva Andalucнa, a Teresa le pareciу indefenso. No le dejaban llevar armas, aunque estaba previsto que sн habrнa dentro de la casa para protecciуn personal de ambos, aparte los federales del jardнn y los guachos que rodeaban el perнmetro de la finca, en la calle. De vez en cuando el gatillero se volvнa a mirar por la ventanilla, reconociendo este o aquel lugar con un vistazo. Sin abrir la boca. Tan callado como cuando, antes de dejar Marbella, ella lo hizo sentarse enfrente y le explicу a quй venнa. A quй venнan. No a ponerle el dedo a nadie, sino a pasarle cuenta bien pesada a un hijo de su pinche madre. Sуlo a йl y nada mбs. Pote estuvo un rato pensбndolo. Y dime de verdad quй opinas, exigiу ella. Necesito saberlo antes de permitir que me acompaсes de regreso allб. Pos fнjese que yo no opino, fue la respuesta. Y se lo digo, o mejor no digo lo que no digo, con todo respeto. A lo mejor hasta tengo mis sentimientos, patrona. Pa' quй le digo que no, si sн. Pero lo que yo tenga o deje de tener es cosa mнa. No, pues. A usted le parece bien hacer tal o cual cosa, la hace y es la de ahн. Usted nomбs decide ir, y yo pos ni modo. La acompaсo.

Se apartу de la ventana y fue hasta la mesa en busca de un cigarrillo. El paquete de Faros seguнa junto a la Sig Sauer y los tres cargadores llenos de parque 9 parabellum. Al principio Teresa no estaba familiarizada con aquella pistola, y Pote Gбlvez pasу una maсana enseсбndole a desmontarla y volverla a montar con los ojos cerrados. Si vienen de noche y a usted se le embala la escuadra, patrona, mejor que pueda arreglбrselas sin prender la luz. Ahora el gatillero se acercу con un fуsforo encendido, inclinу breve la cabeza cuando ella dio las gracias, y despuйs fue al sitio que Teresa habнa ocupado junto la ventana, a echar un vistazo afuera.

—Todo estб en orden —dijo ella, exhalando el humo.

Era un placer echarse faritos despuйs de tantos aсos. El gatillero encogiу los hombros, dando a entender que, respecto a lo del orden, en Culiacбn la palabra resultaba relativa. Despuйs fue al pasillo y Teresa lo oyу hablar con uno de los federales que estaban en la casa. Tres dentro, seis en el jardнn, veinte guachos en el perнmetro exterior, relevбndose cada doce horas, manteniendo lejos a los curiosos, a los periodistas y a los malandrines que a esas horas sin duda rondaban ya en espera de una oportunidad. Me pregunto, calculу en sus adentros, cuбnto ofrecerб por mi cuero el diputado y candidato a senador por Sinaloa don Epifanio Vargas.

—їCuбnto crees que valdremos, Pinto?

Habнa aparecido otra vez en la puerta, con aquel aspecto de oso torpe de cuando temнa hacerse notar demasiado. Tranquilo en apariencia, como de costumbre. Pero ella observу que, tras los pбrpados entornados, sus ojos oscuros y suspicaces no paraban de medirle el agua a los tamales.

A mн me bajan gratis, patrona... Pero usted se ha vuelto bocado grande. Nadie andarнa en esta quema por menos de un madral.

—їSerбn los mismos escoltas o vendrбn de fuera?

Resoplу el otro, arrugando el bigote y la frente. —Me late que de fuera —dijo—. Los narcos y los policнas son iguales pero no siempre, aunque a veces sн... їMe comprende?

—Mбs o menos.

—Йsa es la neta. Y de los guachos, el coronel se me hace mero mero. Buena onda... De los que truenan nomбs sus chicharrones.

Ahн veremos, їno?

—Pos fнjese que estarнa requetebiйn padre, mi doсa. Verlo de una vez, y pelarnos.

Teresa sonriу al oнr aquello. Comprendнa al gatillero. La espera siempre resultaba peor que la bronca, por pesada que йsta fuese. De cualquier manera, ella habнa adoptado medidas adicionales. Preventivas. No era una chava inexperta, tenнa medios y conocнa a sus clбsicos. El viaje a Culiacбn estaba precedido de una campaсa de informaciуn en los niveles adecuados, incluida la prensa local. Sуlo Vargas, era el lema. Ni madrineo, ni dedo, ni pitazos: asunto personal en plan duelo en la barranca, y el resto a disfrutar del espectбculo. A salvo. Ni un nombre mбs, ni una fecha. Nada. Sуlo don Epifanio, ella y el fantasma del Gьero Dбvila quemбndose en el Espinazo del Diablo doce aсos atrбs. No se trataba de una delaciуn, sino de una venganza limitada y personal; eso podнa entenderse muy bien en Sinaloa, donde lo primero estaba mal visto y lo segundo era norma al uso y abastecimiento habitual de panteones. Aquйl habнa sido el pacto en el hotel Puente Romano, y el Gobierno de Mйxico estuvo de acuerdo. Hasta los gringos, aunque a regaсadientes, lo estuvieron. Un testimonio concreto y un nombre concreto. Ni siquiera Cйsar Batman Gьemes o los demбs chacas que en otro tiempo fueron prуximos a Epifanio Vargas debнan sentirse amenazados. Eso, era de esperar, habrнa tranquilizado bastante al Batman y a los otros. Tambiйn aumentaba las posibilidades de supervivencia de Teresa y reducнa los frentes a cubrir. A fin de cuentas, en el tiburoneo del dinero y la narcopolнtica sinaloense, don Epifanio habнa sido o era un aliado, un prуcer local; pero tambiйn un competidor y, tarde o temprano, un enemigo. A muchos les irнa de perlas que alguien lo sacara de escena a tan bajo precio.

Sonу el telйfono. Fue Pote Gбlvez quien agarrу el auricular, y despuйs se quedу mirando a Teresa como si al otro lado de la lнnea hubiesen pronunciado el nombre de un espectro. Pero ella no se sorprendiу en absoluto. Llevaba cuatro dнas esperando esa llamada. Y ya se tardaba.

—Esto es irregular, seсora. No estoy autorizado. El coronel Edgar Ledesma estaba de pie en la alfombra del salуn, las manos cruzadas a la espalda, el uniforme de faena bien planchado, las botas relucientes hъmedas de lluvia. Su pelo recorto, puro guacho, le sentaba muy bien, confirmу Teresa, con todo y sus canas blancas. Tan educado y tan limpio. Le recordaba un poco a aquel capitбn de la Guardia Civil de Marbella, mucho tiempo atrбs, cuyo nombre habнa olvidado.

—Estamos a menos de veinticuatro horas de su declaraciуn en la Procuradurнa General.

Teresa permanecнa sentada, fumando, cruzadas las piernas con los pantalones de seda negra. Mirбndolo desde abajo. Cуmoda. Muy cuidadosa de poner las cosas en su sitio.

—Dйjeme decirle, coronel. Yo no estoy aquн en calidad de prisionera.

—Por supuesto que no.

—Si acepto su protecciуn es porque deseo aceptarla. Pero nadie puede impedirme ir a donde quiera... Йse fue el pacto.

Ledesma apoyу el peso de su cuerpo en una bota, y luego en otra. Ahora miraba al licenciado Gaviria, de la Procuradurнa General del Estado, su enlace con la autoridad civil que manejaba el asunto. Gaviria tambiйn estaba de pie, aunque algo mбs alejado, con Pote Gбlvez detrбs, recostado en el marco de la puerta, y el ayudante militar del coronel —un teniente joven— mirando por encima de su hombro, desde el pasillo.

—Dнgale a la seсora —rogу el coronel— que lo que pide es imposible.

Gaviria le dio la razуn a Ledesma. Era un individuo flaquito, agradable, vestido y afeitado con mucha correcciуn. Teresa lo mirу fugazmente, dejando resbalar la vista como si no lo viera.

—Yo no pido nada, coronel —le dijo al guacho—. Me limito a comunicarle que tengo intenciуn de salir esta tarde de aquн durante hora y media. Que tengo una cita en la ciudad... Usted puede tomar disposiciones de seguridad, o no hacerlo.

Ledesma movнa la cabeza, impotente.

—Las leyes federales me prohнben mover tropas por la ciudad. Con esa gente que tengo ahн afuera ya apuramos mucho la letra pequeсa.

—Y por su parte, la autoridad civil... —empezу a decir Gaviria.

Teresa apagу el cigarrillo en el cenicero, con tanta fuerza que se quemу entre las uсas.

—Usted no se me agьite, licenciado. Ni tantito asн. Con la autoridad civil cumplirй maсana como estб previsto, a la hora en punto.

—Habrнa que considerar que, en tйrminos legales...

—Oiga. Tengo el hotel San Marcos lleno de abogados que me cuestan un chingo —seсalу el telйfono—... їA cuбntos quiere que llame?

—Podrнa ser una trampa —argumentу el coronel. —Hнjole. No me diga.

Ledesma se pasу una mano por la cabeza. Despuйs dio unos pasos por la habitaciуn, seguido por los ojos angustiados de Gaviria.

Tendrй que consultar con mis superiores. —Consulte con quien guste —dijo Teresa—. Pero tenga clara una cosa: si no me dejan acudir a esa cita, interpreto que estoy retenida aquн, a pesar de los compromisos del Gobierno. Y eso deshace el trato... Ademбs, les recuerdo que en Mйxico no hay cargos contra mн.

El coronel la observу con fijeza. Se mordнa el labio inferior como si le molestase un pellejito. Iniciу el ademбn de ir hacia la puerta, pero se detuvo a la mitad. —їQuй gana con rifбrsela asн?

Era evidente que deseaba comprender de veras. Teresa descruzу las piernas, alisбndose con las manos las arrugas de la seda negra. Lo que gane o pierda, respondiу, es cosa mнa y a ustedes les vale madres. Lo dijo de ese modo y se quedу callada, y al momento oyу suspirar bronco al guacho. Otra mirada entre йl y Gaviria.

—Pedirй instrucciones —dijo el coronel. —Yo tambiйn —apostillу el funcionario. —Уrale. Pidan lo que tengan que pedir. Mientras tanto, yo exijo un carro en la puerta a las siete en punto.

Con ese gьey —seсalу a Pote Gбlvez— dentro y bien armado... Lo que haya alrededor o por encima, coronel, es cosa suya.

Lo habнa dicho mirando todo el tiempo a Ledesma Y esta vez, calculу, puedo permitirme sonreнr un poco. Les impresiona mucho que una hembra sonrнa mientras les retuerce los huevos. Quй onda, mi perro. Te creнas el caballo de Marlboro.

Zum, zum. Zum, zum. Las escobillas del parabrisas sonaban monуtonas, con la lluvia repicando como granizo de balas en el techo de la Suburban. Cuando el federal que manejaba hizo girar a la izquierda el volante y enfilу la avenida Insurgentes, Pote Gбlvez, que ocupaba el asiento contiguo al conductor, mirу a un lado y a otro y puso las dos manos sobre el cuerno de chivo Akб 47 que cargaba sobre las rodillas. Tambiйn llevaba en un bolsillo de la chaqueta un boquitoqui conectado en la misma frecuencia que la radio de la Suburban, y Teresa escuchaba desde el asiento de atrбs las voces de los agentes y los guachos que participaban en el operativo. Objetivo Uno y Objetivo Dos, decнan. El Objetivo Uno era ella misma. Y con el Objetivo Dos iba a encontrarse de allн a nada.

Zum, zum. Zum, zum. Era de dнa, pero el cielo gris oscurecнa las calles y algunos comercios tenнan las luces encendidas. La lluvia multiplicaba los destellos luminosos del pequeсo convoy. La Suburban y su escolta —dos Ram federales y tres trocas Lobo con guachos encaramados tras las ametralladoras— levantaban regueros de agua en el torrente pardo que llenaba las calles y corrнa hacia el Tamazula, rebosando conducciones y alcantarillas. Habнa una franja negra en el cielo, al fondo, recortando los edificios mбs altos de la avenida, y otra franja rojiza por debajo que parecнa vencerse por el peso de la negra.

—Un retйn, patrona —dijo Pote Gбlvez.

Sonу el cuerno de chivo al cerrojearlo, y eso valiу al gatillero una ojeada inquieta, de soslayo, del conductor. Cuando lo rebasaban sin aflojar la marcha, Teresa vio que se trataba de un retйn militar y que los guachos, casco de combate, Errequinces y Emediecisйis a punto, habнan hecho aparcar a un lado dos carros de la policнa y vigilaban sin disimulo a los judiciales que se hallaban dentro. Era evidente que el coronel Ledesma se fiaba lo justo; y tambiйn que, tras buscarle mucho las vueltas a las leyes que prohibнan mover tropas dentro de las ciudades, el subcomandante de la Novena Zona habнa encontrado por dуnde fregarse la letra pequeсa —a fin de cuentas, el estado natural de un militar lindaba siempre con el estado de sitio—. Teresa observу mбs guachos y federales escalonados bajo los бrboles que dividнan el doble sentido de la avenida, con trбnsitos desviando la circulaciуn para otras calles. Y allн mismo, entre las vнas de ferrocarril y el gran cuadrado de cemento de la Unidad Administrativa, la capilla de Malverde parecнa mucho mбs pequeсa de lo que ella recordaba, doce aсos atrбs.

Recuerdos. De pronto comprendiу que, durante aquel larguнsimo viaje de ida y vuelta, sуlo habнa adquirido tres certezas sobre la vida y los seres humanos: que matan, recuerdan y mueren. Porque llega un momento, se dijo, en que miras adelante y sуlo ves lo que dejaste atrбs: cadбveres que fueron quedando a tu espalda mientras caminabas. Entre ellos vaga el tuyo, y no lo sabes. Hasta que al fin lo ves, y lo sabes.

Se buscу en las sombras de la capilla, en la paz del banquito puesto a la derecha de la efigie del santo, en la penumbra rojiza de las velas que ardнan con dйbil chisporroteo entre las flores y las ofrendas colgadas de la pared. La luz afuera se iba ahora muy deprisa, y el resplandor intermitente rojo y azul de un carro federal iluminaba la entrada con destellos mas intensos a medida que se entenebrecнa el gris sucio de la tarde. Detenida frente al santo Malverde, observando su pelo negro como teсido de peluquerнa, la chaqueta blanca y la mascada al cuello, los ojos achinados y el mostacho charro, Teresa moviу los labios para rezar, como hiciera tiempo atrбs —Dios bendiga mi camino y permita mi regreso—; pero no logrу llegar a oraciуn alguna. Quizб sea un sacrilegio, pensу de pronto. Tal vez no debн establecer la cita en este sitio. Quizбs el tiempo me ha vuelto estъpida y arrogante, y va siendo hora de que pague por ello.

La ъltima vez que estuvo allн habнa otra mujer mirбndola desde las sombras. Ahora la buscaba sin hallarla. A menos, resolviу, que yo sea la otra mujer, o la tenga dentro, y la morra de ojos asustados, la chavita que huнa con una bolsa y una Doble Бguila en las manos, se haya convertido en uno de esos espectros que vagan a mi espalda, mirбndome con ojos acusadores, o tristes, o indiferentes. Quizб la vida sea eso, y una respire, camine, se mueva sуlo para un dнa mirar atrбs y verse allн. Para reconocerse en las sucesivas muertes propias y ajenas a las que te condena cada uno de tus pasos.

Metiу las manos en los bolsillos de la gabardina —un suйter debajo, tejanos, botas cуmodas con suela de goma— y extrajo el paquete de faritos. Encendнa uno en la llama de una vela de Malverde cuando don Epifanio Vargas se recortу en los destellos rojos y azules de la puerta.

—Teresita. Cuбnto tiempo.

Seguнa casi igual, apreciу. Alto, corpulento. Habнa colgado el impermeable en un gancho junto a la puerta. Traje oscuro, camisa abierta sin corbata, botas picudas.

Con aquella cara que recordaba las viejas pelнculas de Pedro Armendбriz. Tenнa muchas canas en el bigote y en las sienes, unas cuantas arrugas mбs, la cintura ensanchada, tal vez. Pero era el mismo.

Apenas te reconozco.

Dio unos pasos adentrбndose en la capilla despuйs de mirar a un lado y a otro con recelo. Observaba fijamente a Teresa, intentando relacionarla con la otra mujer que tenнa en la memoria.

—Usted no ha cambiado mucho —dijo ella—. Algo mбs de peso, quizб. Y las canas.

Estaba sentada en el banco, junto a la efigie de Malverde, y no se moviу al verlo entrar.

—їLlevas un arma? —preguntу don Epifanio, cauto.

—No.

—Quй bueno. A mн me checaron ahн afuera esos putos. Yo tampoco traнa.

Suspirу un poco, mirу a Malverde iluminado por la luz trйmula de las velas, luego otra vez a ella.

—Ya ves. Acabo de cumplir sesenta y cuatro. Pero no me quejo.

Se aproximу hasta quedar muy cerca, estudiбndola con atenciуn desde arriba. Ella permaneciу como estaba, sosteniйndole la mirada.

—Creo que te fueron bien las cosas, Teresita. —Tampoco a usted le han ido mal.

Don Epifanio moviу la cabeza en una lenta afirmaciуn. Pensativo. Despuйs se sentу al lado. Estaba exactamente igual que la ъltima vez, excepto que ella no tenнa una Doble Бguila en las manos.

—Doce aсos, їverdad? Tъ y yo en este mismo sitio, con la famosa agenda del Gьero...

Se interrumpiу, dбndole ocasiуn de mezclar los recuerdos con los suyos. Pero Teresa guardу silencio. Al cabo de un instante don Epifanio sacу un cigarro habano del bolsillo superior de la chaqueta. Nunca imaginй, empezу a decir mientras quitaba la vitola. Pero se detuvo otra vez, como si acabara de llegar a la conclusiуn de que lo nunca imaginado no tenнa importancia. Creo que todos te infravaloramos, dijo al fin. Tu hombre, yo mismo. Todos. Lo de tu hombre lo dijo un poco mбs bajo, y parecнa que intentara deslizarlo inadvertido entre el resto.

A lo mejor por eso sigo viva.

El otro reflexionу sobre aquello mientras aplicaba la llama de un encendedor al cigarro.

—No es un estado permanente, ni garantizado. —concluyу con la primera bocanada—. Uno sigue vivo hasta que deja de estarlo.

Fumaron un poco los dos, sin mirarse. Ella casi tenнa consumido su cigarrillo.

—їQuй haces metida en esto?

Aspirу por ъltima vez la brasa entre sus dedos. Luego dejу caer la colilla y la pisу con cuidado. Pues fнjese, repuso, que nomбs arreglar cuentas viejas. Cuentas, repitiу otro. Despuйs volviу a chupar su habano y emitiу una opiniуn: esas cuentas es mejor dejarlas como estбn. Ni modo, dijo Teresa, si hacen que duerma mal.

—Tъ no ganas nada —argumentу don Epifanio.

—Lo que gano es cosa mнa.

Durante unos instantes oyeron chisporrotear las velitas del altar. Tambiйn las rбfagas de lluvia que golpeaban el techo de la capilla. Afuera seguнa destellando el azul y el rojo del coche federal.

—їPor quй quieres fregarme?... Eso es hacerle el juego a mis adversarios polнticos.

Era un buen tono, admitiу ella. Casi de afecto. Menos un reproche que una pregunta dolida. Un padrino traicionado. Una amistad herida. Nunca lo vi como un mal tipo, pensу. A menudo fue sincero, y tal vez sigue siйndolo.

—No sй quiйnes son sus adversarios, ni me importa —respondiу—. Usted hizo matar al Gьero. Y al Chino. Tambiйn a Brenda y a los plebitos.

Ya que de afectos se trataba, por ese rumbo iban los suyos. Don Epifanio mirу la brasa del cigarro, fruncido el ceсo.

—No sй quй te han podido contar. En cualquier caso, esto es Sinaloa... Eres de aquн y sabes cuбles son las reglas.

Las reglas, dijo lentamente Teresa, tambiйn incluyen ajustar cuentas con quien te la debe. Hizo una pausa y oyу la respiraciуn del hombre atento a sus palabras. Tambiйn quiso luego, aсadiу, que me mataran a mн.

—Eso es mentira —don Epifamo parecнa escandalizado—. Estuviste aquн, conmigo. Protegн tu vida... Te ayudй a escapar.

—Hablo de mбs tarde. Cuando se arrepintiу.

En nuestro mundo, argumentу el otro despuйs de pensarlo un rato, los negocios son complicados. La estuvo estudiando despuйs de decir eso, como quien espera que haga efecto un calmante. En todo caso, aсadiу al fin, comprenderнa que me quisieras pasar facturas tuyas. Eres sinaloense y lo respeto. Pero transar con los gringos y con esos mandilones que me quieren tumbar desde el Gobierno...

—Usted no sabe con quiйn chingados transo.

Lo dijo sombrнa, con una firmeza que dejу al otro pensativo, el habano en la boca y entornados los ojos por el humo, los destellos de la calle alternбndolo en sombras rojas y azules.

—Dime una cosa. La noche que nos vimos tъ habнas leнdo la agenda, їverdad?... Sabнas lo del Gьero Davila... Y sin embargo no me di cuenta. Me engaсaste. —Me iba la vida.

—їY por quй desenterrar esas cosas viejas? —Porque hasta ahora no supe que fue usted quien le pidiу un favor al Batman Gьemes. Y el Gьero era mi hombre.

—Era un cabrуn de la DEA.

—Con todo, cabrуn y de la DEA, era mi hombre. Lo oyу ahogar una maldiciуn serrana mientras se levantaba. Su corpulencia parecнa llenar el pequeсo recinto de la capilla.

—Escucha —miraba la efigie de Malverde, como si pusiera al santo patrуn de los narcos por testigo—. Yo siempre me portй bien. Era padrino de ustedes dos.

Apreciaba al Gьero y te apreciaba a ti. Йl me traicionу, y a pesar de eso te protegн ese lindo cuerito... Lo otro fue mucho mбs tarde, cuando tu vida y la mнa tomaron caminos diferentes... Ahora ha pasado el tiempo, estoy fuera de eso. Soy viejo, y hasta nietos tengo. Ando a gusto en polнtica, y el Senado me permitirб hacer cosas nuevas. Eso incluye beneficiar a Sinaloa... їQuй ganas con perjudicarme? їAyudar a esos gringos que consumen la mitad de las drogas del mundo mientras deciden, segъn les conviene, cuбndo el narco es bueno y cuбndo es malo? їA los que financiaban con droga a las guerrillas anticomunistas del Vietnam, y luego vinieron a pedнrnosla a los mejicanos para pagar las armas de la contra en Nicaragua?... Oye, Teresita: esos que ahora te utilizan me hicieron ganar un chingo de dуlares con Norteсa de Aviaciуn, ayudбndome ademбs a lavarlos en Panamб... Dime quй te ofrecen ahora los cabrones... їInmunidad?... їDinero?

—No se trata de una cosa ni de otra. Es algo mбs complejo. Mбs difнcil de explicar.

Epifanio Vargas se habнa vuelto a mirarla de nuevo. De pie junto al altar, las velas le envejecнan mucho los rasgos.

—їQuieres que te cuente —insistiу— quiйn me anda jodiendo en la Uniуn Americana?... їQuiйn es el que mбs aprieta a la DEA?... Un fiscal federal de Houston que se llama Clayton, muy vinculado al Partido Demуcrata... їY sabes quй era antes de que lo nombraran fiscal?... Abogado defensor de narcos mejicanos y gringos, e нntimo amigo de Ortiz Calderуn: el director de interceptaciуn aйrea de la judicial Federal mejicana, que ahora vive en los Estados Unidos como testigo protegido tras haberse embolsado millones de dуlares... Y en el lado de aquн, los que buscan reventarme son los mismos que antes hacнan negocios con los gringos y conmigo: abogados, jueces, polнticos que buscan taparle el ojo al macho con un chivo expiatorio... їA йsos quieres ayudar changбndome?

Teresa no respondiу. El otro estuvo mirбndola un rato y despuйs moviу la cabeza, impotente.

—Estoy cansado, Teresita. Trabajй y luchй mucho en la vida.

Era cierto, y ella lo sabнa. El campesino de Santiago de los Caballeros habнa calzado huaraches entre matas de frijoles. Nadie le regalу nada.

—Yo tambiйn estoy cansada.

Seguнa observбndola atento, en busca de una rendija por donde escudriсar lo que ella tenнa en la cabeza. —No hay arreglo posible, entonces —concluyу. —Me late que no.

La brasa del habano le brillу a don Epifanio en la cara.

—He venido a verte —dijo, y ahora el tono era distinto— ofreciйndote todo tipo de explicaciones... Quizб te lo debнa, o quizб no. Pero he venido como vine hace doce aсos, cuando me necesitabas.

—Lo sй y se lo agradezco. Usted nunca me hizo otro mal que el que considerу imprescindible... Pero cada cual sigue su camino.

Un silencio muy largo. Sobre el tejado seguнa cayendo la lluvia. El santo Malverde miraba impasible al vacнo con sus ojos pintados.

—Todo eso de ahн afuera no garantiza nada —dijo al fin Vargas—. Y lo sabes. En catorce o diecisйis horas pueden pasar muchas cosas...

Me vale madres, respondiу Teresa. Es a usted a quien le toca batear. Don Epifanio moviу afirmativamente la cabeza mientras repetнa lo de batear, como si ella hubiese resumido bien el estado de las cosas. Luego alzу las manos para dejarlas caer a los costados con desolaciуn. Debн matarte aquella noche, se lamentу. Aquн mismo. Lo dijo sin pasiуn en la voz, muy educado y objetivo. Teresa lo miraba desde el barquito, sin moverse. Sн que debiу, dijo con calma. Pero no lo hizo, y ahora le cobro. Y quizб. tenga razуn en que la cuenta sea excesiva. En realidad se trata del Gьero, del Gato Fierros, de otros hombres que ni siquiera conociу. Es usted quien al final paga por todos. Y yo tambiйn pago.

—Estбs loca.

—No —Teresa se levantу entre los destellos de la puerta y la luz rojiza de las velas—... Lo que estoy es muerta. Su Teresita Mendoza muriу hace doce aсos, y vine a enterrarla.

Apoyу la frente en la ventana medio empaсada del segundo piso, sintiendo el vaho hъmedo refrescarle la piel. Los focos del jardнn hacнan relucir las rбfagas de agua, convirtiйndolas en millares de gotas luminosas que se desplomaban en el contraluz, entre las ramas de los бrboles, o brillaban suspendidas al extremo de las hojas. Teresa tenнa un cigarrillo entre los dedos, y la botella de Herradura Reposado estaba sobre la mesa junto a un vaso, el cenicero lleno, la Sig Sauer con los tres cargadores de reserva. En el estйreo cantaba Josй Alfredo: Teresa no sabнa si era una de las rolas que siempre cargaba para ella Pote Gбlvez, el casete de los autos y los hoteles, o si formaba parte del ajuar de la casa:

La mitad de mi copa dejй servida, por seguirte los pasos no sй pa' quй.

Llevaba horas asн. Tequila y mъsica. Recuerdos y presente desprovisto de futuro. Marнa la Bandida. Que se me acabe la vida. La noche de mi mal. Se bebiу la mitad de la copa que le quedaba y la llenу de nuevo antes de volver a la ventana, procurando que la luz de la habitaciуn no la recortara demasiado. Mojу de nuevo los labios en el tequila mientras canturreaba las palabras de la canciуn. La mitad de mi suerte te la llevaste. Ojalб que te sirva no sй con quiйn.

—Se han ido todos, patrona.

Se volviу despacio, sintiendo de pronto mucho frнo. Pote Gбlvez estaba en la puerta, en mangas de camisa.

Nunca se presentaba asн ante ella. Llevaba un boquitoqui en una mano, su revуlver en la funda de cuero sujeta al cinturуn, y se veнa muy serio. Mortal. El sudor le pegaba la camisa al grueso torso.

—їCуmo que todos?

La mirу casi con reproche. Para quй pregunta, si lo entiende. Todos significa todos menos usted y el aquн presente. Eso decнa el gatillero sin decirlo.

—Los federales de la escolta —aclarу al fin—. La casa estб vacнa.

—Y adуnde fueron?

El otro no respondiу. Se limitaba a encoger los hombros. Teresa leyу el resto en sus ojos de norteсo suspicaz. Para detectar perros, Pote Gбlvez no necesitaba radar.

—Apaga la luz —dijo.

La habitaciуn quedу a oscuras, iluminada sуlo por la claridad del pasillo y los focos de afuera. El estйreo hizo clic y enmudeciу Josй Alfredo. Teresa se acercу al marco de la ventana y echу un vistazo. Lejos, tras la gran verja de la entrada, todo parecнa normal: se apreciaban soldados y coches bajo las grandes farolas de la calle. En el jardнn, sin embargo, no advirtiу movimiento. Los federales que solнan patrullarlo no aparecнan por ninguna parte.

—їCuбndo fue el relevo, Pinto?

—Hace quince minutos. Vino un grupo nuevo y se fueron los otros.

—їCuбntos?

—Los de siempre: tres feos en la casa y seis en el jardнn.

—їY la radio?

Pote pulsу dos veces el botуn del boquitoqui y se lo mostrу. Ni madres, mi doсa. Nadie dice nada. Pero si quiere podemos platicarle a los guachos. Teresa moviу la cabeza. Fue hasta la mesa, empuсу la Sig Sauer y se metiу los tres cargadores de reserva en los bolsillos del pantalуn, uno en cada bolsillo de atrбs y otro en el delantero de la derecha. Pesaban mucho.

—Olvнdate de ellos. Demasiado lejos —acerrojу la pistola, clac, clac, un plomo en la recбmara y quince en el cargador, y se la fajу en la cintura—. Ademбs, lo mismo estбn de acuerdo.

—Voy a echar un lente —dijo el gatillero— con su permiso.

Saliу de la habitaciуn, el revуlver en una mano y el boquitoqui en la otra, mientras Teresa se acercaba de nuevo a la ventana. Una vez allн se asomу con cuidado a observar el jardнn. Todo parecнa en orden. Por un momento creyу ver dos bultos negros moviйndose entre unos macizos de flores, bajo los grandes mangos. Nada mбs, y ni siquiera estaba segura de eso.

Tocу la culata de la escuadra, resignada. Un kilo de acero, plomo y pуlvora: no era gran cosa para lo que podнan estarle organizando afuera. Se quitу el semanario de la muсeca, guardбndose en el bolsillo libre los siete aros de plata. No convenнa ir haciendo ruido como si llevara un cascabel. Su cabeza funcionaba sola desde hacнa rato, apenas Pote Gбlvez vino a dar noticia del desmadre. Nъmeros a favor y en contra, balances. Lo posible y lo probable. Calculу una vez mбs la distancia que separaba la casa de la verja principal y de los muros, y repasу lo que durante los ъltimos dнas estuvo registrando en la memoria: lugares protegidos y descubiertos, rutas posibles, trampas en las que evitar caer. Habнa pensado tanto en todo eso que, ocupada ahora en revisarlo punto por punto, no tuvo tiempo de sentir miedo. Excepto que el miedo, esa noche, fuese aquella sensaciуn de desamparo fнsico: carne vulnerable y soledad infinita.

La Situaciуn.

Se trataba de eso mismo, confirmу de golpe. En realidad no venнa a Culiacбn para testificar contra don Epifanio Vargas, sino para que Pote Gбlvez dijera estamos solos, patrona, y sentirse como ahora, la Sig Sauer fajada a la cintura, dispuesta a pasar la prueba. Lista para franquear la puerta oscura que durante doce aсos tuvo ante los ojos robбndole el sueсo en los amaneceres sucios y grises. Y cuando vuelva a ver la luz del dнa, pensу, si es que llego a verla, todo serб distinto. O no.

Se apartу de la ventana, fue hasta la mesa y le dio un ъltimo sorbo al tequila. Media copa dejo servida, pensу. Para luego. Aъn sonreнa de labios adentro cuando Pote Gбlvez se recortу en la claridad de la puerta. Traнa un cuerno de chivo, y al hombro una bolsa de lona y aspecto pesado. Teresa llevу instintivamente la mano a la escuadra, pero se detuvo a medio camino. El Pinto no, se dijo. Prefiero volver la espalda y que me mate, a desconfiar de йl y que se dй cuenta.

—Pнquele; patrona —dijo el gatillero—. Nos han tendido un cuatro que ni el del Coyote. Pinches jotos.

—їFederales o guachos?... їO los dos?

—Yo dirнa que es cosa de los feos, y que los otros miran. Pero cualquiera sabe. їPido ayuda por radio? Teresa se riу. Ayuda a quiйn, dijo. Si fueron todos a tragar tacos de cabeza y vampiros a la taquerнa Durango. Pote Gбlvez se la quedу mirando, se rascу la sien con el caсуn del Akб y al cabo modulу una sonrisa entre aturdida y feroz. Йsa es la neta, mi doсa, dijo al fin, comprendiendo. Se harб lo que se pueda. Dijo eso y se quedaron los dos mirбndose otra vez entre la luz y la sombra, de un modo con el que nunca se habнan encarado antes. Entonces Teresa riу de nuevo, sincera, los ojos muy abiertos e inspirando aire hasta bien adentro, y Pote Gбlvez moviу la cabeza de arriba abajo como quien entiende un buen chiste. Esto es Culiacбn, patrona, dijo el gatillero, y quй buena onda que se carcajee orita. Ojalб pudieran verla esos perros antes de que les abrasemos la madre, o viceversa. Pues a lo mejor me rнo de puro miedo a morirme, dijo ella. O de miedo a que me duela mientras me muero. Y el otro asintiу otra vez y dijo: pos fнjese que como todos, patrona, o quй pensу. Pero eso del picarrуn lleva su tiempito. Y mientras nos morimos o no, igual ahн nomбs se mueren otros.

Escuchar. Ruidos, crujidos, rumor de lluvia en los cristales y en el tejado. Evitar que todo lo ensordezcan los latidos del corazуn, el batir de la sangre en las venas minъsculas que corren por el interior de tus oнdos. Calcular cada paso, cada ojeada. La inmovilidad con la boca seca y la tensiуn que asciende dolorosa por los muslos y el vientre hasta el pecho, cortando la poca respiraciуn que todavнa te permites. El peso de la Sig Sauer en la mano derecha, la palma de la mano apretada en torno a la culata. El pelo que apartas de la cara porque se pega a los ojos. La gota de sudor que rueda hasta el pбrpado y escuece en el lagrimal y terminas enjugando en los labios con la punta de la lengua. Salada.

La espera.

Otro crujido en el pasillo, o tal vez en la escalera. La mirada de Pote Gбlvez desde la puerta de enfrente, resignada, profesional. Arrodillado en su falsa gordura, asomando media cara detrбs del marco, el cuerno de chivo listo, desprovisto de culata para manejarlo mбs cуmodo, un cargador con treinta tiros metido y otro sujeto con masking tape a йse, boca abajo, listo para dar la vuelta y cambiarlo en cuanto el primero se vacнe.

Mбs crujidos. En la escalera.

La mitad de mi copa, murmura Teresa sin palabras, dejй servida. Se siente vacнa por dentro y lъcida por fuera. No hay reflexiones, ni pensamientos. Nada que no sea repetir absurdamente el estribillo de la canciуn y concentrar los sentidos en interpretar ruidos y sensaciones. Hay un cuadro al final del corredor, sobre el arranque de la escalera: sementales negros que galopan por una inmensa llanura verde. Delante de todos va un caballo blanco. Teresa cuenta los caballos: cuatro negros y uno blanco. Los cuenta igual que ha contado los doce barrotes de la barandilla que da sobre el hueco de la escalera, los cinco colores de la vidriera que se abre al jardнn, las cinco puertas a este lado del pasillo, los tres apliques de luz en las paredes y la lбmpara que pende del techo. Tambiйn cuenta mentalmente la bala en la recбmara y las quince en el cargador, el primer tiro en doble acciуn, un poquito mбs duro y luego los demбs ya salen solos, y asн uno tras otro, los cuarenta y cinco del parque de reserva que le pesan en los cargadores que lleva en los bolsillos de los tejanos. Hay para quemar, aunque todo depende de lo que traigan los malandrines. En cualquier caso, es la recomendaciуn de Pote Gбlvez, mejor irlo quemando de poquito a poco, patrona. Sin nervios y sin prisas, jalуn a jalуn. Dura mбs y se desperdicia menos. Y si acaba el plomo, tнreles mentadas, que tambiйn duelen.

Los crujidos son pasos. Y suben.

Una cabeza se asoma con precauciуn por el rellano. Pelo negro, joven. Un torso y otra cabeza. Llevan armas por delante, caсones que se mueven haciendo arcos en busca de algo a lo que disparar. Teresa extiende el brazo, mira de soslayo a Pote Gбlvez, aguanta la respiraciуn, aprieta el gatillo. La Sig Sauer salta escupiendo como truenos, bum, bum, bum, y antes de que suene el tercero se comen todo el sonido del pasillo las rбfagas cortas del Akб del gatillero, raaaca, suena, raaaca, raaaca, y el pasillo se llena de humo acre, y entre el humo se ve deshacerse en fragmentos y astillas la mitad de los barrotes de la escalera, raaaca, raaaca, y las dos cabezas desaparecen y en el piso de abajo hay voces gritando, y ruido de raza que corre; y en йsas Teresa deja de disparar y aparta el arma porque Pote, con una agilidad inesperada en un tipo de sus dimensiones, se incorpora y corre agachado hacia la escalera, raaaca, raaaca, hace de nuevo su cuerno a medio camino, y una vez allн saca el Akб con el caсo hacia abajo, sin apuntar, larga otra rбfaga, busca una granada en la bolsa que lleva al hombro, le quita el pasador con los dientes como en las pelнculas, la tira por el hueco de la escalera, se vuelve con una carrerita corta, agachado, y se lanza al piso de un barrigazo mientras el hueco de la escalera hace pum—pumbaaa, y entre humo y ruido y un golpe de aire caliente que le pega en la cara a Teresa, lo que hubiera en la escalera, caballos incluidos, acaba de irse a la chingada.

La de Dios.

Ahora se apaga de golpe la luz en toda la casa. Teresa no sabe si eso es bueno o es malo. Corre a la ventana, mira afuera y comprueba que tambiйn el jardнn se ha quedado a oscuras, y que las ъnicas luces son las de la calle al otro lado de los muros y la verja. Corre agachada de regreso a la puerta, tropieza con la mesa y la derriba con todo cuanto tiene encima, el tequila y el tabaco al carajo, se tumba de nuevo, asomando media cara y la pistola. El hueco de la escalera es un pozo seminegro, dйbilmente iluminado por el resplandor que entra por la vidriera rota que da al jardнn.

—їCуmo se encuentra, mi doсa?

Lo de Pote Gбlvez ha sido un murmullo. Bien, responde Teresa bajito. Bastante bien. El gatillero no dice nada mбs. Lo adivina en la penumbra, tres metros mбs allб, al otro lado del pasillo. Pinto, susurra. Se ve de a madre tu pinche camisa blanca. Pos ni modo, contesta el otro. Ya no es cosa de cambiarse.

—Lo estб haciendo bien, patrona. Conserve el parque.

Por quй ahora no tengo miedo, se interroga Teresa. A quiйn chingados creo que le estб pasando todo esto. Se toca la frente con una mano seca, helada, y empuсa la escuadra con una mano mojada de sudor. Que alguien me diga cuбl de estas manos es mнa.

Ahн vuelven los hijos de su madre —susurra Pote Gбlvez, encarando el cuerno.

Raaaaca. Raaaca. Rбfagas cortas como las de antes, con los casquillos de 7.62 repiqueteando al caer al suelo por todas partes, el humo arremolinado entre las sombras dбndole picor a la garganta, fogonazos del Akб del gatillero, fogonazos de la Sig Sauer que Teresa empuсa con ambas manos, bum, bum, bum, abriendo la boca para que los estampidos no le rompan los tнmpanos hacia dentro, tirando hacia los fogonazos que surgen de la escalera con zumbidos que pasan, ziaaang, ziaaang, chasquean siniestros contra el yeso de las paredes y la madera de las puertas, y levantan estrйpito de cristales rotos al impactar en las ventanas del otro lado del pasillo. El carro de la escuadra detenido atrбs de pronto, clic, clac, sin mбs tiros que pegar, y Teresa desconcertada, hasta que cae en la cuenta y oprime el botуn para expulsar el cargador vacнo, y mete otro, el que llevaba en el bolsillo delantero de los tejanos, y al liberar el carro йste acerroja una bala. Se dispone a tirar de nuevo pero se contiene, porque Pote ha sacado medio cuerpo fuera de su resguardo y otra granada suya estб rodando por el pasillo hasta la escalera, y esta vez el fogonazo es enorme en la oscuridad, pum—pumbaaa de nuevo, cabrones, y cuando el gatillero se incorpora y corre agachado hacia el hueco, con el cuerno listo, Teresa se levanta tambiйn y corre a su lado, y llegan juntos a la barandilla deshecha, y al asomarse para quemarlo todo a tiros abajo, los fogonazos de sus disparos alumbran por lo menos dos cuerpos tirados entre los escombros de los escalones.

Chнngale. Le duelen los pulmones de respirar la pуlvora. Ahoga la tos lo mejor que puede. No sabe cuбnto tiempo ha pasado. Tiene mucha sed. No tiene miedo.

—їCuбnto parque, patrona?

—Poco.

—Ahн le va.

En la oscuridad, por el aire, agarra dos de los cargadores llenos que le echa Pote Gбlvez y se le escapa el tercero. Lo busca a tientas por el suelo y se lo mete en un bolsillo de atrбs.

—їNo va a ayudarnos nadie, mi doсa?

—No mames.

—Los guachos estбn afuera... El coronel parecнa decente.

—Su jurisdicciуn termina en la verja de la calle. Tendrнamos que llegar hasta allн.

—Ni modo. Demasiado lejos.

—Sн. Demasiado lejos.

Crujidos y pasos. Empuсa la pistola y apunta a las sombras, apretando los dientes. Quizб llegу la hora, piensa. Pero no sube nadie. Chale. Falsa alarma.

De pronto andan ahн, y no los han oнdo subir. Esta vez la granada que viene por el suelo estб dirigida a ellos dos, y Pote Gбlvez tiene el tiempo justo de advertнrselo. Teresa rueda hacia dentro, cubriйndose la cabeza con las manos, y la explosiуn enmarca la puerta e ilumina el pasillo como de dнa. Ensordecida, tarda en comprender que el rumor lejano que oye son las rбfagas furiosas que dispara Pote Gбlvez. Y yo tambiйn deberнa hacer algo, piensa. Asн que se incorpora tambaleбndose por el shock del estallido, agarra la pistola, va de rodillas hasta la puerta, apoya una mano en el marco, se pone en pie, sale afuera y empieza a disparar a ciegas, bum, bum, bum, fogonazos entre fogonazos mientras el ruido crece y se hace cada vez mбs claro y cercano, y de pronto se encuentra frente a sombras negras que vienen hacia ella entre relбmpagos de luz naranja y azul y blanca, bum, bum, bum, y hay balas que pasan, ziaaang, y chasquean en las paredes por todas partes, hasta que por detrбs, a un lado, bajo su mismo brazo izquierdo, el caсo del Akб de Pote Gбlvez se suma a la quema, raaaaca, raaaaaca, esta vez no con rбfagas cortas sino interminablemente largas, cabrones lo oye gritar, cabrones, y comprende que algo va mal y que tal vez le han dado a йl o le han dado a ella, que a lo mejor ella misma se estб muriendo en ese momento y no lo sabe. Pero su mano derecha sigue apretando el gatillo, bum, bum, y si disparo es que sigo viva, piensa. Disparo luego existo.

La espalda contra la pared, Teresa mete su ъltimo cargador en la culata de la Sig Sauer. Estб asombrada de no tener un rasguсo. Rumor de lluvia afuera, en el jardнn. A veces oye quejarse entre dientes a Pote Gбlvez.

—Estбs herido, Pinto?

—La reguй bien gacho, patrona... Algo de plomo llevo.

—їDuele?

—Un chingo. Pa' quй le digo que no, si sн.

—Pinto. —Dнgame.

—Aquн estб cabrуn. No quiero que nos cacen sin parque, como a conejos.

—Pos ordene nomбs. Usted manda.

El porche, decide. Es un techo en voladizo con arbustos debajo, al otro extremo del pasillo. La ventana que se abre encima no es problema, porque a estas horas no le queda un vidrio sano. Si llegan allн podrбn saltar al jardнn y abrirse paso luego, o intentarlo, hasta la verja de la entrada o el muro que da a la calle. La lluvia lo mismo puede estorbar que salvarles la vida. E igual les tiran tambiйn los militares, pero йse es un riesgo mбs a correr. Hay periodistas afuera, y gente que mira. No es tan fбcil como en la casa. Y don Epifanio Vargas puede comprar a mucha gente, pero nadie puede comprar a todo el mundo.

—їPuedes moverte, Pinto?

—Pos fнjese que sн, patrona. Que puedo. —La idea es la ventana del pasillo, y al jardнn. —La idea es la que usted quiera.

Ya ocurriу una vez, piensa Teresa. Ocurriу algo parecido y tambiйn Pote Gбlvez estaba allн.

—Pinto.

—Mande.

—їCuбntas granadas quedan? —Una.

—Pues бndale.

Todavнa rueda la granada cuando echan a correr por el pasillo, y el estampido los encuentra junto a la tana. Oyendo a su espalda las rбfagas de cuerno que dispara el gatillero, Teresa pasa las piernas por el marco, procurando no herirse con las astillas de vidrio; pero al apoyar la mano izquierda, se corta. Siente el lнquido denso y cбlido correrle por la palma de la mano mientras consigue llegar afuera, la lluvia azotбndole la cara. Las tejas del voladizo crujen bajo sus pies. Se faja la escuadra en la cintura antes de dejarse resbalar por la superficie mojada, frenando con el canalуn que desciende del tejado. Luego, tras suspenderse un instante, se deja caer.

Chapotea en el barro, otra vez la escuadra en la mano. Pote Gбlvez aterriza a su lado. Un golpe. Un gemido de dolor.

—Corre, Pinto. Hacia la barda.

No hay tiempo. Un haz de linterna los busca con urgencia desde la casa, y empiezan de nuevo los fogonazos. Esta vez las balas hacen chнu—chнu al hundirse en los charcos. Teresa levanta la Sig Sauer. Con tal, piensa, que toda esta mierda no me la atore. Dispara tiro a tiro con cuidado, sin perder la cabeza, describiendo un arco, y luego se aplasta de bruces en el fango. De pronto advierte que Pote Gбlvez no dispara. Se vuelve a mirarlo, y a la luz distante de la calle lo ve recostado en un pilar del porche, al otro lado.

—Lo siento, patrona —lo oye susurrar—... Ahora sн me fregaron hasta la madre.

—їDуnde?

—En la mera tripa... Y no sй si es lluvia o sangre, pero corren litros que da gusto.

Teresa se muerde los labios embarrados. Mira las luces tras la verja, las farolas de la calle que recortan las Palmeras y los mangos. Va a ser difнcil, comprueba, conseguirlo sola.

—їY el cuerno?

Ahн mismo... Entre usted y yo... Le metн un cargador doble, lleno, pero se me fue de las manos cuando me dieron.

Teresa se incorpora un poco para ver. El Akб estб tirado en los peldaсos del porche. Una rбfaga salida de la casa la obliga a pegarse otra vez al suelo.

—No llego.

—Pos fнjese que de veras lo siento.

Mira otra vez hacia la calle. Hay gente agolpada tras la verja, sirenas policiales. Una voz dice algo por megafonнa, pero ella no logra entenderlo. Entre los бrboles, a la izquierda, oye un chapoteo. Pasos. Tal vez una sombra. Alguien intenta un rodeo por aquella parte. Espero, piensa de pronto, que esos cabrones no lleven visores nocturnos. —Necesito el cuerno —dice Teresa.

Pote Gбlvez tarda en responder. Como si lo pensara.

—Ya no puedo disparar, patrona —dice al fin—. No tengo pulso... Pero puedo intentar acercбrselo. —No mames. Te quiebran si asomas el hocico. —Me vale verga. Cuando se acaba, nomбs se acaba y es la de ahн.

Otra sombra chapoteando entre los бrboles. Se esfuma el tiempo, comprende Teresa. Dos minutos mбs y el ъnico camino habrб dejado de serlo.

—Pote.

Un silencio. Ella nunca lo habнa llamado asн, por su nombre.

—Mande.

—Alcбnzame el pinche cuerno.

Otro silencio. Repiqueteo de la lluvia en los charcos y en las hojas de los бrboles. Despuйs, al fondo, la voz apagada del gatillero:

—Fue un honor conocerla, patrona. —Lo mismo digo.

Йste es el corrido del caballo blanco, oye Teresa canturrear a Potemkin Gбlvez. Y con esas palabras en los oнdos, resoplando de furia y desesperanza, ella empuсa la Sig Sauer, se incorpora a medias y empieza a disparar hacia la casa para cubrir a su hombre. Entonces la noche se quiebra de nuevo en fogonazos, y los plomos chasquean contra el porche y los troncos de los бrboles; y recortado en todo eso ve levantarse la rechoncha silueta del gatillero entre el resplandor de los balazos, y venir cojeando hacia ella, angustiosamente despacio, mientras las balas arrecian por todas partes e impactan una tras otra en su cuerpo, desmadejбndolo como un muсeco al que le rompen las articulaciones, hasta que se desploma de rodillas sobre el cuerno de chivo. Y es un hombre muerto el que, en el ъltimo impulso de agonнa, levanta el arma por el caсуn y la arroja ante sн, a ciegas, en la direcciуn aproximada en que calcula debe de hallarse Teresa, antes de rodar por los escalones y caer de bruces en el barro.

Entonces grita ella. Hijos de toda su puta madre, dice arrancбndose en aquel aullido las entraсas, vacнa lo que le queda en la pistola contra la casa, la tira al suelo, agarra el cuerno y echa a correr hundiйndose en el barro, hacia los бrboles de la izquierda por donde vio escurrirse antes las sombras, con las ramas bajas y los arbustos azotбndole la cara, cegбndola en golpes de agua y lluvia.

Una sombra mбs precisa que otras, el cuerno a la cara, una rбfaga corta que le golpea con el retroceso la barbilla, lastimбndosela. Aquello salta de la chingada. Fogonazos atrбs y a un lado, la verja y el muro mбs cerca que antes, gente en la calle iluminada, la megafonнa que sigue encadenando palabras incomprensibles. La sombra ya no estб, y al correr encorvada, el cuerno candente entre las manos, Teresa ve un bulto agazapado. El bulto se mueve; asн que, sin detenerse, acerca el caсуn del Akб, jala el gatillo y le pega un tiro al pasar. No creo que lo consiga, piensa apenas se extingue el fogonazo, agachбndose cuanto puede. No lo creo. Mбs disparos atrбs y el ziaaang ziaaang que suena cerca de su cabeza, como veloces moscos de plomo. Se vuelve y oprime otra vez el gatillo, el cuerno salta en las manos con el pinche retroceso, y el resplandor de sus propios tiros la ciega mientras cambia de posiciуn, justo en el momento en que alguien acribilla el lugar donde estaba un segundo antes. Friйgate, cabrуn. Otra sombra al frente. Pasos corriйndole por detrбs, a la espalda. La sombra y Teresa se disparan a quemarropa, tan cerca que entrevй el rostro a la brevнsima luz de los disparos: un bigote, ojos muy abiertos, una boca blanca. Casi lo empuja con el caсуn del cuerno al seguir adelante mientras el otro cae de rodillas entre los arbustos. Ziaaaang. Suenan mбs balas buscбndola, tropieza, rueda por el suelo. El cuerno hace clic, clac. Teresa se tira de espaldas al barro, arrastrбndose asн, la lluvia corriйndole por la cara, mientras oprime la palanca, extrae el largo cargador curvo doble, le da la vuelta rogando que no tenga mucho barro en la municiуn. El arma le pesa en la barriga. Ъltimas treinta balas, comprueba, chupando las que asoman del cargador, para limpiarlas. Lo mete. Clac. Acerroja tirando atrбs con fuerza del carro. Clac, clac. Entonces, de la verja cercana, llega la voz admirada de un soldado o un policнa:

—ЎУrale, mi narca!... ЎEnsйсeles cуmo se muere una sinaloense!

Teresa mira hacia la verja, aturdida. Indecisa entre maldecir o reнrse. Nadie dispara ahora. Se pone de rodillas y luego se incorpora. Escupe barro amargo que sabe a metal y a pуlvora. Corre en zigzag entre los бrboles, pero hace demasiado ruido al chapotear. Mбs estampidos y fogonazos a su espalda. Cree ver otras sombras que se deslizan junto al muro, aunque no estб segura. Tira una rбfaga corta a la derecha y otra a la izquierda, hijos de la, murmura, corre cinco o seis metros mбs y se agacha de nuevo. La lluvia se vuelve vapor al tocar el caсуn ardiente del arma. Ahora estб lo bastante cerca del muro y la verja para comprobar que йsta se encuentra abierta, distinguir a la gente que estб allн, tirada y agachada tras los automуviles, y escuchar las palabras que se repiten por megafonнa:

—«Venga hacia aquн, seсora Mendoza... Somos militares de la Novena Zona... La protegeremos»...

Podrнan protegerme un poquito mбs acб, piensa. Porque me quedan veinte metros, y son los mбs largos de mi vida. Segura de que no llegarб a franquearlos nunca, se yergue entre la lluvia y se despide uno por uno de los viejos fantasmas que la han acompaсado durante tanto tiempo. Ahн nos vemos, gьeyes. Requetepinche Sinaloa, se dice a modo de remate. Otra rбfaga a la derecha y otra a la izquierda. Despuйs aprieta los dientes y echa a correr, tropezando en el barro. Cansada que se cae, o casi, pero esta vez nadie dispara. Asн que se detiene de pronto, sorprendida, gira sobre sн misma y ve el jardнn oscuro y al fondo la casa en sombras. La lluvia acribilla el barro ante sus pies cuando camina despacio en direcciуn a la verja, el cuerno de chivo en una mano, hacia la gente que mira desde allн, guachos de ponchos relucientes por la lluvia, federales de paisano y uniforme, coches con destellos de luces, cбmaras de televisiуn, gente tumbada en las aceras, bajo la lluvia. Flashes.

—«Tire el arma, seсora.».

Mira los focos que la ciegan, aturdida, sin comprender lo que le dicen. Al fin levanta un poco el Akб, mirбndolo como si hubiera olvidado que lo llevaba en la mano. Pesa mucho. Un chingo. Asн que lo deja caer al suelo y echa a andar de nuevo. Hнjole, se dice mientras cruza la verja. Estoy cansada a reventar. Confнo en que algъn hijo de su pinche madre tenga un cigarrillo.


 

18.

Epнlogo

Teresa Mendoza compareciу a las diez de la maсana en la Procuradurнa General de justicia del Estado, con la calle Rosales cortada al trбfico por camionetas militares y soldados con equipo de combate. El convoy llegу a toda velocidad entre ruido de sirenas, las luces destellando bajo la lluvia. Habнa hombres armados en las terrazas de los edificios, uniformes grises de federales y verdes de soldados, barreras en las esquinas de las calles Morelos y Rubн, y el centro histуrico parecнa el de una ciudad en estado de sitio. Desde el portal de la Escuela Libre de Derecho, donde estaba acotado un espacio para periodistas, la vimos. bajar de la Suburban blindada con cristales oscuros y adentrarse bajo el arco forjado de la Procuradurнa, en direcciуn al patio neocolonial de faroles de hierro y columnas de cantera. Yo estaba con Julio Bernal y Йlmer Mendoza, y apenas pudimos observarla un momento iluminada por los flashes de los fotуgrafos que disparaban sus cбmaras, en el corto trayecto de la Suburban al portal, rodeada de agentes y soldados, bajo el paraguas con que la protegнan de la lluvia. Seria, elegante, vestida de negro, gabardina oscura, bolso de piel negra y la mano izquierda vendada. El pelo peinado hacia atrбs con raya en medio, recogido en un moсo bajo la nuca, con dos aretes de plata.

Ahн va una morra con gьevos —apuntу Йlmer. Pasу dentro una hora y cincuenta minutos, ante la comisiуn integrada por el procurador de justicia de Sinaloa, el comandante de la Novena Zona, un subprocurador general de la Repъblica venido del Distrito Federal, un diputado local, un diputado federal, un senador y un notario en funciones de secretario. Y tal vez, mientras tomaba asiento y respondнa a las preguntas que le formularon, pudo ver sobre la mesa los titulares de los diarios de Culiacбn de aquella maсana: Batalla en la Chapultepec. Cuatro federales muertos y tres heridos defendiendo a la testigo. Tambiйn falleciу un pistolero. Y otro mбs sensacionalista en materia de nota roja: Narca se les pelу entre las patas. Mбs tarde me dijeron que los miembros de la comisiуn, impresionados, la trataron desde el principio con extrema deferencia, que incluso el general comandante de la Novena Zona ofreciу disculpas por los fallos de seguridad, y que Teresa Mendoza escuchу limitбndose a inclinar un poco la cabeza. Y cuando al terminar su declaraciуn todos se levantaron y ella lo hizo a su vez, dijo gracias caballeros y se dirigiу a la puerta, la carrera polнtica de don Epifanio Vargas estaba destrozada para siempre.

La vimos aparecer de regreso en la calle. Cruzу el arco y saliу al exterior protegida por guardaespaldas y militares, con los flashes fotogrбficos destellando contra la fachada blanca, mientras la Suburban ponнa el motor en marcha y rodaba despacio a su encuentro. Entonces observй que ella se detenнa, mirando alrededor como si buscara algo entre la gente. Tal vez un rostro, o un recuerdo. Despuйs hizo algo extraсo: introdujo una mano en el bolso, rebuscу dentro y extrajo algo, un papelito o una foto, para contemplarlo unos instantes. Estбbamos demasiado lejos, asн que avancй empujando a los periodistas, con intenciуn de echar un vistazo mбs de cerca, hasta que un soldado me impidiу el paso. Podнa ser, pensй, la vieja media foto que habнa visto en sus manos durante mi visita a la casa de la colonia Chapultepec. Pero desde aquella distancia resultaba imposible averiguarlo.

Entonces lo rompiу. Fuera lo que fuese, papel o foto, observй cуmo lo rasgaba en trocitos minъsculos antes de aventarlo todo por el suelo mojado. Despuйs la Suburban se interpuso entre ella y nosotros, y йsa fue la ъltima vez que la vi.



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